El anuncio de la dimisión de la ministra principal de Escocia, Nicola Sturgeon, que lidera también el Partido Nacional Escocés, ha sido tema, me parece, al que los medios catalanes han estado más atentos que los españoles en general. Un error, sin duda, porque el ‘caso Sturgeon’ es revelador de no pocas anomalías y disfunciones políticas en las que casualmente sucede que incurre la política española. Por ejemplo, la ‘ley trans’, tramitada este jueves en el Congreso de los Diputados. Y, claro, el referéndum de independencia, llámese técnicamente como se quiera, que es cuestión que siempre sobrevuela sobre la política británica y, por supuesto, la española. Sturgeon resolvió su dilema personal con la dimisión tras ocho años en el poder. Por estos pagos ya se sabe que dimitir, lo que se dice dimitir, no dimite nadie y las cosas se resuelven de muy otra manera.
Hablemos, en primer lugar, de la ‘ley trans’. Que afecta al dolor de muchos y que, la verdad, no estoy seguro de que se haya regulado de manera demasiado conveniente al sentido común. El proyecto de ley en España era muy similar al que Sturgeon pretendía impulsar en Escocia y que ha sido ‘vetado’ por el Parlamento británico ante la fuerte oposición, conservadora y no solo, en una parte de la opinión pública. Sucede que en el Reino Unido aún se legisla pensando más en el individuo, en la persona sufriente, que en el colectivo votante, y de ahí que las cosas, aun con las convulsiones que contemplamos en el RU, se hagan de muy otra manera.
Y luego está lo del referéndum de autodeterminación, que Sturgeon, convencida independentista, quería repetir tras el (relativo) fracaso del primero en 2014, y atendiendo a que Escocia quisiera volver a integrarse en Europa tras el revés sufrido con el Brexit. Al sufrir otro revolcón sus pretensiones, la ‘ministra principal’ escocesa, cansada tras sus años al frente de la política, ha decidido dar un sonoro portazo, con amables palabras, eso sí.
No faltan quienes niegan cualquier paralelismo entre el referéndum escocés y el que se pretende en Cataluña. No estoy tan seguro de que no haya algunas similitudes: un referéndum, al fin y al cabo, es siempre una consulta popular, que, por supuesto, a mi juicio debe darse con todas las garantías legales a mano y con las precauciones necesarias para no causar indeseables tensiones en el cuerpo social. En el caso del Parlamento británico lo menos que se puede decir es que la hostilidad hacia esa consulta es manifiesta por parte de los dos grandes partidos. En el caso de España, y a la vista de las últimas resoluciones del Tribunal Supremo, parece impensable que un Gobierno central, esté apoyado por quien esté apoyado, vaya, de alguna manera, a impulsar un referéndum de autodeterminación sin causar una seria quiebra entre el Ejecutivo y el Judicial, que son dos pilares del Estado junto al titubeante Legislativo representado en las Cortes.
Ya he dicho algunas veces que vislumbro, a medio plazo, alguna solución intermedia, que en alguna ocasión ha sido apuntada por los negociadores entre el Govern catalán y el Gobierno central: ir hacia un nuevo Estatut y a continuación someterlo a referéndum, según el dictamen constitucional. Algo que, desde luego, no ocurrirá en esta Legislatura y cuya tramitación se aplazaría hasta, al menos, mediados de 2023, según me cuentan. Tanto Sánchez como Aragonés, que adquiere mayor protagonismo político tras la inhabilitación de Oriol Junqueras por el Tribunal Supremo español, tratan, aseguran, de que lo que resta de legislatura transcurra “en la mayor calma posible”. Al menos, en esta cuestión, que sigue protagonizando la problemática política española: lo demás, la malhadada redacción de la ‘ley del sí es sí’, la ley trans, la propia nueva regulación del aborto, es, hoy por hoy, todo un incendio ausado por pirómanos. Y, encima, en el campo minado de la batalla electoral ya en marcha. Casi nada. Comprendo la huida de Sturgeon allá; lo que no entiendo es el empecinamiento de algunos por acá en aferrarse a un poder cada día más ‘líquido’ y peor definido.