Joan Llovet Berenguer no ha perdido el acento de Bellmunt d’Urgell. Ni ganas. Durante décadas ha sido uno de los maestros chocolateros más celebrados y festejados de Barcelona al frente de la franquicia catalana de Godiva, una de las marcas más reconocidas del mundo. A lo largo de los años ha ido acumulando sabiduría sobre el cacao y el gran producto que se deriva de él. Sus dippings han deleitado a la fauna urbana adicta al chocolate. Hace poco decidió jubilarse, harto, sobre todo, de llenar papeles y de los calvarios administrativos que deben superar los autónomos y empresarios. Ya veremos al final quién acabará haciendo chocolate y lo que sea. Pero mantiene la pasión y el oficio, porque allá donde va, fresas y mandarinas cubiertas de chocolate lo acompañan. Todo esto no lo hace necesariamente raro, pero le añade una segunda pasión: las carreras de caracoles en pista rectangular. Ahora sí. Ahora no hay duda. De maestros chocolateros y preparadores de caracoles de alta competición, solo hay uno.
¿Qué es un maestro chocolatero?
[Lo piensa y alarga la respuesta]. Ni más ni menos que una persona que tiene una gran pasión por el cacao, por el chocolate.
Hay quienes tienen pasión y se limitan a comerlo siempre que pueden…
Hombre, claro. Debemos añadir la posibilidad de poder trabajarlo. El chocolate es un producto que solo con el cambio de temperatura es capaz de transformarse. Pones una tableta o unas perlas de chocolate a una temperatura que las derrite, a cuarenta y cinco grados, haces la operación de templado, 46, 29 y 33 grados, que es subir, bajar y mantenerse, y verás cómo este producto se vuelve a solidificar después de ponerle las fresas, las cerezas, las mandarinas… ¡Eso es maravilloso!
Algunas personas hacen esculturas de chocolate. Lo tratan como si fuera arcilla…
Puedes hacer de todo. Moldearlo, modelarlo e incluso trabajarlo en un bloque con martillo y cincel. Y aún más importante: puedes hacer disfrutar a la gente, puedes hacerla feliz.
¿Nunca ha terminado comiéndose un encargo?
Pues no. Es curioso. Esta madrugada he estado trabajando un poco el chocolate para haceros un pequeño presente. No te lo creerás, pero me he comido una sola fresa. Yo disfruto mucho más trabajando el chocolate que comiéndolo. Es como el mundo de los caracoles, que, si quieres, después te hablaré un poco.
¿Alguna vez ha sentido una envidia total al comerse un chocolate preparado por un maestro rival?
Hubo un tiempo en que yo hacía como las hormigas. Trabajaba en verano y acaparaba para poder pasar el invierno. Esto me permitía de vez en cuando hacer algún viaje. Y viajando me encontré con un bombón de la marca Godiva que se llama La Dame Blanche. Lo enlazo con lo que me has preguntado. Cuando lo probé pensé: “¡Esto es algo excelente! ¡Esto es algo maravilloso!”. Cuando supe más y me regalaron alguna vez una Dame Blanche aún la disfruté mucho más. Precisamente, este bombón, La Dame Blanche, fue el motivo que llevó a su marca, Godiva, a Barcelona…
¡La trajo usted! Comencemos por el principio, porque usted es de un pueblo muy pequeño…
Nací en Bellmunt d’Urgell en plena canícula de 1950, por San Pedro, en Bellmunt d’Urgell. Nunca me he dado de baja. Sigo siendo residente y votante de Bellmunt d’Urgell, aunque he dado muchas vueltas en esta vida. Allí pasé la infancia y la juventud. Vine ya mayor a Barcelona. Mi hermano Ventura vino con 14 años, pero yo me resistía. Lo hice después de pasar la mili. Y lo hice porque allí lo intenté todo con mi padre: granja de pollos, granja de conejos, montador de verracos…
¿Eso de montador de verracos es eso exactamente: montador de verracos?
Sí. Teníamos un verraco y la gente que tenía cerdas o truces nos las traía, pero con la garantía de que quedaran. Si no quedaban, no cobrábamos. Eso de quedar se ve al cabo de un mes o de un mes y medio, enseguida. Si la cerda quiere otra vez verraco, es que no ha quedado. No falla. Nosotros garantizábamos que quedaban [ríe]. Después, si hacía dos, seis, ocho o diez, eso ya no era responsabilidad nuestra.
¿Y el oficio no funcionó?
No funcionó nada. La granja de los pollos, por ejemplo. Recuerdo que trabajábamos para una industria que se llamaba Foa, de Mollerussa. Escúchame, al final, los números no salían. Todo se lo quedaba Foa. Aquello no funcionaba. Sí, comías, porque es muy difícil pasar hambre en el mundo rural, pero no es eso. Yo creía que la vida es mucho más y al final di el salto a Barcelona. Estuve muy poco allí. Yo, que nunca había visto el mar, fui a parar a un pueblo del Maresme que se llama Cales d’Estrac, Caldetes. Allí fui a ayudar a llevar un hotel-restaurante, La Fragata. Ese salto hizo que pasara unos años allí y que finalmente llegara a Barcelona. Fui a parar a Caldes porque Sebastià, el propietario del hotel, también era de Lleida. Cuando me encuentro con gente de Lleida se me abre el corazón. Es el único lugar de Cataluña donde pasa esto. Nos pasa a los de Lleida.
Siempre me ha despertado la curiosidad… Cuando hablan de Lleida van más allá de la ciudad. ¿Eso llega a todo lo que es “la provincia”, que es un invento administrativo español del siglo XIX? ¿Son “de Lleida” la gente de todas aquellas comarcas, del Pallars Sobirà al Segrià y las Garrigues? ¿La gente que habla catalán occidental, del Pirineo a las Garrigues, forma parte de una realidad sólida?
Eso ahora ha cambiado un poquito, pero años atrás yo creo que sí que nos sentíamos diferentes.
¿Porque hablan un catalán diferente?
Sí. Quizás. La madre y el padre, sí. El sillón y el buen vino del porrón [ríe]. Nos hacen sentir diferentes la gente de las grandes urbes, principalmente de Barcelona. Nos miraban con mucha displicencia: “eso de Lleida, aquellos de Lleida”.
¿Entre el Pont de Suert y las Borges Blanques hay una línea sentida de continuidad?
No del todo. Es cierto también que hay una gran diferencia entre una comarca y la otra. Bellmunt d’Urgell es el límite entre el Urgell y la Noguera, que es la comarca a la que pertenecemos por las influencias mercantiles de Balaguer. Nosotros íbamos a Balaguer y no a Tàrrega. Aquellas comarcas, del río Sió, solo tenían una cosecha al año. Una cosecha que dependía mucho “del de arriba”, por si llovía o no llovía. La gente de aquellas comarcas tenía un carácter conservador, pero la gente del Urgell no dependía “del de arriba”, sino del agua del Canal, que no había fallado nunca hasta la gran sequía de hace dos años. Esto les daba otro carácter, menos conservador…
Sí, pero este sentimiento de “ser de Lleida” prevalece, a pesar de estas diferencias comarcales…
Este sentimiento hace que nos sintamos todos unos, que nos pongamos todos. Pero después no es igual la gente del Urgell que la del Segarra o la del Segrià… Pero, sí, todos somos “de Lleida”.
¿Y cómo llega un montador de verracos de Bellmunt d’Urgell a hacerse maestro chocolatero de Barcelona?
Por mis viajes en invierno. En muchos aeropuertos encontré La Dame Blanche, aquel bombón maravilloso, hecho de chocolate negro, con nuez, crema de café y chocolate blanco. Excelente. He llevado treinta años en Godiva y nunca he podido descubrir su secreto. Al final conocí al inventor, ¡y nunca me quiso decir el secreto!
¿Cómo llego a Godiva yo? Enamorado del gusto y la felicidad que me traía aquel bombón. Mi esposa y yo hablamos con otro matrimonio y les dijimos: “¿Por qué no traemos Godiva a Barcelona?”. Antes lo habíamos hablado con otro chocolatero muy bueno, de Gante, Deskalidès, pero él no confió en Barcelona, que era una ciudad mucho más apagada que ahora. Entonces hablamos con Godiva, que nos dijo que los representaba un señor belga que vivía en Madrid. Hablamos con él y todo fue fácil. No tan fácil, porque la fusión entre el otro matrimonio y mi esposa y yo no funcionó. Finalmente, la franquicia de Godiva en Barcelona fue mía. Cuando se le acabó la concesión al señor de Madrid los belgas no quisieron renovársela y entonces fui yo quien continuó con la única tienda en todo el Estado.
Y se hizo un experto en chocolate…
Me puse a fondo. Muy a fondo. Ellos fueron los que me hicieron chocolatero de Godiva.

¿Y eso qué significa?
Que, además de franquiciador, yo pasaba a formar a la gente. No en la elaboración de bombones, sino en un producto que los de Godiva fueron los primeros en sacar. Se llama dipping. Nosotros lo llamamos Dipping Experience, que significa literalmente en inglés sumergir una cosa en un líquido.
Mojar, entonces…
¡Eso! Ni más ni menos, mojar. Barcelona fue la pionera en sacar este producto fuera de la tienda. Fuimos los primeros en organizar lo que ahora llaman eventos: bodas, bautizos, comuniones… ¡Incluso divorcios!
Creo que una buena manera de celebrar un divorcio es comer cualquier cosa buena mojada en chocolate…
No lo cree usted solo. Le contaré una anécdota real. Vino una chica a Godiva y nos pidió hacer su boda; luego, el bautizo de su hijo… Al cabo de diez años me dijo: “Joan, vengo para que me hagas un dipping de celebración de mi divorcio”. Se lo hicimos.
¿Cómo lo hacía eso?
Mi puesta en escena eran dos mesas largas, de cuatro metros al menos, una máquina de chocolate blanco en un extremo y otra de chocolate negro en el otro. Hacíamos la operación del templado y el público podía ver la transformación del producto. La gente podía ver la operación fantasmagórica que transforma unos granitos de cacao en un semisólido, en un sólido, y al cabo de cinco segundos, ya puedes comerte ese chocolate que cubre una fresa, una cereza, una mandarina… Lo que quieras, porque el chocolate lo acepta todo. Esto en directo tenía un gran éxito. Podían comer antes ostras o jamón, no importa, el chocolate combinaba con todo. Recuerdo una boda en la que empezamos con una copa de cava y fresas con chocolate. Muy bien. Después vino el aperitivo y todo el menú. Nosotros fuimos haciendo chocolate en aquella mesa inmensa. Fue un gran banquete. Y comenté a mi equipo: “¿Quién se comerá todo esto después de este banquete?”. Un joven que era psicólogo me lo resolvió: “Mira, Joan, si tú ahora ofrecieras a todos estos comensales un filete, un turnedó o unos langostinos, te dirían que no. Ahora, si es chocolate, que entra por los ojos, ya lo verás”. Y efectivamente. No quedó nada.
Antes de entrar en Godiva usted no tenía ni idea, de chocolate…
¡Ni idea! Bueno, un poco sí. Bellmunt d’Urgell está muy cerca de Agramunt, donde en los años 50 había dos o tres marcas de chocolate muy famosas: Viladàs –“¿Qué me das? ¡Chocolates Viladàs!”– y Jolonch… Mi mundo chocolatero era el gran vaso de chocolate a la taza que mi madre nos hacía antes de ir a misa el domingo. Hecho con agua, no con leche, que en aquella época era muy cara. Mojábamos pan tostado en él. Una rebanada de pan tostado. Una delicia, que os recomiendo. Y ese era mi contacto con el chocolate. Pero después el encuentro con la Dame Blanche fue determinante… Me cambió la vida.
Su frustración arrastrada ha sido no saber la fórmula…
¡Hombre! Frustración… Venga, va. Debo confesar que un poquito, sí.
No sé si es como la de la Coca-Cola… Usted, que después ha sabido tanto, ¿no ha sido capaz de definirla?
A ver… Al colega belga que la inventó le dije: “Esto lleva esto, esto y esto, hecho de esta manera”. Y no me dijo que no. Intuyo, pues, que descubrí, sí, la fórmula secreta, pero él nunca me lo especificó.
¿Usted ha llegado a considerarse el mejor chocolatero del mundo?
¡Aaaah! ¡Eso es imposible! El mejor chocolatero del mundo, el mejor restaurante del mundo… Una vez le pregunté a José Peñín cuál era el mejor vino del mundo y me respondió: “Escuche, el mejor vino del mundo para usted es el que más le guste”. ¿Sabes qué pasa? El mundo de los premios y de las concesiones… Todo eso ya se sabe cómo va. Dicho esto, te diré que sí, que hasta ahora los de Godiva han sido considerados unos de los mejores chocolateros del mundo.
¡Y ahora ya no porque usted no está!
[Ríe]. No, hombre, no, pero le diré que mucha gente me echa de menos en Barcelona. No solo por ser yo. Me duele mucho decirlo, pero las cosas en Godiva han cambiado mucho…
¿En qué sentido?
Tanto en sentido de marca como de producción. La empresa fue fundada por los hermanos Draps. En el año 60 la compraron los americanos, la Campbell Soup, que la pusieron en lo más alto. Los hermanos Draps habían sido los primeros en sacar tiendas fuera de Bélgica y una de las primeras fue en París, en la plaza Vendôme…
Buena plaza.
Veo que la conoce. Debe regalar usted muchos diamantes [ríe]. Aquello ya iba fuerte, con un buen producto, y cuando llegaron los americanos le añadieron un buen marketing. El éxito, pues, estaba asegurado. Pero ya hace unos años la compró una empresa turca, que inmediatamente eliminó el alcohol. Nosotros, Godiva, hacíamos unas trufas al whisky, con whisky dentro, que se jugaban el puesto con cualquier bombón de licor del mundo. El proceso para hacerlas era muy laborioso, pero el resultado era excelente. Teníamos una colección de trufas rellenas magnífica y todo eso fue desapareciendo.
Después también desaparecieron algunas colecciones. Hacíamos como hacen las tiendas de ropa: la del día del padre, la de Pascua, la de primavera, San Valentín, que era un día excelente… También estaba la de Navidad, Christmas… Llegaron los turcos y la suprimieron. La sustituyeron por la de Holidays. Holidays 92, 93, 94, 95… Y todo esto ha hecho que la empresa decaiga. Estas son las noticias que me llegan ahora. Además, han ido desapareciendo las tiendas por todo el mundo, propias o en franquicia. Ya no hay, por ejemplo, ni en Francia, ni en Italia, ni en Alemania… En Portugal aguanta mi amigo Pedro Costa. La aguanta porque ya le venía de su abuelo y porque él suministra a El Corte Inglés de allí. Pero también me dice que ya veremos qué hará cuando pase el verano…
Un amigo mío de París cada vez que viene a Barcelona me trae chocolate… Ducasse, Marcolini, Ladurée… Estas marcas aquí no tienen tienda ni franquicia propias…
No. Solo Leonidas, en la calle del Consell de Cent. No sé por qué las otras grandes marcas no lo hacen. Solo sé que cuando yo decidí dejar esta actividad, porque el verbo jubilarse no me gusta nada, la gente de Godiva me dijo: “Mira, Joan, si tú dejas la tienda, no queremos ninguna otra, en franquicia en Barcelona. Seguiremos en El Corte Inglés y ya está”. Supongo que deben ser políticas de mercado, de marca o de estrategia. Pero el caso es que también las tiendas Godiva van desapareciendo. En Bruselas, de diez o doce que había, queda la propia, en la Grand Place, otra en las Galerías y otra en la plaza du Sablon, al lado de Pierre Marcolini, y ya está. Todo el mercado americano se fue al traste y también vendieron Canadá.
Habla solo de Godiva. ¿Y las otras grandes marcas?
No vienen a Barcelona porque también ha cambiado la idea de negocio. Pim-pam y al día siguiente tiene que funcionar. El negocio de chocolate, aunque sean grandes marcas, se tiene que trabajar. Yo aquí en Barcelona he sudado tinta para introducir la marca Godiva. Pero mucho. Cuesta mucho. En primer lugar, porque los precios son distintos. Y después, porque en mi caso ellos no querían que cogiera la franquicia una sociedad, querían que la cogiera un autónomo. Un autónomo está al frente. Una sociedad no funciona igual. Yo me he hecho muchas veces esta pregunta. Si yo volviera a empezar, cogería una gran marca y creo que… Aunque las cosas también han cambiado porque en nuestro país hay grandes chocolateros. No quiero decir que antes no los hubiera, pero no se apreciaban como se aprecian ahora. Ahora yo lo tendría más difícil.
¿Cuáles son los grandes chocolateros catalanes que le gustan?
¡Uf! ¿Sabes qué pasa?
¡Que no lo quiere decir!
¡Sí! Ningún problema. Pero aquí no hay chocolateros-chocolateros específicos. Está el amigo Escribà, por ejemplo, pero no sé si es chocolatero o pastelero. Es buen chocolatero y buen pastelero. Y así, muchos otros. Enric Rovira fue pionero aquí en hacer solo chocolate, es cierto… Y también hay pequeñas tiendas. El Blasi, por ejemplo, es muy bueno. Pero son pequeñas tiendas que, si no los conoces, cuesta mucho ir expresamente. Oriol Balaguer también toca muy bien el chocolate, pero no hace solo eso. Casi todos ellos hacen pastelería. Y todo se engloba en el gremio de pasteleros. Yo les dije al principio que me dedicaba solo al chocolate y ellos me decían –ya sabes cómo es el carácter catalán–: “Noooo. Pongamos también un croissant, un poco de agua y un café”. Así somos.
El chocolate se asocia con la felicidad.
No en vano. Hay algunos de los componentes del chocolate, que lleva el cacao, como ahora la teobromina, que aportan un poco de felicidad.
¿Porque actúan sobre el cerebro?
Exactamente. Sí, sí, sí…
Dicen también que es afrodisíaco…
Es una de las preguntas que nos hacían en los eventos. “¿El chocolate es afrodisíaco?”. “Hombre, no diré yo que no. Pero tienes que poner algún otro componente tú mismo”.
¿Lo ponía usted?
[Ríe]. ¡Noooo! ¡Lo tiene que poner el consumidor!
En esta sociedad que vivimos tradicionalmente para un hombre regalar chocolate a una mujer era como regalarle flores. No sé si se acuerda de aquella canción de Jacques Brel, Les bonbons, que recogía la costumbre parodiándola…
¡Claro! Interflora hizo una campaña para San Valentín que atacaba un poco al chocolate. A grandes rasgos, decían: “No, no, regalen flores, que es mucho mejor”. Escucha, la flor es la flor, y el chocolate es el chocolate. En esta sociedad nuestra, según el momento, regalar flores o regalar chocolate puede comprometer más o menos. Hoy en día, no, pero hace quince o veinte años, sí. Una caja de Godiva iba un poco más allá de quedar bien.

Para usted, ¿era más romántico, más comprometido, regalar bombones que flores?
¡Sí! Y te lo argumento. La flor –oh, ¡qué ramo más bonito!– al cabo de tres días, por su propia naturaleza, decae. Un ramo de flores pasado es feo. En cambio, el chocolate, el bombón, no. Disfrutas mientras duran. Y el cerebro lo graba. Me preguntabas antes si el chocolate crea adicción, ¿verdad?
Sí.
No es que cree adicción por sí mismo. Pero cuando tú te comes un buen bombón, cuando te comes una fresa o una frambuesa con chocolate, disfrutas mucho. El cerebro lo graba. Y cuando lo vuelve a ver lo reconoce. Desde mi punto de vista, la flor no se disfruta igual.
Decía Josep Pla que lo único que le faltaba a la rosa para ser perfecta es ser comestible…
Es eso. [Ríe]. Pero, ahora que lo dice, yo le desmonté esta teoría. En una boda hice pétalos de rosa con chocolate. ¡Fantástico!
Ahora hay muchos restaurantes que te dan flores para comer en ensalada o sopa…
Sí. Sí, sí. Una de las últimas cosas que hice, buenísima y refrescante, fueron hojas de menta con chocolate. O el jengibre. Usábamos un jengibre en Godiva que no he podido encontrar en toda Barcelona. Y mira que lo he buscado. Era un jengibre confitado y que tenía un gran éxito entre las mujeres. No sé por qué. Es curioso. Ese jengibre confitado picaba un poco y la combinación con chocolate negro lo hacía sensacional, porque, cuando empezaba a picar o a ser fuerte, actuaba el chocolate. Este contrapeso encantaba a las mujeres.
Quizás el elemento afrodisíaco no es el chocolate, sino el jengibre…
¡Las dos cosas! [Ríe]. ¡Este equilibrio es fantástico!
Hay una leyenda, como decían del alioli, según la cual las mujeres en menstruación no pueden templar el chocolate…
Te contaré mi experiencia, no las leyendas que corren y te cuentan. Un día estábamos haciendo un dipping y una mujer de mi equipo, Fernanda, brasileña, me dijo que no podía templar el chocolate. Todo era correcto. Le pregunté si estaba menstruando y me dijo que sí. Le dije que lo dejara estar. Tuvimos que hacer otra vez todo el proceso porque, si no, no había manera. Esto lo he leído en algunos lugares, pero puedo corroborar que me pasó a mí.
Eso es mentira, una coincidencia, hombre. ¡Por el amor de Dios!
También me lo creía yo, que era mentira. ¡También me lo creía yo!
¿Le ha pasado más veces?
Otra vez en otro lugar.
¿Se ha encontrado que una mujer menstruando haya terminado bien todo el proceso?
¡También!
Entonces…
Mira, me ha pasado dos veces…
Son dos coincidencias.
Quizás sí. Tampoco estábamos cada día comprobando la teoría. Mira, esto es como el mundo de los curanderos. Yo ni entro ni salgo. Solo te contaré mi experiencia. Y punto. Científicamente no me meteré de lleno. No, no. Ahora, te lo explico. A mi madre le salió un herpes que no le curaba nadie. No había manera. Inyecciones, todo lo que quieras… La enfermera nos dijo que en Balaguer había un curandero que lo podía arreglar. Era un sábado. La vio y le puso un parche como si fuera de alioli y perejil. Nos dijo: “Hoy ya dormirá tranquila y el jueves ya no tendrá nada”. Y efectivamente. Ni entro ni salgo. Pero eso es lo que me pasó con mi madre y el herpes. Y lo otro es lo que me pasó dos veces tratando de templar el chocolate.
¿Le gusta el Ferrero Rocher?
No me desagradan. Nunca tiraré por tierra a ningún colega. Creo que la salvación del Ferrero Rocher fue Isabel Preysler. Caían en picado, porque los encontrabas en cualquier lugar. El producto, pues, no se vendía en las condiciones en que debía venderse. Y no gustaba. Después de la campaña con la Preysler remontaron y cambiaron esa política.
Ahora lo retiran en verano.
No haría falta ir tan lejos. No hace falta retirarlo en verano. Solo tienes que cuidarlo. Nosotros hicimos el dipping en las cuatro primeras ediciones del Festival de Pedralbes y mira que era verano… Nunca fallamos. Cuando digo fallar quiero decir que nunca dejamos de templar bien. Si no se templa bien, es como si se te corta la mayonesa.
Antes ha dicho que la gente lo echa de menos. ¿Por qué se ha retirado?
No por cuestiones de salud. Me retiré sobre todo por cuestiones burocráticas. La burocracia me supera. Aunque tenga buenos gestores. Mira, la tecnología no me asusta, la burocracia, sí. Yo fui de los primeros en Godiva en tener página web y tienda online. Antes que Bruselas. Pensé que esto era como tener una tienda abierta las veinticuatro horas al día. Llegas por la mañana y ya tienes diez o quince pedidos. ¡Y además, cobrados! Pero la burocracia… En la época del hotel Fragata durante quince años hacía los tratos con un apretón de manos. Sin papeles. Con Godiva estuve diez años sin firmar ningún contrato. Hasta que mi esposa, que es abogada, me hizo ver que quizás podíamos firmar algo… Todo esto, para decirte que el exceso de papel me supera. Cada vez me complicaban más la vida. Cuidado, siempre tienes que buscarte un motivo, una excusa, que en mi caso ha sido la burocracia.
En Barcelona cada vez hay menos tiendas, menos obradores, “de toda la vida”. Usted es un desertor más…
¡Hombre! Desertar a setenta y pico… También me toca, ¿no? Y no me arrepiento. Pero echo de menos los buenos momentos con los clientes y los amigos. Aquella era una tienda que vendía chocolate, pero mayoritariamente era una tienda que vendía experiencia. La gente salía con una experiencia. Ya sea con una fresa y una copa de cava, ya sea con jengibre y un chupito de orujo… O de hacerlo tú mismo.
Chinos y pakistaníes, que ahora abren tantas tiendas, ¿saben hacer chocolate?
Quizás los chinos. Como que todo lo saben copiar… [Ríe]. Mira, no lo sé.

¿Qué pasa cuando un chocolate se te reblandece? ¿Lo tiras?
¡No! Esto no es el mundo del congelado. Cuando un congelado se descongela no lo puedes volver a congelar. Si el chocolate se te hace blando… Piensa que el chocolate se derrite en el paladar, a la temperatura del cuerpo humano… Ningún problema. Lo vuelves a meter en la nevera. Mira, para hacer un buen bombón puedes haberlo templado cuatro o cinco veces. No importa las veces. ¡Ningún problema! ¿Y qué pasa si el chocolate se vuelve blanco? Nada. Queda feo, pero si lo vuelves a derretir y lo templas, te brillará. Todos los cristales que lleva volverán a salir a la superficie.
¿Lo derrites al fuego?
Al fuego, no. Nunca. Al baño maría. El fuego lo quema y lo harías tierra, arcilla. O un toque muy pequeño de microondas. Si se vuelve blanco, no es porque se haya estropeado. Se vuelve blanco por el tiempo o por el porcentaje de manteca de cacao que contiene. Esta manteca, con el cambio de tiempo, hace el efecto bloom. Las grasas salen a la superficie y hacen que el chocolate sea blanco. ¡Ningún problema! ¡Mejor que se vuelva blanco que no que se altere!
A mí me gusta el chocolate con un 100 por ciento de cacao.
¡Hombre! ¡Ay! He estado en Costa Rica visitando plantaciones de cacao y de café. Allí había muchas abandonadas y el gobierno las daba a las cooperativas. Visité una de chicas. Hice todo el proceso: coger la vaina del cacao, sacar los granos, los tostamos, trituramos… E hicimos cacao puro al cien por cien, sin extraerle manteca ni nada de nada… Claro… Yo… Me gusta. Pero, disfrutar, disfrutar, chocolate al 85 o al 90 por ciento. Más, no. Es terroso y se te pone en la garganta… Pero lo que pasa es que, una vez te acostumbras…
Es como beber café sin azúcar…
¡Sí! En Costa Rica también fui a plantaciones de café. Allí en los restaurantes y las cafeterías lo hacen todavía en infusión. Agua caliente y el calcetín o el colador aquel de siempre. Sin crema. Pero aquí generalmente, para conseguirlo, usan el torrefacto. Eso es adulterarlo, desde mi punto de vista. Allí el café tenía un sabor, te duraba tanto el gusto… Lo disfrutabas, sin necesidad de ser un ristretto…
¿Le interesa la política?
[Resopla]. Hombre… A ver. He tenido la suerte de conocer a un escritor, Domènec de Bellmunt, Domènec Pallerola i Munné, que se exilió a Toulouse. Allí me dio la posibilidad de conocer al presidente Tarradellas. Hice mucha amistad con él, incluso fue el padrino de nuestra boda. ¿Interesarme la política? Sí, pero no me interesan según qué tipo de políticos. La política debe interesar a todos. Uno debe votar. Pero cribas, cribas y cribas, y lo que no cae por aquí cae por allá. Y no te queda grano limpio. Eso es lo que me fastidia de la política.
¿Y el país?
¿Si creo en él? Claro que me interesa. Pero no soy ista. Ni barcelonista, ni españolista, ni catalanista. Soy catalán y de Bellmunt d’Urgell. Si me tocan mi país, no me agacho. No haré aquello de la Biblia, de poner la otra mejilla. No.
Esto se nos acaba…
Pensaba que tocarías el mundo del caracol.
Otro día. Va, un poco. Diga usted qué hace con ellos.
Que hacía. Los hacía correr en carreras. Tenía cinco de competición. Y los quería mucho. Si mi esposa no me dejó entonces, no me dejará nunca por nada… Me encantaba encerrarme horas por la noche en la habitación escuchándolos. Tienen miles de dientes y cuando comen hacen un ruido muy característico.

¿Ha ganado competiciones?
¡Por supuesto! Dos o tres. [Saca una copa, grande, de la bolsa, la monta y nos la enseña. Dice de quedárnosla, pero le convencemos que, mejor, la próxima vez]. Y no pienses que es fácil. Es difícil que corran en surco, dentro de la línea. Alguien puede pensar que los caracoles son lentos, pero, si los dejas cuando se hace de noche en un lugar, ¡por la mañana, ve a ver si los encuentras!
¿Qué especie es la que corre más?
Los bovers.
Nosotros los llamamos moros.
Eso. Ya te digo que las competiciones se hacen en círculo o en pista rectangular. Los míos competían en pista rectangular.
¿Cuántos años viven?
Alrededor de siete. A mí me duraron seis y medio.
¿Los come?
¡Noooo! No puedo. Me da pena. Mira si me da pena, que una noche se cayó un bote de vidrio en la habitación donde los tenía y le rompió un poco la concha a uno de mis campeones, Claret. Le puse Claret en homenaje a Andreu Claret y Casadessús. Ese hombre tenía una biografía tan increíble e hizo tanto por Andorra… Mi Claret podía morir con esa herida y me lo llevé al Hospital Clínico porque, con un poco de yeso, como hacían entonces con los brazos y las piernas, quizás la cosa se podía arreglar. Entré en el Clínico con el caracol en la mano y le dije a un médico: “No estoy loco, pero tiene que tratar de enyesarle la concha a este caracol”. Se salvó.
¡Alabado sea el yeso! Terminamos.
¿Qué dice? ¿Cuánto tiempo ha pasado?
Una hora.
¡Hombre! ¡Cómo pasa el tiempo…