El peso político del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero es exactamente el que quiera darle la Moncloa. Zapatero, con escasas simpatías a la derecha y tampoco muchas a la izquierda, que lo quiere presentar como integrante del ‘grupo negocios’ en el mundo del PSOE, sirve a Pedro Sánchez como ministro plenipotenciario, como esos embajadores que usaba Talleyrand para hacer trabajos sucios o excesivamente comprometidos. O como el astuto Putin maneja a su ministro de exteriores, Lavrov, el hombre que nunca sonríe.

Usando a Zapatero para mantener más o menos discretos contactos internacionales o simplemente políticos, Sánchez muestra que sabe lo que hace: ZP es figura polémica, desgastada, pero aún lo suficientemente enigmática para generar un cierto respeto entre sus críticos, que ya digo que son muchos. Que él, un expresidente del Gobierno central al fin y al cabo, acepte relevar al delincuente (ya ni siquiera presunto) Santos Cerdán en sus contactos en Suiza con Puigdemont muestra hasta qué punto está ZP dispuesto a hacer lo que le manden, sea en Moncloa o en otras instancias de poder político, institucional y quizá económico.

Pero, sobre todo, yo creo que Zapatero es un pararrayos para Sánchez. Mientras lo ataquen a él, a ZP digo, a Santos Cerdán, a Koldo o a Ábalos, por ejemplo, al inquilino de la Moncloa lo dejan en paz. Y todo lo que ZP negocie con Puigdemont, por ejemplo, es lo que sancionará Sánchez cuando llegue el momento de verse personalmente las caras con el expresidente de la Generalitat, que ya he dicho muchas veces que es algo que acabará pasando más pronto que tarde, por mucho escándalo que ese encuentro genere en Madrid.

Primero fue la vicepresidenta Yolanda Díaz, luego Santos Cerdán –imposible borrar esa fotografía–, después Salvador Illa, ahora ZP, mañana Pedro Sánchez, todos en peregrinación a ver a Puigdemont, que se erige en el tótem y el destino. Sigue siendo, y conste que personalmente esto me gusta muy poco, el gran referente de la política española. Dirán lo que quieran –y se dicen muchas cosas–, pero es el árbitro que controla las jugadas. Un árbitro ciertamente anómalo, pero que acapara más de la mitad de las estrategias de comunicación que fabrican desde las asesorías de la Moncloa, que no son pocas.

Hoy, las especulaciones son de qué están hablando Puigdemont, o sea, Junts, y Zapatero, o sea, el Gobierno central en el que ZP no tiene ningún cargo orgánico, pero sí cierto peso. Se trata apenas, nos dicen viajeros frecuentes a la Moncloa, de mantener los vínculos, de aparentar que hay sintonía y diálogo donde solo hay recelos y antipatías, aunque por ambas partes convenga disimularlos. Zapatero es, digan lo que digan los que se empeñan en denigrarlo, un buen componedor. No podemos olvidar que fue el hombre que acabó con ETA, aunque esa afirmación guste más bien poco a la derecha española. Sus críticos se empeñan en atacarlo por su papel apaciguador cerca de la figura democráticamente execrable de Maduro, por sus viajes a la República Dominicana, por lo que dice y por lo que no dice.

Lo conocí bien y lo traté profesionalmente bastante durante un tiempo; incluso publiqué un libro que se tituló ‘el zapaterato’, siendo él presidente del Gobierno. A veces me desconcertaban algunas de las cosas que me decía, que revelaban un profundo desconocimiento de muchos temas básicos. Pero siempre lo consideré, quizás me equivocaba, un hombre honrado, un personaje que luchaba por el Estado aunque tantas veces no supiera bien cómo hacerlo.

Ahora es nuestro hombre en Suiza y Bélgica, es decir, en el fondo, en Waterloo. Y yo, que quisiera que la negociación entre el Estado y Puigdemont saliera bien, quiero esperar mucho de la gestión. No quiero a Puigdemont en la cárcel, pero tampoco humillando a este Estado. Quizás Zapatero, el precursor de Sánchez, lo logre, quién sabe.

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