Rafa Lahuerta (Valencia, 1971) es un fenómeno. Se formó de pequeño entre los sacos del horno de pan familiar y ahora trabaja en una papelería de la ciudad que lo vio nacer. Ciudad cambiante, que ya no reconoce porque desde los años setenta hasta ahora el tejido urbano de su barrio -los alrededores del Micalet- se ha deshecho y no se ha rehecho. Vivían en Sant Vicent adentro -en el centro de Valencia- hasta los años sesenta más de doscientas mil personas. Ahora son poco más de veinte mil. Lahuerta se crió entre edificios que ardían en la noche porque los propietarios no sabían qué hacer con ellos, solares arrasados y tribus suburbanas devastadas por la droga. Pero aquello todavía era Valencia. Ahora Valencia ya no es magnética y Rafa Lahuerta se ha exiliado en los recuerdos. Siguiendo esos hilos, escribió una primera gran novela, La balada del bar Torino, que pasó desapercibida. La segunda, Noruega, reformulada pero en la misma línea, fue un éxito. Ha vendido 17,000 ejemplares en catalán -en un valenciano urbano perdido y delicioso- y 5,000 en castellano. “¡Casi nada lleva el diario!”, diría un autóctono valenciano. Y a pesar del éxito, el autor se diluye entre el pasado y la propia humildad. Lahuerta acaba de publicar la tercera entrega de un paisaje personal inagotable: La promesa dels divendres. La camioneta que llevaba los primeros miles de ejemplares giró a tiempo y evitó su destrucción, porque el almacén de la distribuidora también quedó inundado y embarrado el día del gran drama, la DANA.

¿Qué ha sentido una persona como usted -que ama con un profundo dolor la ciudad y el país- estos días?

Una tristeza muy grande. Una sensación de choque brutal. Conozco mucho estas comarcas. Vive gente que quiero. La sensación personal ha sido de una cierta devastación.

Los ejemplares de su tercera novela se han salvado de milagro…

Sí, pero preferiría no hablar de ello, porque incluso me da vergüenza hacerlo. Ha sido una casualidad. Cuando hay tanta gente que sufre de verdad, estas anécdotas no tienen ninguna importancia. No. Mejor lo dejamos pasar. Hemos tenido suerte y punto.

Usted es un animal urbano, abocado a la ciudad. ¿Esta catástrofe lo ha llevado a la riada del 57?

Yo nací en 1971. Para mí, la riada del 57 era una leyenda siempre presente. Una leyenda impactante. Recuerdo de muy niño ir al gremio de panaderos, que estaba en la calle del Gobernador Vell, al lado del barrio de la Xerea, al río, y allí había una pequeña baldosa donde se podía leer: “Hasta aquí llegó el agua”. Yo tenía cinco o seis años y aquello me impactaba mucho. Es verdad que fue un episodio que, por lo que sea, siempre me ha generado interés. Las riadas, el río… Tengo una vinculación onírica especial porque cada dos por tres sueño con el río, con el Turia, que es navegable. En la novela que acaba de salir ahora esta imagen es bastante recurrente. El Turia navegable… No deja de ser algo curioso. Sí, siempre me ha impactado mucho nuestra vinculación fluvial. Nuestra ciudad ha olvidado que es fluvial. El río siempre está ahí, como fuente de todo.

Estos días hemos oído hablar mucho del concepto “inundable”. Zonas inundables. Valencia, l’Horta, la Ribera, todo es una gran zona inundable.

Claro. Todo viene del agua. La riqueza y la destrucción. Somos un pantano. Esto es un delta. Realmente, somos el Misisipi. Como hemos olvidado quiénes somos, de dónde venimos, parece que estas cosas ya no tienen que pasar. Pero continúan pasando, porque el agua siempre encuentra la manera de volver, de hacerse visible.

Habla de olvido. Ahora que el concepto “memoria histórica” va y viene, los valencianos ¿no tenemos? ¿Hemos perdido nuestra memoria?

[Ríe] Es evidente que no tenemos. La memoria que tenemos, el relato de nuestra memoria, lo han escrito otros. Nosotros lo hemos comprado. Algunos con alegría, otros desde la ignorancia, otros por imposición, otros que ni se lo plantean… Nosotros no hemos escrito nuestra historia. Nos la han escrito siempre.

Los que la hacen ahora, ¿cómo han gestionado esta catástrofe? ¿Qué opina de la actuación del gobierno de la Generalitat?

La negligencia es evidente desde el primer minuto. Ha sido notoria. Las alertas llegaron tarde, la sensación que transmitieron de que aquello no era tan grave como después se vio… Esto ha marcado un antes y un después. Espero que ahora los protocolos cambiarán. Las alertas deben llegar a tiempo y la gente debe ser consciente de que tienen un sentido. Tengo la sensación de que mucha gente de aquí no pensaba que esto podría pasar. Ha pasado y ahora los protocolos deberán cambiar.

El otro día su editor, Vicent Baydal, explicaba que los valencianos de regadío son despreocupados, festivos, que el tópico no engaña…

No sabría decirte si estos tópicos responden a la realidad. Lo que sí tengo claro es que somos un pueblo sin élites políticas. Y eso sí que lo pagamos caro. Aquí hay una cierta alergia a la inteligencia. Una cierta alergia a la autoridad moral e intelectual. Nunca nos creemos a la gente que tiene cosas que decir, y eso lo acabamos pagando, porque ahora nos encontramos que no tenemos políticos. Somos un país sin política, de alguna manera.

Eso lo decía Joan Fuster en los años setenta: un país sin política.

Estoy totalmente de acuerdo. Es del todo así.

¿Qué responsabilidad se les debería pedir a Carlos Mazón y su gobierno?

Tienen su responsabilidad, claro, pero yo siempre digo una cosa: los políticos salen de la sociedad. La gente dispara mucho contra los políticos y olvida que los políticos forman parte de la sociedad, que de ahí salen. Es un problema de todos. No podemos caer en el doble error de hacer demagogia contra la política y defender la antipolítica, porque necesitamos la política. Lo que pasa es que necesitamos buenos políticos. Y no los tenemos. Pero no tenemos buenos políticos seguramente porque tampoco tenemos buenas élites culturales ni mediáticas. Hay una cierta alergia al pensamiento crítico, a la mirada crítica. Todo esto al final nos pasa factura.

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«Se ha futbolizado la sociedad de una manera peligrosísima»

¿Y eso cómo se arregla?

¿Cómo se arregla? Desde la buena educación, fundamentalmente. Pero como la buena educación ya es una quimera [ríe], porque cada vez es más difícil, cada vez hay más ruido, cada vez hay más interferencias, cada vez todo tiene que ser más rápido, cada vez hay menos paciencia, todo es necesidad imperiosa de consumir, de decir lo tuyo, de imponer… Esto ya es todo fútbol. Se ha futbolizado la sociedad de una manera peligrosísima. Es difícil. La discreción, la prudencia, hacer bien el trabajo… Todo eso cada vez es más complicado. Porque todo eso es aburrido y, como no queremos cosas aburridas, pasa lo que pasa.

¿Por qué la derecha valenciana -concretamente, el PP- es tan bestia?

Porque les va bien así, hombre. No sé… No necesitan nada más. Ya les va bien siendo como son.

Si la gente no es exigente…

No lo es, no. Creo que no. No somos exigentes, es evidente. Pero no lo somos porque no nos han educado para serlo. Tenemos una inercia social que nos hace vivir de una manera… Funcionamos sin pensar mucho ni tener una visión crítica de las cosas. Y cuando pasa una cosa como esta se ven todas las carencias. Y encima, aún peor, cuando se hacen evidentes las carencias surge una demagogia que tenemos que comprar como solución. Y eso es dar la razón al verdugo. Eso, como decía mi padre, es la repanotxa!

Si se quiere resolver algo, la sensación es que quien quiera arreglarlo tiene mucho mucho trabajo que hacer…

¡Ah! ¡Y tanto! Hay tanto trabajo que hacer, que a veces lo que te apetece es buscar un refugio y esconderte. [Ríe] ¡Y que nadie se acuerde de ti!

Para echar a correr. Quisiera hablar también de la Valencia actual. Se parece a la de los años setenta como un huevo a una castaña…

Es que yo ya estoy fuera de la realidad. Soy una persona amortizada. La veo desde una gran distancia. Tengo una mirada periférica. A veces me siento un parásito, porque de alguna manera me aprovecho. Tengo agua, tengo luz, tengo un buen pasar, soy una persona privilegiada en ese sentido. No sé qué decirte. Mi mundo es un mundo desaparecido. Y por eso hago novelas, porque estoy fuera del presente.

Todo esto es un poco inquietante, deprimente…

Soy realista. También es cierto que no tengo mucha fe en el futuro. También es cierto que, como no tengo hijos ni soy una persona ambiciosa, porque solo aspiro a tener un buen pasar y a vivir de una manera tranquila y moderada… No tengo grandes aspiraciones en ese sentido ni me hago grandes expectativas. Intento no hacer daño a nadie, no herir, y si puedo ayudar a alguien en el día a día, hacerlo. ¿Expectativas y optimismo? No tengo, no.

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