Tuve ocasión de participar, la primavera del 2017, evidentemente como invitado exótico y minoritario, en una jornada promovida por la Fundación Ortega y Gasset, en Madrid. Pude escuchar a Josep Borrell hacer referencia a la enfermedad que arrastrábamos los catalanes que queríamos ejercer el derecho en la independencia. Sentí muchos ponentes pontificar que la independencia no era posible porque la soberanía era de los españoles. No me sorprendió. En aquel periodo de delegado del Gobierno catalán a Madrid constaté que el discurso de buena parte de los políticos, empresarios, periodistas seguía la pauta plasmada por Ortega. 

Como Borrell, buena parte de aquella gente continuaban articulados sobre un nacionalismo de estado profundamente arraigado en las entrañas del Estado. Puede resultar arcaico, pero opera. Cuanto más los escuchas más te preguntas el porqué. ¿Por qué tanto nacionalismo a estas alturas, en pleno siglo XXI?

Pero si te lo miras bien Madrid también permite detectar una corrección inteligente del lenguaje. Son profundamente nacionalistas, pero no les hace falta aceptarlo. Prefieren no reconocerlo. Saben, del mismo modo que lo saben la mayor parte de los aparatos estatales europeos, que el nacionalismo no está muy bien visto. No los hace falta proclamarlo. Ya se encarga el mismo aparato estatal de producirlo, canalizarlo y aplicarlo. Lo disfrazan. La palabra que más utilizan los nacionalistas españoles es libertad y democracia. Recuerden la presidenta de la comunidad autónoma: «Madrid es libertad, los catalanes vienen a Madrid para sentirse libres».

Los líderes estatales hablan de libertad y de democracia, pero despliegan un españolismo profundamente excluyente y están en contra de cualquier referéndum porque ya se sabe que los carga el diablo. Evidentemente, los derechos de las naciones reconocidos por Naciones Unidas les importan poco. La soberanía es suya, la Constitución la interpretan ellos, las rentas fiscales son suyas. En realidad, dicen sin pudor, suya es la potestad de saber lo que nos conviene, porque justamente ellos son una categoría de hombres y mujeres imprescindible: los hombres de estado. 

Da igual que ya no sean presidentes, da igual que nadie los haya elegido desde hace décadas, no importa que sean empresarios, promotores mediáticos, juristas o intelectuales. Son hombres de estado. Ellos, en pleno siglo XXI, son los propietarios de la nación de los catalanes y poseen la soberanía. Ellos modulan nuestra enfermiza voluntad particularista y son la autoridad que nos niega derechos y voluntades. Son ellos quienes velan para hacer de España una nación única, hispanizada, obligada e imperativa

Somos muchos los catalanes que lo sabemos y lo palpamos cotidianamente, pero quizás no hemos detectado del todo que el enigma no es exactamente el nacionalismo. El enigma que explica la brutal gallardía del nacionalismo españolista sobre Cataluña tiene su origen en un aspecto más concreto y más enmascarado.  

El relato españolista sobre España es una fantasía, pero enmascara objetivos muy terrenales de mal aceptar. Las élites españolistas, hombres y mujeres de estado, no pueden aceptar las ganancias no declaradas, el poder y el beneficio que los aporta el control de la soberanía catalana, o sea de la fiscalidad catalana. 

En Madrid los hombres y las mujeres de estado se declaran sin pudor. En la primavera del 2017, me pasaba gran parte de las jornadas tratando de combatir el relato españolista y unitarista. Entre otros muchos había tenido ocasión de dialogar varias veces con don Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, uno de los llamados padres de la Constitución española y prohombre histórico del conservadurismo liberal español. Era del PP, pero al menos conmigo le gustaba acentuar su independencia de criterio sobre qué pasaba en Cataluña. Se mostraba siempre inteligente y dialogante y a menudo hacía notar que su pensamiento estaba por encima de cualquier otra consideración al servicio del Estado.  

El tira y afloja con Miguel Herrero

Herrero era miembro del Consejo de Estado. Le pedí que me enseñara la institución por dentro. Era una manera de hacerme una idea más caudal de cómo producían ideología. Me hizo entrar por las alfombradas escaleras de honor, me explicó qué representan los tapices que adornan los corredores, me mostró su despacho y su biblioteca. Me presentó a su secretaría y me invitó a un café. No hay que decir que me explicó los agravios que tenían los consejeros por la escasa consideración que recibían ellos, la institución, sus resoluciones y el presupuesto de que disponían. 

En un momento de la conversación, con tono cordial e inocente, le planteé la pregunta que en realidad me había llevado: viendo lo que estaba sucediendo en Cataluña, quería saber si el Consejo de Estado pensaba hacer algo, aunque solo fuera una demanda de diálogo con Cataluña para buscar una salida democrática al pleito catalán. 

Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, en un coloquio al Ateneo de Madrid, el 18 de febrero del 2022 / Carlos Luján / Europa Press
Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, en un coloquio al Ateneo de Madrid, el 18 de febrero del 2022 / Carlos Luján / Europa Press

Su respuesta fue clara: «Mira delegado, el Consejo no se creó para pedir diálogo, y menos todavía para estimular cambios, y menos los que propone Cataluña; justamente se creó para impedir que nada cambie. El Consejo no concibe que Cataluña pueda decidir por su cuenta; España perdería demasiado, sin Cataluña España no es concebible«. 

Que España no era concebible sin Cataluña lo había escuchado muchas veces y mi respuesta fue rápida: «Hombre, Miguel, en realidad sabes que España es perfectamente concebible sin Cataluña, como lo es Cataluña fuera de España; lo que a muchos catalanes nos resulta menos concebible es que el Estado español sea tan poco respetuoso con Cataluña. Sabes que la ineficiencia del Estado en Cataluña es mayúscula, y sabes que sigue recentralizando. En fin, sabes que cada día representa peor a los intereses de los catalanes«. 

«Mira delegado», insistió, «el Consejo está para evitar que nada cambie. A España nunca le han ido las cosas tan bien como ahora, a pesar de los independentistas catalanes. No es hora de cambiar nada y nada cambiará«.  

«No estoy seguro de que a España en general» –dije yo– «le vayan bien las cosas, más bien os van bien a quienes administráis el Estado, especialmente a quienes vivís en este ministerio de ministerios que se llama Madrid. Es obvio que a los catalanes el Estado no nos sirve con tanta eficiencia y consideración. Es obvio que a los catalanes no nos va bien. El independentismo existe porque el Estado no respeta el autogobierno«.  

Él todavía respondió: «Mira delegado, si le va bien a Madrid, le va bien a España, y si les va bien a los españoles les va bien a los catalanes. Sois parte de España, y eso ningún Consejo de Estado lo va a cambiar. Y punto«. Era la opinión de un hombre de estado.  

La reunión con Felipe González, la más antipática

Dos o tres meses más tarde, tuve un encuentro con Felipe González. Posiblemente, unos de los encuentros más antipáticos que tuve como delegado. Nos reunieron en el rincón del hall de un hotel, cerca de su fundación. Después del saludo enseguida mostró su paternal preocupación por el que estaba sucediendo en Cataluña. Así que vi la oportunidad le planteé la pregunta que me había llevado a hablar: ¿qué haréis ante el referéndum? 

«Yo no haré nada que no sea haceros acatar la ley. Soy un hombre de estado y nunca estaré del lado de los que planteen una secesión».  

Insistí: «Pero, además de un hombre de estado, eres un demócrata, yo te voté en su tiempo por socialista y por demócrata. Por aquel entonces, tu también defendías que los conflictos políticos, en democracia, se resolvían utilizando herramientas democráticas, el referéndum lo es. ¿Que ha cambiado?«. 

«No habrá consulta, Ferran, no sé si algunos catalanes saldrían ganando, pero sí estoy seguro de que todos los españoles, catalanes incluidos, perderían«. 

«¿Pero entonces cómo se resuelve?»

«Depende de vosotros, pero nadie se irá de España. Las instituciones del Estado están para impedirlo». 

«¿Pero entonces? ¿Si un estado no responde a los anhelos de un grupo considerable de ciudadanos, si la ciudadanía no se siente representada por él, como se justifica que no se tenga derecho a dejarlo democráticamente?». 

«Cambiad lo que queráis o podáis, pero el referéndum no lo haréis, para eso está el Estado, y antes que nada soy un hombre de estado». 

En este punto la conversación era crispada. Y la persona que nos había concertado el encuentro estaba visiblemente incómoda. Le repetí que nunca podía haber imaginado que un día como aquel acabaría escuchándole decir que ser un hombre de estado implicaba renunciar a los principios básicos de la democracia

La conversación acabó mal. Los dos malhumorados y yo profundamente decepcionado y preocupado. Pensé que, a aquel hombre, el socialismo y la democracia se le habían extraviado en las sillas de los consejos de administración que el Estado le había puesto a disposición. ¿Qué podía importarle a un expresidente español los anhelos de los catalanes? Él, como los acampados dentro del Estado, vivían cómodamente instalados en el entramado de poder. Por Madrid fluían los déficits de fiscalidad de los catalanes. 

He cogido estas dos conversaciones de las muchas que podría reproducir. No fueron muy diferentes del que me argumentaron Margarita Robles o Manuela Carmela, entonces alcaldesa de Madrid.

Tradiciones políticas españolas diferentes coinciden cuando hablan de Cataluña 

Este es el drama de España. Miguel Herrero y Felipe González pertenecen a tradiciones políticas diferentes, pero coinciden en lo que quieren de Cataluña: que continúe estando a disposición, suministrando rentas fiscales, soportando sin protestar un aparato estatal que concentra la riqueza en la gran capital global de la españolidad, como los gusta decir. 

Pedro Sánchez, en la campaña para las elecciones de este 23 de julio, ha dicho que nunca habrá un referéndum en Cataluña. Que era cosa pasada, ha asegurado Yolanda Díaz. Y Núñez Feijóo ha afirmado que en el supuesto de que gane, penalizará la organización de cualquier referéndum. Todos ellos, y no hay que decir los líderes de Vox, se han hecho al amparo del nacionalismo del Estado español. 

Son miembros de la élite que ha monopolizado las instituciones del Estado, que ha hecho de Madrid una isla indiferente a todo el que lo rodea, excepto a la recaudación fiscal. Madrid es lo nodus de la red, no tiene inconveniente de vaciar su entorno, tampoco de colonizar las periferias productoras de riqueza. Todo en beneficio de la red de intereses personales, familiares y grupales que lideran con puño de hierro los hombres de estado. Volveremos más adelante.  

Ellos son los responsables de que España haya sido desde siempre un estado que haya incomodado a los catalanes y del cual hayan querido salir tantas veces. Son los responsables de que el Estado se haya desplegado excluyente, opuesto a la pluralidad nacional, autoritario.

España, secuestrada por un aparato estatal y una élite    

Los hombres de estado españoles, al menos los más inteligentes, saben que sus objetivos son insostenibles. Saben que sin enmascararlos no podrían mantenerse al frente de su productivo condominio. Saben que niegan el método democrático para resolver el conflicto político. Saben que su apropiación de las instituciones del Estado ha hecho de España un enigma del cual gran parte de los catalanes quieren irse. 

El problema de España es su Estado y la élite que lo ha secuestrado, que lo ha convertido en un instrumento cerrado, jerárquico, excluyente, centralista y autoritario. Del cual emana una idea heroica de España, del cual se benefician y dónde rechazan cambiar nada que perjudique su posición de dominio y privilegio.

El problema de los catalanes es que el Estado español es un muy mal estado que malogra, que dificulta, el afán de democracia, de justicia, de prosperidad y de bienestar de los catalanes. Ha escrito el historiador Borja de Riquer que a finales del siglo XIX «Cataluña era, con diferencia, el país más dinámico de España, en el terreno económico y en el social, y además predominaba la sensación paradójica de no tener influencia política en los gobiernos españoles». Lo mismo podemos decir del siglo XX: uno de los países más dinámicos de Europa nunca consiguió tener influencia política en el Estado. ¿Y qué podemos decir del siglo XXI? La paradoja se ha multiplicado. El Estado es aparentemente democrático, pero la influencia política de los catalanes no ha parado de menguar desde el 1978. Si las cosas no cambian, si la sociedad catalana no se espabila, es posible que Cataluña quede situada en una subordinación sin remedio al dinamismo económico, social y cultural del grande Madrid, que es el principal objetivo de las instituciones del Estado. 

Decía, el querido y sabio Jorge Wagensberg que las mentiras se construyen y que las verdades se descubren. Nos hace falta descubrir y socializar esta verdad. El Estado ha convertido España en un rompecabezas que los permite hacer y deshacer a su gusto. 

¿Qué opciones tiene Cataluña?

Solo entendiendo el Estado que tenemos podremos desplegar la política de contra-estado que necesitamos. Solo haciendo una política de contra-estado eficiente, democrática, limpia y clara podremos obtener victorias. Y podremos convencer a Europa que no se tiene que preocupar de los catalanes, sino del Estado español.  

No quiero exagerar, pero tengo claro que si la catalanidad quiere sobrevivir solo tiene dos opciones. Una la hemos intentado mil veces y nunca ha salido bien, arreglar un estado que, numantino como siempre, no se deja arreglar. La otra es salir, pero hay que asumir que con una política ingenua, confusa y desunida no se hace una política de contra-estado victoriosa. 

Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón; el abogado y político catalán, y 'padre' de la Constitución, Miquel Roca y el expresidente del gobierno español, Felipe González, en un coloquio al Ateneo de Madrid / Carlos Luján / Europa Press
Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón; el abogado y político catalán, y ‘padre’ de la Constitución, Miquel Roca y el expresidente del gobierno español, Felipe González, en un coloquio al Ateneo de Madrid / Carlos Luján / Europa Press

En todo caso, una política de contra-estado siempre, por definición, tiene que religarse a una idea democrática, clara, afinada, coherente, centrada y realista del cual podría ser Cataluña. Exige que la sociedad catalana tenga clara una idea de estado creíble, alternativo, servidor, moderno y avanzado, social y emprendedor, al servicio de una nación diversa, pero más democrática, justa, próspera y acomodada, en una estrategia mundial guiada por los grandes objetivos de la Agenda 2030 a favor de un desarrollo sostenible y también del que tendría que ser una agenda 2050 de reforzamiento democrático. 

Las verdades, pues, se tienen que descubrir, pero más aún cuando el Estado hace lo posible para falsearlas. Un estado del siglo XXI, no puede justificarse solo por la coerción, por principio tiene la obligación de servir la nación, de respetar los derechos democráticos, de dejar circular la verdad diversa. Obviamente, tiene la obligación de dejar hacer un referéndum a los catalanes. 

Empezamos, pues, por el principio, que suele ser la mejor manera de empezar. El problema es el Estado, el problema de los catalanes no es una España abstracta, ni siquiera una sociedad española impregnada de nacionalismo, es un Estado ocupado por una élite y sus entornos que viven incrustados y lo han convertido en su finca particular, de quienes viven incrustados o acampados, como señaló el mismo Manuel Azaña hace muchos años. Volveremos más adelante. 

Nuevo comentario

Comparte

Icona de pantalla completa