Pocas horas después de que se supiera el día 20 de diciembre de 1973 –el próximo miércoles se cumplirán 50 años– que, en Madrid, había volado por los aires el coche del almirante Luis Carrero Blanco, presidente desde hacía medio año del gobierno español a las órdenes del Generalísimo Franco, y que habían muerto todos los que iban en él, todo el mundo era consciente de que había sido un atentado. A pesar de que durante unas horas la versión oficial todavía hablaba de una azarosa explosión de gas. De aquellos momentos, de aquel día, tengo dos recuerdos personales, sin duda menores, pero que me parecen bastante significativos. Uno es que aquella mañana mi abuela nos envió a la tienda a comprar azúcar, arroz y harina. Eran las cosas que habían echado más de menos cuarenta años atrás en el tiempo de la Guerra y ahora convenía tener la despensa llena, por si acaso. El otro fue por la tarde, cuando a la vecina –yo ya hacía de aprendiz de periodista, a punto de hacer 17 años– nos explicó una frase que corría por Madrid y que no llegaba ni a la categoría de chiste. Decían que cuando había entrado alguien a decirle a Franco que habían atentado contra Carrero, su más próximo y fiel colaborador, él había contestado, sin inmutarse: “¿Ya son las diez? Cómo pasa el tiempo…”.

Si explico estos dos recuerdos, menores, es, en primer lugar, porque son ciertos y no construidos a posteriori, como tantos hipotéticos recuerdos de aquella época. Pero también porque en su pequeñez me parecen significativos de unos estados de ánimo. Mi abuela intuyó desde un primer momento que aquello no era un atentado como cualquier otro, sino que era de otra magnitud, y que podía tener otras consecuencias. De una generación que sabía de la capacidad que tienen los magnicidios de hacer de detonantes en situaciones extremas –el crimen de Sarajevo, el asesinato de Calvo Sotelo- veía en la muerte de Carrero un potencial desestabilizador suficiente grande para temer que desembocara en una nueva guerra civil. Es decir, en la caída violenta del régimen.

Luis Carrero Blanco jurando su cargo como presidente del gobierno español ante el dictador Francisco Franco, jefe del Estado / CC0, vía Wikimedia Commons
Luis Carrero Blanco jurando su cargo como presidente del gobierno español, el 9 de junio de 1973, meses antes del atentado en el que murió, ante el dictador Francisco Franco, jefe del Estado / Wikimedia Commons

Pero, en el otro extremo, el hecho que circulase en varias versiones –obviamente inventadas– que Franco había acogido la noticia de una manera impasible alimentaba la idea de que el atentado no había sido solo lo que parecía y que en aquellos momentos el almirante Carrero era visto como un estorbo por parte de los suyos, de los que se suponía que estaban en el mismo bando. Esto después desembocó en múltiples lecturas conspirativas. ¿Quién había matado a Carrero?

En todo caso, aquella muerte no fue vista como una tragedia política por parte de algunos de sus aliados, dentro y fuera de España. Ya desde entonces y durante muchos años circuló una frase puesta en boca de algunos franquistas conspicuos o de algunos aliados exteriores: “ETA nos ha hecho un favor”. Y solo faltaba la foto que se habían hecho el día antes, en Madrid, Carrero Blanco y el secretario de estado americano, el todopoderoso y maquiavélico Henry Kissinger, para alimentar esta idea. Tanto si habían ayudado, por acción u omisión, en el atentado de ETA, como si no lo habían hecho, para algunas personas del régimen, de su entorno económico y político y de sus aliados exteriores, la desaparición de Carrero Blanco significaba la eliminación de un estorbo.

Un integrista religioso

¿Tan importante era Carrero como para que mi abuela nos enviara a comprar azúcar, por miedo a una guerra, y para que circulara la idea de que para muchos sectores amigos del régimen, de dentro y fuera, el atentado no había sido precisamente una tragedia? Pues sí. Es cierto que Carrero Blanco era una personalidad intelectualmente gris (siendo generosos) y que sus ideas y visiones del mundo se prestan más a ser caricaturizadas que a ser tomadas en serio hasta rebatirlas. Pero había estado siempre junto a Franco. Y su nombramiento como presidente del gobierno parecía una jugada para garantizar la continuidad en el poder del franquismo más extremadamente reaccionario incluso después del hecho biológico, la muerte de Franco, que en un momento otro se debería que acabar produciendo.

Carrero era la garantía de la continuidad de la versión dura del franquismo. De su mantenimiento sin renuncias, ni las más mínimas. Desde el integrismo religioso, desde el resentimiento personal –su vida privada se supone que alimentaba este resentimiento–, desde el rechazo ideológico al liberalismo, a la democracia, al socialismo y al marxismo, más ultraconservador a la antigua que falangista, Carrero era el guardián de las esencias, situado en el lugar donde las podría guardar. Profundamente antisemita, fue quien popularizó la conjura judeo-masónica como descripción del enemigo, el que hizo que España no reconociera al Estado de Israel cuando la mayor parte del mundo ya lo había reconocido, en nombre también de la tradicional amistad franquista con los países árabes.

Luis Carrero Blanco el 1967 / EFE / Wikimedia Commons
Luis Carrero Blanco en 1967 / EFE / Wikimedia Commons

Para él el catalanismo, sinónimo de separatismo, formaba parte de los planes de los Protocolos de los Sabios de Sión para destruir España, baluarte de la cristiandad y unida por siempre jamás gracias precisamente a los Reyes Católicos, que expulsaron, por otro lado, a los judíos. No es caricatura. Pensaba esto, lo decía y lo escribía, a menudo bajo el pseudónimo de Juan de la Cosa. Los libros están. Comentarios de un español. Las modernas torres de Babel. Y dice estas cosas y otras más delirantes.

Visto desde ahora, este almirante Carrero con fama de austero, de misa diaria, enemigo de la masonería, el judaísmo, la Unión Soviética y la Ilustración occidental, nos parece un personaje extraterrestre, ridículo, caricaturesco, un verdadero friqui. Pero era un friqui con mucho de poder. Presidente del gobierno español. Y con una misión: que estos fueran los principios vigentes también a la muerte de Franco. La combinación de todo era explosiva, si se me permite la media broma.

Por un lado, todo el mundo veía que Franco no podía durar mucho más, y algunos temían que con su muerte se pudiera literalmente girar la tortilla. Los chistes del momento hablaban de la milagrosa longevidad del caudillo. Explicaban, como chiste, que se enfadó cuando le regalaron una cría de tortuga, el animal a quien se atribuye más esperanza de vida. “Es una pena –decía el chiste que dijo Franco-, porque cuando se te mueren tienes un disgusto...”. Hablar de esto, hacer chistes, ya era una manera de subrayar que se estaba muy cerca de un momento histórico, la muerte de Franco, y a saber qué pasaría.

Un estorbo estratégico y estético

La oposición democrática, con un peso muy grande de los comunistas, del PCE, del PSUC, de las Comisiones Obreras, había ido tomando fuerza, sobre todo en Cataluña y en algunos lugares de la España urbana. En Euskadi, ETA actuaba con un considerable apoyo popular. Pero es que incluso sectores muy importantes del régimen veían como un peligro la opción que representaba Carrero Blanco: si el régimen se atrinchera, como un dique, puede ser que la presión del agua lo haga saltar todo por los aires y vayamos a una situación de caos revolucionario. Mientras que si se abre un poco el grifo, la presión bajará y se podrá mantener después de Franco lo esencial del franquismo, cediendo en lo que no es central. Una versión de la supuesta máxima lampedusiana –que Lampedusa nunca expresa exactamente así en El Gatopardo– que aconseja cambiar algo para conseguir que nada cambie. Para ellos, Carrero era un estorbo.

Pero no era solo un estorbo estratégico. Era también un estorbo estético. Sabiendo ya que la economía española necesitaba imperiosamente integrarse al Mercado Común europeo, y que esto no sería posible sin algunos cambios políticos, aunque fueran solo aparentes, estos sectores no creían en todas estas teorías extrañas de Carrero Blanco. Los daba más bien vergüenza estética, como la parafernalia falangista que recordaba al fascismo italiano. Preferían la camisa blanca y la corbata que la camisa azul o el uniforme militar. El golpe de estado del 36, en otra coyuntura internacional, les había ido bien. Pero el régimen necesitaba ya entonces un cambio de imagen, una modernización estética, más Fraga –entonces embajador en Londres– que Carrero. Por supervivencia y por prudencia. La vía Carrero era una vía de riesgo.

Un cambio de coyuntura

Esto pasaba adentro del franquismo. La presidencia de Carrero eternizaba la línea dura, la línea menos dura –estrictamente en términos comparativos- había sido descabalgada del gobierno, y encima la oposición iba tomando fuerza, a pesar de que relativa: el régimen controlaba el ejército, la judicatura y todos los resortes del poder. Pero la coyuntura exterior estaba cambiando. Los Estados Unidos, el mundo de la OTAN, habían comprado los servicios anticomunistas del franquismo en plena Guerra Fría, perdonándole las relaciones iniciales con el nazismo y el fascismo. Pero precisamente en la lógica de la Guerra Fría, estos sectores internacionales veían el riesgo de que una continuidad radicalizada de las dictaduras militares ultraconservadoras –aquello que representaba Carrero– podía acabar provocando un desbordamiento por la izquierda.

Carrero muere en diciembre de 1973. El abril de 1974 hay la revolución de los claveles en Portugal (hija en buena parte del malestar civil y militar por las guerras coloniales), que parece en un primer momento un ejemplo de este desbordamiento revolucionario y que más adelante se acaba resituando en parámetros homologables en la Europa occidental, gracias en buena parte a una figura tan importante como la de Mario Soares. En julio de 1974 cae la dictadura de los coroneles en Grecia, inaguantable después de episodios de fuerte represión y de crisis política y social. En solo medio año pasan tres cosas que van en la misma dirección. Caen dos dictaduras en el sur de Europa: Grecia y Portugal. En España la dictadura no cae, pero desaparece violentamente la figura que garantía su continuidad radical.

Teorías de la conspiración

Esta suma de intereses, esta evidencia de que Carrero era un estorbo para mucha gente entre los que se suponía que eran los suyos –dentro y fuera de España– ha alimentado las teorías de la conspiración en torno a su muerte. Cómo decía, solo faltaba que el día antes se viera con Kissinger y que todo hiciera pensar que la entrevista no había ido bien. Algunos explican que Carrero reiteró ante Kissinger las disidencias de un integrista católico enemigo de la democracia respecto a las estrategias de la política exterior del bloque occidental, Estados Unidos y Europa. Por ejemplo, aquel día, dos meses después de la guerra del Yom Kippur, le habría reiterado que el franquismo nunca reconocería un estado judío. El día siguiente hubo el atentado.

Obviamente, un atentado no se prepara en 24 horas. Ni ETA ni nadie. El comando de ETA hacía muchos días que hacía los preparativos. Que el atentado lo cometió ETA queda fuera de todo duda. ¿Tenía apoyos, complicidades, información, algún visto bueno? No creo que lo sepamos nunca a ciencia cierta. Y estas cosas se tienen que poder demostrar. Pero a veces no hacen falta muchas conspiraciones para que pase aquello que está en la lógica de los tiempos. Y si Carrero era un estorbo, en la nueva lógica de los tiempos, quizás no hacían falta muchas conspiraciones para que el estorbo desapareciera.

Una muerte del régimen que permitió la Transición que querían los reformistas del franquismo

En cualquier caso, de Carrero Blanco no queda ninguna memoria políticamente operativa. En la muerte de Franco, la Transición no se hizo en el terreno de juego que representaba Carrero, sino en el que querían los reformistas del franquismo –quizás lo máximo que en aquellos momentos podía forzar una oposición democrática limitada-, es decir, conservar el máximo de cosas posibles del franquismo, incluido su personal político, al precio de renunciar a algunas otras. La vía de la bunquerización del franquismo todavía tuvo defensores importantes –todos los Girón de la época- pero había perdido la pieza clave, que era Carrero.

Placa en recuerdo Carrero Blanco al lugar donde sufrió el atentado en que murió. / J.L. de Diego / Wikimedia Commons
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Si me permiten acabar, como he empezado, con un recuerdo personal, hace muchos años, cuando viví unos meses en Artà, en Mallorca, comentaba con el alcalde lo bonitos que eran los nombres de las calles del pueblo: yo vivía en la calle de s’Abeurador, cerca de la plaza de s’Aigo, que hacía esquina con se calle de sa Pedra Plana y no muy lejos d’es Carreró Blanc. Y le hice notar hasta qué punto me parecía bonito y sugestivo este nombre, d’es Carreró Blanc… Hasta que me respondió: «Sí, antes se llamba Carrero Blanco».

Me parece la mejor de las herencias de Carrero. La única que se puede reivindicar.

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