Los movimientos sísmicos que políticamente ha sufrido este país en los últimos años lo han dejado en un estado que ahora mismo nadie lo reconocería si no vive aquí. A estas alturas nadie cuestiona que el proceso de independencia se ha terminado y que el eje nacional ha dejado de dominar el debate político. Además, las turbulencias internacionales han impactado de lleno en nuestro hogar de tal manera que ya saca más gente a la calle la causa palestina que la catalana.
La descomposición política de las democracias occidentales es muy profunda. En realidad comenzó hace tiempo y avanza a ritmos diferentes. Pero en Cataluña habíamos quedado un poco al margen por la revolución democrática que pretendía la separación de España. El abandono (más o menos explícito) de este proyecto por toda la clase política autonómica ha supuesto una implosión de proporciones desconocidas. Se ha roto el último muro de contención que sostenía un sistema carcomido y que amenazaba ruina desde hace tiempo.
La quiebra del sistema en Cataluña se ha producido a un ritmo vertiginoso, y aún no se han manifestado todas sus consecuencias. Al descrédito de la clase política le acompaña el descrédito de los medios de comunicación, de los intelectuales y de agentes sociales y cívicos. Ahora mismo la mayoría de las instituciones políticas, sociales o económicas solo se sostienen por el temor que genera su colapso total sin ninguna alternativa evidente.
Es ya una idea generalmente aceptada que en el centro de este colapso, como causa y como consecuencia al mismo tiempo, está la crisis del estado del bienestar. Que en nuestro caso se percibe especialmente porque con el expolio fiscal que sufrimos no lo hemos tenido nunca completo. Mientras la presión fiscal sobre las rentas bajas y medias no deja de aumentar como consecuencia de la espiral inflacionaria, las coberturas del estado del bienestar han dejado de impedir el empobrecimiento de la clase media.
La incertidumbre es la gran protagonista de nuestra época. Y es la auténtica trituradora de vidas de las generaciones jóvenes y ya no tan jóvenes. Aquellos que no habían alcanzado una estabilidad vital antes de la pandemia lo tienen cada vez más difícil. Cuando ya no sabían si podrían encontrar un trabajo estable ni una casa asequible, llegan nuevos factores de incertidumbre como la revolución de la robótica y la IA. A la generación que no sabe si cobrará una pensión después de trabajar toda la vida, le sigue la generación que no sabe en qué consistirá trabajar el resto de su vida laboral.
Frente a este panorama tan inquietante, tenemos una crisis que es a la vez social y nacional: la crisis de la clase media. Cataluña, seguramente por ser una nación sin estado desde hace siglos, se ha concebido a sí misma como un país esencialmente de clases medias y populares. Porque las clases altas han estado la mayor parte del tiempo vinculadas a la opresión española, y porque una parte relevante de la clase trabajadora tiene sus orígenes fuera del país.
El colapso del estado del bienestar y la crisis de la clase media son un mismo fenómeno, como decía. Un estado del bienestar que, a todo esto, la clase media sigue manteniendo con sus impuestos. Mientras tanto, las grandes corporaciones y los milmillonarios son los que más se enriquecen y los que menos pagan. Un cóctel explosivo, que como era de prever, está explotando.
Así las cosas, a la clase media solo se le ofrecen dos opciones: o reinventar el estado del bienestar para que se vuelva a sentir como propio y no como una carga que la empobrece, o dejar de pagarlo si solo se han de beneficiar otros colectivos. Evidentemente, no hace falta ser muy listo para ver que la ola xenófoba que recorre el mundo occidental no tiene solo que ver con una cuestión de valores y derechos. Tiene que ver también, muy principalmente, con las cuestiones materiales.
Soy de la opinión de que una nación de clases medias como la nuestra no puede permitirse la segunda de las opciones. Sin estado del bienestar no solo tendríamos que renunciar a la democracia (el nivel actual de desigualdades ya la está amenazando seriamente), sino que en nuestro caso también estaríamos renunciando a ser una nación viable capaz de integrar y cohesionar la sociedad. Así pues, la Alianza que necesitamos para nuestra supervivencia como nación es la que haga viable la democracia y un estado del bienestar que funcione para la mayoría social. En otras palabras, necesitamos renovar la confluencia de intereses entre las clases populares y las clases medias y, sobre todo, hacer que los millonarios paguen su parte. El país se salvará en esta trinchera o no se salvará.