Policías infiltrados, informadores, confidentes… Son uno de los sistemas utilizados por los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. De hecho, son un sistema protegido por el poder con la excusa de prevenir el delito en cuestiones muy importantes de la seguridad pública como el crimen organizado, el narcotráfico o el terrorismo. En el Estado español, sin embargo, esta técnica policial ha ido un paso más allá y ha utilizado este método, que debería ser puntual y muy justificado, para tener el oído puesto dentro de lo que considera la disidencia política.
Los miembros del Cuerpo Nacional de Policía detectados dentro de los movimientos de izquierda anticapitalista o sociales de Cataluña, y denunciados por La Directa y el programa 30 minutos de la semana pasada, o el hecho de que los documentos desclasificados muestren cómo Abdelbaki es-Satty fue un informador tanto del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) como del poderoso servicio de información de la Guardia Civil, han regurgitado esta figura que ha tenido nombres de peso en la historia policial española.
Nombres como José Luis Espinosa, José Luis González o José Luis Cortés han golpeado diversos movimientos políticos contrarios al poder establecido. Uno de estos nombres, que actuó con fuerza en Cataluña, fue Joaquín Gambín Hernández, alias César, el Grillo y el Murciano, del cual el Ministerio del Interior aún se niega a dar información alegando que se trata de material con el sello de «secreto». Gambín es un personaje oscuro, pero muy bien estudiado por la historiografía sociopolicial. Lo reflejan los libros Los servicios de inteligencia en España, de Vicente Almenara (Arcopress 2010), Los secretos del poder, de Isabel Duran y José Díaz (Temas para el Debate,1994) y el extraordinario ERAT, el ejército de SEAT (Tigre de Paper, 2023), de Pau Juvillà y prologado por un abogado que conoce muy bien estas cuestiones como es Benet Salellas.
Joaquín Gambín Hernández, una historia catalana
La biografía de Gambín no se entiende sin la Cataluña de finales de los 70, cuando la CNT amenazaba con resurgir como un sindicato duro y con ganas de hacer prevalecer los derechos de los trabajadores y la supremacía social ante el capitalismo franquista y tecnocrático. La Moncloa, ocupada entonces por Adolfo Suárez, estaba inquieta por la fuerza con la que se retomaba el anarquismo en Cataluña. De hecho, el ministro de Gobernación de entonces lo ejemplificaba con una frase: «Tenemos dos problemas, ETA y el Baix Llobregat». Las cloacas del Estado no lo pensaron mucho y recurrieron al manual… y a la agenda.
Tenían al hombre perfecto, Joaquín Gambín. Un delincuente común que gracias a la amnistía de 1977 quedó libre. La prisión le sirvió para entrar en contacto con el entorno anarquista. Una huelga de hambre le permitió ganarse la confianza de los compañeros presos de la CNT. Pero, ya con 45 años y sin un duro, se dejó convencer para reincorporarse como confidente policial. José María Escudero Rejada, entonces jefe del grupo antianarquista de la Brigada Central de Información de la Policía, lo volvió a poner en circulación con una misión muy concreta: constituir un grupo terrorista de carácter anarquista y pasar información de otros grupos. Hizo su trabajo y delató a varios anarquistas que actuaban en todo el Estado.

El atentado de la Scala
El 14 de febrero de 1978, la calle hervía frente a lo que se llamaría los Pactos de la Moncloa. Un acuerdo del gobierno español con los grupos parlamentarios, CCOO y las patronales con el objetivo de garantizar la estabilidad económica de la llamada Transición democrática. La CNT capitalizaba buena parte de la oposición obrera a los acuerdos. Ese día Gambín se encontró con José Cuevas Casado, según explicó Rafael Cid, en un reportaje publicado en Cambio 16, una de las cabeceras más reputadas de la época. Al día siguiente, junto con otros anarquistas, pensaron en llevar a cabo una acción de propaganda, impulsados por Gambín.
El objetivo era involucrar a la CNT en la lucha violenta o terrorista para desacreditar el movimiento y conseguir reducir las simpatías que estaba recogiendo. La prioridad era desactivar la CNT como referente anarquista que podía poner en riesgo el control de la transición. Al día siguiente se celebró una manifestación en Barcelona contra los Pactos de la Moncloa. Una vez terminada la protesta, el grupo de Gambín lanzó cócteles Molotov contra la Scala, una famosísima sala de fiestas que se levantaba en el paseo de Sant Joan de la ciudad. El balance, una tragedia: cuatro muertos.

De Tarragona al ERAT y dos muertes falsas
El comisario Escudero recibió los nombres para proceder a la detención de los compañeros del infiltrado en menos de 24 horas. Gambín se refugió en Tarragona, cobró unas 30,000 pesetas y le encargaron otra misión. A cambio de 20,000 pesetas debía infiltrarse en grupos anarquistas que se organizaban de forma bastante autogestionada y optaban por la lucha armada o los atracos para financiar las cajas de solidaridad que sostenían las huelgas. Le dieron un DNI encubierto, a nombre de Joaquín Fernández Sanz, y se instaló en Terrassa, donde contactó con Gabriel Botifoll y Joan El Barbes, y se infiltró en el ERAT, el Ejército Revolucionario de Ayuda a los Trabajadores.
Después de varios atracos y acciones, el comisario Escudero dio la orden de liquidar al grupo que ya había hecho el trabajo que querían de criminalizar el movimiento. Gambín escondió una pistola y dinero en casa Botifoll. El ERAT cayó, y con ellos una sentencia ejemplar para desincentivar los movimientos de socorro obrero que mantenían vivas las huelgas. Gambín, sin embargo, no se retiró. Después de ser descubierto por la CNT, que difundió su imagen por todas sus antenas en todo el país, Escudero envió a Gambín a Benicàssim, donde entró al servicio de los hermanos Gilbert y Clement Perret, dos exmiembros de la OAS, piezas clave del Batallón Vasco Español –el antecedente de los GAL–, escuadrones parapoliciales para asesinar presuntos miembros de ETA. Dejó la guerra sucia contra ETA y fingió su muerte en Murcia, aprovechando que había muerto su tío, el camionero Joaquín Gambín González, en un extraño accidente. Los anarquistas, al comprobar el entierro, se tragaron su muerte.
La policía le dio otra identidad, un nuevo DNI con el nombre de Manuel García Gómez. Es detenido por intento de desfalco, pero la policía lo deja en libertad y vuelve a desaparecer hasta que la Agencia Efe informó de su segunda muerte, también falsa, por un escuadrón anarquista en Burdeos. Hasta que fue de nuevo atrapado en Valencia con cuatro pistolas y la policía se desentendió. Fue juzgado por los hechos de la Scala y lo encarcelaron en una celda de máxima seguridad mientras se celebraba un juicio, en el cual le reclamaban hasta 16 años de prisión. Gambín, que aseguraba que la Brigada de Información lo había despachado con 100,000 pesetas, propuso a la CNT asumir la responsabilidad del caso a cambio de también 100,000 pesetas y documentación falsa para refugiarse en Francia. La propuesta, aunque estudiada, no prosperó. Fue condenado a siete años de prisión. Sus compañeros, a 16 años. Su historia, con todos los detalles, aún se mantiene en secreto.