Seat es más que una marca de coches. La palabra Seat provoca en el imaginario de unas cuántas generaciones un seguido de evocaciones y de sentimientos muy diferentes, e incluso contradictorios, que van más allá del mundo estricto del automóvil. Ahora que los posicionamientos de Volkswagen han generado dudas sobre la continuidad futura de la marca y parece adivinarse un tira y afloja que les afectaría, puede ser el momento de recordar todo aquello que la Seat representó, evocó o encarnó durante unos años y que fue de una importancia y una potencia extraordinarias.

La Seat fue la bandera del desarrollo franquista, del intento de presentar un país industrializado y pasablemente moderno después de la autarquía y el hambre de la posguerra. Pero es también la gran bandera de la movilización obrera, una palabra asociada a las grandes huelgas, a la épica sindical y a la dureza de la represión. E indirectamente a los movimientos sociales asociativos que se vinculan al crecimiento demográfico provocado por la inmigración de los cincuenta y los sesenta, y que tiene las fábricas de Seat su punto de llegada.

La Seat forma parte del sueño de unas clases medianas incipientes que se empezaban a ver las orejas y cargan el 600 con toda la parentela hacia playa, como la familia Ulises del TBO. Participan así de la nostalgia blanca y presuntamente apolítica del franquismo como el tiempo del 600 y el guateque. Pero también la palabra Seat sale al que podríamos denominar la definición práctica de toda una clase social: ser “un obrero de la Seat” era una manera concreta e inteligible de definir alguien perteneciendo en la clase obrera industrial, casi un arquetipo como había sido antes de la guerra “el anarquista de Terrassa”.

El año 2017, Seat celebró el 60.º cumpleaños del mítico 600, del cual se vendieron 800.000 ejemplares / Europa Press
El año 2017, Seat celebró el 60.º cumpleaños del mítico 600, del cual se vendieron 800.000 ejemplares / Europa Press

Y el hecho que en pleno franquismo una empresa pública tan potente se instalara precisamente en Cataluña ha colocado en el centro de los debates sobre la actitud del régimen respecto al país, donde el ejemplo de la Seat se ha usado en todas las direcciones. Por lo tanto, la palabra Seat tiene un abanico anchísimo de resonancias míticas, la mayor parte de ellas muy vinculadas al tiempo del franquismo y a los primeros tiempos de la Transición. Algunas, intentando entrar en los activos del franquismo. Otros, instalados claramente en sus pasivos. Después la Seat ha continuado siendo muy importante, económicamente y socialmente, pero muchas de estas connotaciones se han ido diluyendo y se mantienen solo en la memoria de las generaciones que las vivimos.

Con la sintonía del No-Do

En blanco y negro y con la sintonía del No-Do en el jefe, las imágenes del caudillo inaugurando la primera factoría de la Zona franca de Seat son un compendio de la propaganda del régimen. Estamos a comienzo de los años cincuenta y Franco pasea por una fábrica con todo de gente haciendo soldaduras y apretando visos, en el que se presenta como una exhibición de potencia económica y modernidad industrial. Se glosa la cantidad inmensa de vehículos españoles que saldrán de allá en los próximos años, a pesar de que la mayor parte de los coches son hechos con piezas que vienen de Italia y que aquí, entonces, solo se juntan. Es la imagen que quiere dar el franquismo en aquellos años: un régimen conservador autoritario, con el arzobispo Modrego recibiendo el Generalísimo y bendiciendo la fábrica, pero incorporado a la modernidad después de la penuria y la autarquía de la posguerra. El régimen se quiere legitimar en lo desarrollismo. La Seat es su bandera. Por eso la crea, a través del INI. Una empresa estatal, pero con la alianza estratégica con la Fiat italiana que aporta lo que ahora diríamos el know-how y que entonces habrían dicho toda la parte técnica y de conocimiento. Empezando por los modelos. La Fiat tiene la mano rota y pocos escrúpulos ideológicos: puede hacer el mismo papel de socio tecnológico simultáneamente en la España de Franco y a la Unión Soviética de Kruschev.

La Seat, las imágenes del No-Do de la Seat, quieren ser la ilustración de un cambio de ciclo en la dictadura franquista. Franco recorre la fábrica de paisano. Para aquel acto no conviene ni el uniforme militar ni todavía menos la parafernalia estética fascistoide de los primeros años. Ahora toca la americana y la corbata, aunque el arzobispo vaya siempre al lado. La España franquista quiere salir de una imagen económica de país atrasado, anticuado, congelado por la guerra y la posguerra, agrario y desierto, y disfrazarse de país industrializado y moderno. Y políticamente deja de hacer ostentación de todo aquello que la agermanava con los regímenes totalitarios de derecha ya vencidos y empieza a poner los cimientos de la tecnocracia conservadora. Para el régimen, crear Seat es la señal de haber entrado en una época nueva. O cuando menos, la señal de haber cambiado de cara. O de haberla querido cambiar.

Seat es pues la bandera del desarrolismo franquista, pero es también la encarnación del sueño posible de una parte de la población que está saliendo apenas de la precariedad extrema de la guerra y la posguerra. Viniendo del hambre, el 600 es Hollywood. El primer coche de la mayor parte de las familias. Mi primer coche, por cierto, de color verde oliva. Tener un 600 era una aspiración no del todo disparatada y obtenerlo era el certificado de haber hecho un salto de clase, un salto de modelo de vida. Durante muchos años, ganar un coche –un Seat, no hay que decirlo– fue el premio gordo de los concursos televisivos, como lo era la cifra mítica del millón de pesetas o el apartamento a la Manga de Mar Menor.

El 600 permite al régimen hacer a los ciudadanos una oferta de bienestar y de modernidad. O de apariencia de bienestar y modernidad. El coche permite el viaje, la salida, el veraneo. El Biscúter, el mini coche con motor de moto que fabricaban en Sant Adrià de Besòs, había sido un sucedáneo del coche. El 600 ya era un coche. Pequeño, pero un coche. El coche soñado. El coche rojo de la familia Ulises del TBO no tiene marca –o cuando menos, yo no le he sabido ver– pero en el imaginario de los lectores es un Seat. Solo puede ser un Seat.

Gracias a esto, el 600 y los primeros Seats en general –pero el resto a cierta distancia- han alimentado lo que podríamos denominar como la nostalgia blanca del franquismo, presentado como el tiempo del TBO y los guateques. Como una sociedad entrañable que va saliendo de pobre, muy lentamente. La nostalgia del 600, y del tiempo del 600, es en parte la nostalgia de un sueño cotidiano, de andar por casa, pero también la evocación del franquismo como una época sin espinas, blanda, amable en el fondo para la mayoría de la gente que no tuviera obsesiones raras. La cara, de Franco, sin la cruz.

La Canadenca del franquismo

Si la Seat, la gran fábrica automovilística, era, por un lado, el símbolo de la industrialización moderna durante el franquismo, esto mismo la convirtió en el escenario principal, por medida y por visibilidad, de las luchas sindicales y laborales contra el franquismo, sobre todo a finales de los años sesenta y comienzo de los setenta. Más incluso que la industria textil, que en aquellos años inició su rápida bajada, la industria del automóvil generaba una clase obrera arquetípica, la más parecida a la que podía haber retratado Chaplin en su película sensacional Tiempos modernos, con grandes cadenas de producción y trabajos mecánicos que pedían mucha mano de obra con sueldos bajos. Fue así ya desde el inicio, cuando la picaresca obrera había convertido la palabra Seat en el acróstico de Siempre Estaremos Apretando Tornillos

Sobre todo con la gran huelga de 1971 –que ha documentado y explicado tan bien la Fundación Cipriano García de Comisiones Obreras-, la centralidad de la Seat en la lucha obrera contra el franquismo es indudable. Podríamos decir que la Seat de los setenta tiene la misma carga simbólica que tuvo la Canadiense el 1919. Porque cuando hablamos de lucha obrera en 1971 no estamos hablando estrictamente de una huelga, solo, como podríamos hablar ahora. Estamos hablando de la ocupación de la fábrica por más de seis mil obreros en protesta por los despidos políticos de unos compañeros unos meses antes. Estamos hablando del desalojo de la fábrica por parte de la policía y la Guardia Civil, en medio de una batalla campal en que los grises entraron a la factoría a caballo y se usó fuego real, mientras los trabajadores los tiraban todo tipo de chatarra. Y estamos hablando sobre todo de la muerte por los rasgos de la policía del trabajador de la Seat Antonio Ruiz Villalba, de 33 años.

Por lo tanto, el nombre de la Seat va ligado en este periodo a la memoria de las movilizaciones obreras y a la memoria de la represión del régimen. No me parece casual que la primera persona que ha presentado una querella por las torturas a que fue sometido a la comisaría de vía Laietana y uno de los más firmes activistas por la memoria histórica, Carles Vallejo, detenido en 1970 cuando era trabajador de la Seat, por su actividad sindical en el interior de la fábrica. Y que sea ahora en el presidente del Memorial Democrática de la Seat, después de haber podido volver a trabajar por efectos de la amnistía laboral. Recuerda Vallejo que en aquellos años la Seat, la empresa más grande de España, estaba prácticamente militarizada, con toda una red interna de vigilancia, delación y represión.

Angelina Puig (Ateneo memoria popular), Xavier Antich (Òmnium cultural), Laura Medina (Irídia), Carles Vallejo, extrabajador de la Seat repressaliat, y Pilar Rebaque (Comisión de la Dignidad) en la presentación de la campaña de querellas por torturas a la comisaría de la vía Laietana durante el franquismo / EUROPA PRESS
Angelina Puig (Ateneo memoria popular), Xavier Antich (Òmnium cultural), Laura Medina (Irídia), Carles Vallejo, extrabajador de la Seat repressaliat, y Pilar Rebaque (Comisión de la Dignidad) en la presentación de la campaña de querellas por torturas a la comisaría de la vía Laietana durante el franquismo / EUROPA PRESS

Por todas estas razones, ser “un obrero de la Seat” aconteció en aquellos años, y todavía después, un tipo de certificado de pertenencia en la clase obrera más estricta. La frase “como quieres que lo vea igual un tendero de Gracia que un obrero de la Seat”, o similar, se usaba para encarnar todo un estamento social. Cuando se quiso, años después, explicar qué era la procedencia social y el mundo de donde salían los hermanos Muñoz Calvo, los componentes del mítico Estopa, se decía que venían del barrio de San Ildefonso de Cornellà, sí, pero todavía se decía más que trabajaban en la Seat. Así pasaron los hermanos Muñóz de trabajar en la Seat a la lista de éxitos”, titulaba un diario.

La Seat, los trabajadores de la Seat, eran un emblema que todo el mundo sabía situar y reconocer. También en esto, la palabra Seat explica muchas cosas, y no todas tienen que ver directamente con los coches. A pesar de que, naturalmente, cuando el protagonista de su canción se clava un golpe de campeonato cuando se mira la mana del regazo de una chica mientras conduce, el coche con que choca y tiene un siniestro es un Seat Panda…

Un regalo de Franco en Cataluña?

Hay todavía otro ámbito donde aparece a veces la palabra Seat, sin que se refiera directamente a los coches, y pertenece, por así decirlo, a la política retrospectiva. Yo lo he sentido decir: “Os quejáis que el franquismo quiso perjudicar Cataluña, pero Franco puso la Seat en Barcelona”. Que la Seat fue a Barcelona, en la Zona franca y después a Martorell es un hecho objetivo. Y que la decisión, en una empresa pública controlada por el INI, la tomó en última instancia el franquismo es evidente. Ahora, la idea de un regalo en Cataluña, de unas ganas de favorecerla o de perjudicarla económicamente o socialmente pertenece ya al ámbito de las intenciones. Y los juicios de las intenciones son siempre complicados, sobre todo cuando no se han hecho explícitas.

Dice la leyenda que las autoridades franquistas se resistían a hacer la factoría de Seat en Cataluña, pero que fueron los técnicos italianos quien les convencieron o incluso quien lo impuso como condición: la situación geográfica, el puerto, la proximidad con Italia, la existencia de un tejido y de una cultura industrial que podía envolver la nueva factoría serían argumentos no nada políticos a favor de situar Seat en Barcelona. Pero ciertamente la instalación de Seat en la Zona franca acontece un motor económico de primera magnitud, que con todos los matices que haga falta, beneficia Cataluña, que da trabajo a personas y pequeñas empresas, que actúa como un factor catalizador y vitalizador.

La Seat tuvo todavía otro efecto objetivo. Una empresa tan grande y con tantos trabajadores favorece una corriente que ya se había producido antes de la guerra, pero que se incrementa en la posguerra: la emigración hacia Cataluña de muchas personas procedentes del sur de España. Cataluña ha sufrido de una manera muy especial el coste humano de la Guerra Civil. El exilio, la mortandad del Ebro, las represiones, medio vacían una generación. Y este vacío, sumado al mantenimiento de la actividad industrial, actúa como un efecto grita. Este es un hecho objetivo. ¿Qué era la actitud política del franquismo ante esto? Entramos en el juicio de intenciones. ¿Puede ser que los técnicos italianos favorables a la localización en Cataluña quisieran vencer las reticencias de las jerarquías franquistas recordando cómo Mussolini impulsó la industrialización de las zonas de habla alemana del Alto Adige (o el Tirol del Sur) para favorecer la inmigración de trabajadores de habla italiana y provocar un cambio demográfico y lingüístico? Ve a saber.

Un nuevo frente de inestabilidad para el régimen franquista

En cualquier caso, la creación de la Seat tuvo el efecto de incrementar y consolidar estas migraciones dentro del mismo Estado. Y que esto generó para el franquismo otro frente de oposición, la de carácter vecinal. Los nuevos barrios creados, a menudo de cualquier manera, para acoger –a pesar de que es un término demasiado empático- esta emigración, sin equipaciones, mal vestidos, acontecieron otro foco de oposición al régimen, enormemente activo en los años setenta. Las intenciones a la hora de llevar la Seat en Barcelona son discutibles. Los efectos, menos. La Seat fue un revitalizador económico para Cataluña, pero quizás no habría sido posible, por razones de geografía y de tradición industrial, caber en otro lugar. Y fue un factor más de atracción de nueva población para Cataluña, en un cambio demográfico de una magnitud extraordinaria, y que acabó generando un frente de inestabilidad para el régimen.

En un tiempo y un país en que un club de fútbol podía –y había– de ser más que un club, en que todo tenía que ser más del que era, la Seat fue más que una fábrica y la palabra Seat más que una marca de coches. Todavía hoy tiene una poderosa fuerza de evocación. Tan poderosa que puede ser incluso contradictoria, la tierna añoranza del 600, la memoria épica de las luchas laborales y sociales, el debate político sobre el lugar donde se hizo, la caracterización de un sector social. El año 1972, mientras la Seat hervía en las luchas obreras, Televisión Española empezaba a emitir el programa Un dos, tres, responda otra vez, que duró años y cerraduras, con gran éxito. En los primeros, el premio gordo del concurso, por encima de todos los otros y que hacía abrazarse con ilusión a los concursantes cuando lo conseguían, era el coche. ¿Y qué coche? Pues un 850, un 127 o después modelos más grandes. ¿De qué marca? Seat, naturalmente. Siempre un Seat. En medio de todo, en el imaginario, un Seat era por encima de todo un gran premio.

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