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Cuando aplicar de manera estricta la ley es algo erróneo
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Debo comenzar este comentario mostrándome a favor de las medidas más graciables posibles para los presos por el ‘procés’; apoyo, en ese sentido, la decisión del juez de vigilancia penitenciaria número 5 de Cataluña manteniendo en régimen de semilibertad a Junqueras y demás condenados por el intento independentista de 2017. Es más, creo que sería positivo llegar cuanto antes al indulto. Decir esto en algunos medios nacionales me ha valido no pocas descalificaciones; sobre todo, claro, en las redes sociales.

Y, aun a riesgo de que algunos, indignados, me quemen en las piras de la intolerancia, he de ser coherente y confesar que me pareció improcedente también el encarcelamiento del (pésimo) rapero Pablo Hasél: pienso que sin duda merece una condena pública por sus lamentables actuaciones verbales y por sus actitudes a veces violentas. Pero, con el rigorismo judicial, hemos acabado convirtiéndole en nada menos que un mártir de una peculiar manera de entender la libertad de expresión. Allá Hasél si quiere envilecerse con algunas letras de sus canciones o con sus insultos y hasta agresiones a algunos colegas periodistas; pero no seré yo quien pida para él cárcel por ello.

Sé, sí, que mi opinión es minoritaria en la sociedad española. Me basta con leer algunos tuits, en ocasiones hasta procaces, que me han venido dirigiendo en las últimas horas. Pero las confesiones con las que comienzo este comentario no vienen dictadas por las tendencias de las publicaciones en las que colaboro o de las radios y televisiones por las que ocasionalmente aparezco. Pienso que el periodismo, para ser honrado, tiene que expresarse contra viento y marea de manera libre, al margen de la ideología que, muy legítimamente, sustente el medio que acoge al informador (u opinador).

Destacada característica de nuestra Justicia es que se rige excesivamente por los principios del positivismo jurídico, poniendo la ley por delante de la interpretación de la ley. En cambio, relega con demasiada frecuencia los cánones que podríamos calificar como ‘anglosajones’, que priman la jurisprudencia y una cierta flexibilidad en los Juzgados sobre la ‘summa lex’, que ya decían los romanos que era ‘summa iniuria’.

Las circunstancias y la coyuntura actuales invitarían a emprender esta ‘revolución de la flexibilidad en el ámbito de la Justicia’ –sería una de las más importantes que cabría afrontar–, dado que en España conviven factores que se dan en pocos países europeos: una carencia de legislación suficiente para defender al Estado, una situación territorial al menos peculiar (vamos a llamarlo así) y una tradición secular de punición frente a lo que podríamos llamar ‘generosidad del Estado’.

Una democracia sólida ha de tener una legislación, y/o un sistema judicial rápido y garantista, capaz de afrontar circunstancias impensables para el legislador anterior. Es lo que ha ocurrido con los sucesos en Cataluña, que han puesto de manifiesto algunas insuficiencias en el Código Penal, como (por ejemplo) la cierta confusión entre los anticuados tipos penales de sedición y rebelión, algo que, de manera más o menos directa, nos ha valido algún reproche (o varios) llegados de los tribunales europeos. Y ha hecho que España se gane una cierta fama de ‘Estado punitivo’.

Por supuesto, nada tengo que ver con un independentismo catalán –ni siquiera soy catalán ni tengo ancestros catalanes–, pero sí mucho con el deseo de tantos españoles de que Cataluña se mantenga en España y satisfecha de hacerlo, entre otras cosas porque así ha podido expresarlo libremente. Por eso, y sigo con los meros ejemplos, prefiero no hacer causa de que los encarcelados se califiquen como ‘presos políticos’ en lugar de ‘políticos presos’, que es una acepción, esta segunda, con la que me identifico más, pero sin hacer guerras semánticas, que, como las causadas por el protocolo, suelen ser las más cruentas. Y creo que ya hemos superado con creces la etapa de las guerras políticas y hemos entrado en la del pragmatismo y la negociación, que es lo que ha faltado tanto en el manejo del caso de los presos como en el apresurado encarcelamiento de Hasél, que tan graves consecuencias ha tenido en la calle.

Creo que jamás se me podría identificar ni con las letras, ni con los postulados ni con los salvajes que apoyan a Pablo Hasél. Pero soy un firme creyente en la frase atribuida, no sé si con rigor, a Voltaire, según el cual ‘yo, que odio lo que usted predica, daría la vida para que siga difundiéndolo libremente’. Ya digo que me he ganado muchos reproches en las redes sociales, y no solo en ellas, al opinar que el rigorismo legal habría de haberse relajado en el momento de la aplicación de la pena al repito que mal bardo y quizá no muy buen tipo, a tenor con lo que cuentan.

La Justicia, que por supuesto ha de actuar siempre en el marco de la ley, no puede causar mayores males de los que trata de evitar, que es lo que obviamente ha ocurrido en el caso del rapero y no digamos ya con la prisión de Oriol Junqueras y sus compañeros. Hasél es personaje que, para colmo, se va a ver beneficiado con la próxima reforma de los tipos penales que le incumben: no es difícil predecir que muy pronto saldrá en libertad. Mal asunto el rigorismo en este caso cuando, lo que hubiese procedido, sería un desprecio oficial y ciudadano. Y, si fuese procedente, la correspondiente sanción económica para compensar a sus muchos perjudicados.

Cuando me enfrento a debates de este tipo, nada sencillos por cierto, suelo traer a colación estas palabras de Spinoza, que no era precisamente ni un rapero, ni podemita, ni independista catalán alguno: “Quien pretenda determinarlo todo con leyes provocará más bien vicios que los corregirá. Lo que no puede ser prohibido es necesario permitirlo, aunque muchas veces se siga de ahí algún daño”. Pensémoslo.

No podemos estar seguros de qué tipo de castigo corresponde a qué tipo de infracción legal, teniendo en cuenta que siempre, desde luego, una infracción debe traer aparejado algún tipo de sanción. Los jueces están ahí para eso: para aplicar la ley de forma racional, atendiendo al sentido común y al mayor beneficio de la colectividad. Por eso en España se dan más discrepancias y controversias sobre la aplicación de la ley por los jueces en los supuestos más delicados que, que yo sepa, en ninguna otra parte del mundo.

El Estado debe trabajar para el individuo, no para un concepto etéreo de ‘lo general’. La ley debe proteger al individuo, no solo, ni preferentemente, a uno u otro colectivo. O a lo que el poder de turno entiende qué es el colectivo, el sector económico o social de turno. Tanto Hasél –cuánto siento tener que ‘defenderle’, entre comillas, en este momento—como Junqueras y los suyos, tienen que verse legal y judicialmente protegidos de manera suficiente como para que eso les impida alegar que son víctimas del Estado. Y conste que para nada equiparo el caso del ‘cantante’ con los de los políticos –a los que respeto no poco–, si no es para lamentar que un exceso de judicialización de la política y una aplicación a veces forzada de una legislación que no siempre es la adecuada han tenido, en ambos temas, serias consecuencias.

Todo esto que digo supone, como antes yo mismo reconocía, una cierta revolución utópica de los cimientos conceptuales del Estado. Pero es este un debate que, más allá de los tópicos y lugares comunes que escuchamos en los debates parlamentarios y periodísticos, resulta hoy absolutamente imprescindible. Si no queremos seguir topando con interminables debates jurídicos que son los que verdad desgastan la nitidez democrática de un país.

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