Las elecciones estatales de Turingia y Sajonia marcaron parte del camino para la composición del Bundestag. Ambas celebradas en septiembre de 2024, a solo dos meses de que la crisis de gobierno con los liberales obligara al canciller Olaf Scholz a adelantar las elecciones federales, supusieron el punto álgido del terremoto político que había vivido Alemania en la última década. Los votos en los dos territorios, parte de la antigua RDA y que no se encuentran entre los estados más ricos del país, se leyeron como una previa a los movimientos que se podían ver en las urnas generales, especialmente entre los votantes de rentas más bajas. Los resultados marcaron una tendencia clara: la extrema derecha apela más a los trabajadores de cuello azul que cualquier otro partido en este ciclo electoral; mientras que la nueva Alianza Sahra Wagenknecht, con la que la antigua líder de la izquierda quiso vehicular sus tesis socialmente conservadoras tras salir de Die Linke, recogía parte del rechazo a los partidos tradicionales. Mientras tanto, los socialdemócratas, en caída libre, introducen pequeños avances en clave económica para las bases obreras, con promesas de aumentos del salario mínimo; aunque continúan centrando su programa en la atracción de nuevas inversiones y una política fiscal laxa para el capital. Los conservadores, históricamente fundamentados sobre mayorías de clase media y alta, continúan por su camino. Así, la representación de los alemanes más pobres será clave para la geometría parlamentaria más allá de los dos grandes partidos. Todo esto, además, en un contexto de marcada crisis industrial, con cierres masivos en el sector automovilístico y un futuro poco prometedor para el tejido productivo del país, sin un camino aparente para salir del atolladero en los programas de la potencial gran coalición.

La victoria abrumadora del ultra condenado por usar eslóganes y simbología nazi Björn Hocke, con un tercio del voto popular, culminó el giro turingio a la extrema derecha que comenzó a gestarse tras la crisis de los refugiados sirios en 2015, y especialmente después de las elecciones estatales de 2019; mientras que el ligero crecimiento de los reaccionarios en Sajonia, con Jöng Urban al frente y con una sólida segunda posición detrás de los conservadores de la CDU, demostraba que, al menos a corto plazo, el sistema parlamentario había cambiado a su favor en dos territorios especialmente útiles para entender las posiciones políticas de los alemanes con menos poder adquisitivo. En ninguno de los dos territorios, sin embargo, AfD forma parte del gobierno, tras la formación de amplias alianzas para evitar el acceso de los ultras a ninguna oficina ejecutiva.

La candidata del partido de extrema derecha alemán AfD, Alice Weidel, en un acto / Carsten Koall/DPA 07/12/2024 SOLO PARA USO EN ESPAÑA

Una tendencia similar ya se observaba en las elecciones europeas, cuando el porcentaje de voto a los extremistas entre los estratos sociales más bajos superaba ampliamente la cuota de voto general, con un 33% de las papeletas frente al 18,5% recogido entre el total de los electores, según los datos de la oficina estadística alemana. No fue así, sin embargo, entre los trabajadores organizados: según las cifras publicadas por la confederación sindical alemana DGB, entre los obreros con carné de sindicato el voto a la AfD fue menor que entre el conjunto de la población, con un 15,9%. Los de Alice Weidel, pues, encaraban la carrera a las generales sobre la base de un «voto mayoritariamente popular», como confirma el politólogo y profesor de la UPF, Joan Miró; pero no muy politizado.

Nuevas fórmulas a la izquierda

El auge de la AfD vino acompañado de una derrota histórica de las izquierdas en el estado de Erfurt: Die Linke, del que hasta entonces era ministro-presidente Bodo Ramelow, se hundió un 18% y perdió 17 de los 29 escaños que les llevaron a la primera posición cuatro años antes; con un resultado favorable a las tesis de Wagenknecht, que con su BSW recogió el descontento de los votantes tradicionales de los poscomunistas, con un 12% de los votos en Sajonia -prácticamente la suma de los apoyos perdidos por izquierda, socialdemócratas y verdes- y un 15% en Turingia -poco menos de lo que perdió Ramelow, que sufrió un golpe del 18%-. Ahora bien, como apunta Miró, parece que la Alianza apela poco más allá de los espacios movilizados de la izquierda tradicional, en tanto que hay una importante coincidencia entre las pérdidas de Die Linke en zonas empobrecidas y el auge de los socialconservadores. «Tanto en Turingia como en Sajonia, se limitaba a sacar votos a la izquierda», comenta el profesor. En las elecciones europeas, las primeras en las que la formación pudo poner a prueba sus tesis, con un programa económico progresista, pero posiciones contrarias a la inmigración o las políticas ecológicas y de sostenibilidad ambiental, se quedaron en el 6% de los votos entre los trabajadores, en línea con sus resultados generales, y no pudieron capitalizar el desastre de su partido de origen.

La líder de BSW, Sahra Wagenknecht / EP
La líder de BSW, Sahra Wagenknecht / EP

Por su parte, Die Linke parece haber iniciado un plan para recomponer su voto, tal como razona Miró. En las últimas semanas, los poscomunistas han disparado la afiliación, y la media de las encuestas, que en muchos puntos de la carrera los situaban por debajo del umbral del 5%, les otorgan un 7% del voto. Lo han hecho, sin embargo, huyendo de su base tradicional, y optando por las mismas bases que han movilizado el apoyo a las izquierdas en el resto de la Unión Europea: el voto de clase media universitaria. A pesar de que mantiene un programa progresista, han reformulado buena parte de su mensaje alrededor de los nuevos liderazgos, especialmente femeninos; bajo el liderazgo de la que fuera editora de la histórica publicación de extrema izquierda Jacobin en alemán, Ines Schwerdtner, y con la cara visible de la joven Heidi Reichinnek, líder del reducido grupo parlamentario de la formación en el Bundestag y una verdadera estrella en las redes sociales. «Especialmente en el este del país, Die Linke era una excepción entre las izquierdas europeas, con captación de voto popular; pero ahora se está reconvirtiendo», apunta el politólogo.

El voto de las clases trabajadoras alemanas, cabe decir, no va necesariamente vinculado al programa económico de los partidos. El ejemplo claro es una AfD que ha articulado su discurso económico alrededor de un rechazo radical a la intervención del estado en la economía en cualquier forma. Para el economista y politólogo Xavier Ferrer, especialmente en los antiguos territorios de la RDA el voto se mueve en clave migratoria y securitaria, un single issue en el que la extrema derecha es especialmente hábil. También opera cierto rechazo al consenso político de las últimas décadas alrededor del binomio CDU-SPD, que «no han ofrecido salidas materiales» a los trabajadores más pobres. Especialmente los conservadores, añade Miró, han sido una fuerza dominante en el legislativo alemán sin una apelación muy explícita a la fuerza de trabajo del país, sobre un movimiento formado sobre todo por clases medias y altas en busca de la estabilidad que perciben bajo el mandato del centroderecha. «Las clases trabajadoras de nivel más bajo responden a la extrema derecha no porque ideológicamente sean su partido, sino por desidia de los demás», lamenta Ferrer.

Los líderes de Die Linke, Ines Schwerdtner y Jan van Aken / EP
Los líderes de Die Linke, Ines Schwerdtner y Jan van Aken / EP

Ahora bien, la composición política de las rentas más bajas en el país no es tan previsible como la que podía articular la política francesa, apunta Miró, donde se estableció un claro puente entre antiguos votantes comunistas, incluso sindicalistas altamente movilizados, y la nueva base de apoyos a la extrema derecha de Marine Le Pen -un Reagrupamiento Nacional que, a pesar de un giro liberal, aún conserva elementos de populismo económicos y veladas apelaciones a políticas socialdemócratas solo para los locales-. Como sucede en otros puntos del centro de Europa, el apoyo obrero a la extrema derecha es más antiinstitucional que material. «La mayoría de los votantes de rentas bajas desconfían del estado más que la media: demasiados impuestos, demasiadas regulaciones», declara el politólogo. Así lo indica también un reciente informe del Instituto de Investigación Social y Económica, que indica que los votantes de clase baja correspondientes a la AfD muestran índices de confianza en las administraciones mucho menores que el conjunto de los ciudadanos. Por ejemplo, mientras que el 38% de los alemanes declaran confiar en los medios públicos, solo un 6% de los votantes de AfD lo hacen; y la confianza del 21% en el gobierno federal se hunde entre estos perfiles hasta el 3%.

En este sentido, tanto Miró como Ferrer dudan de la capacidad del proyecto de Wagenknecht de atraer para sí el voto obrero que se ha movilizado a favor de la extrema derecha; en tanto que el añadido de un proyecto económicamente más expansivo no parece equipararlos con un programa de cierre social tan agresivo como el de Weidel, que la BSW no replica al pie de la letra. La economía, a pesar de que consta entre las grandes preocupaciones de los alemanes según los últimos estudios estadísticos, continúa siendo un tema «espinoso e incómodo» para la mayoría de partidos, y no está clara la influencia que los proyectos materiales de los partidos tendrán en los resultados finales del próximo domingo, incluso entre los votantes de rentas bajas.

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