«Consideramos que la propiedad y el control de Groenlandia es una necesidad absoluta para la seguridad nacional y la libertad en todo el mundo», afirmaba el presidente de los Estados Unidos (EE.UU.), Donald Trump, en una conferencia en enero, pocos días antes de volver a la Casa Blanca. Desde que inició su segundo mandato, el republicano ha mostrado un gran interés en anexionarse la isla del Ártico, ubicada muy cerca de EE.UU., debido a su posición estratégica y abundancia de recursos naturales. Groenlandia, con una superficie equivalente a la mitad del continente europeo, forma parte del Reino de Dinamarca, que ya ha sufrido la presión arancelaria de Trump en un intento de forzarla a reducir su control sobre la isla.
La remota tierra groenlandesa ya suscitó el interés de Trump durante su primer capítulo en el Despacho Oval. En 2019, el polémico magnate aseguró que compraría la isla mediante un «gran acuerdo inmobiliario«, oferta que finalmente fue rechazada por el gobierno danés. Ahora, más envalentonado que nunca, ha añadido el territorio a su lista de caprichos personales, donde también figuran el Canal de Panamá y Canadá, amenazados por el expansionismo de unos EE.UU. que no descartan recurrir a la fuerza militar para lograr sus ambiciones territoriales.
Una identidad forjada sobre la represión colonial
Groenlandia ha estado habitada desde sus orígenes por inuits —más conocidos como esquimales—, un pueblo nómada cazador que habita las regiones árticas de América del Norte. Los inuits, forjados en la adversidad de la naturaleza, han sobrevivido históricamente gracias a la caza de ballenas y focas. Pero la llegada de los primeros asentamientos daneses en 1721 puso fin a su independencia, y durante los siguientes dos siglos la religión cristiana y el idioma danés se impusieron en detrimento de la cultura local. Los daneses, que se consideraban «los imperialistas más amables del mundo», sometieron al pueblo inuit a un autoritarismo colonial que implicó, entre otros, la usurpación de niños para criarlos en Dinamarca y el impulso de una campaña anticonceptiva orientada a reducir la población local. «No éramos considerados iguales. Nos tildaban de salvajes porque teníamos un estilo de vida diferente, porque cazábamos para sobrevivir», relata en una conversación con El Món Arnakkuluk Jo Kleist, profesional groenlandesa del sector de la comunicación y descendiente de la cultura inuit. «Este pasado ha afectado profundamente la manera de entendernos a nosotros mismos», añade.

Gobernada desde entonces como una colonia, Groenlandia no se desarrolló plenamente hasta mediados del siglo XX, cuando fue oficialmente incorporada al Reino de Dinamarca y sus habitantes obtuvieron el estatus de ciudadanos daneses de pleno derecho. En el año 1979, la isla pasó a ser considerada un territorio autónomo tras un referéndum en el que el gobierno local de Nuuk asumió la gestión de la mayoría de sus asuntos, mientras que la seguridad y la defensa quedaron bajo la responsabilidad del gobierno danés.
El trauma emocional derivado de este legado colonial ha condicionado profundamente la relación entre la sociedad groenlandesa, descendiente de las víctimas de la represión sobre el pueblo inuit, y Copenhague. «El problema es que mucha gente en Dinamarca no conoce estos hechos, se ven a sí mismos como un poder colonial benévolo. Esto impide que se entiendan las relaciones entre ambos países y genera mucho dolor», explica Kleist. A causa del auge de los movimientos soberanistas en la isla, en 2009 el gobierno danés optó por reconocer el derecho a autodeterminación de Groenlandia. Ahora, tras las últimas elecciones legislativas, en las que el voto independentista ha conseguido la mayoría absoluta, el pueblo groenlandés se encuentra más cerca que nunca de hacer realidad su proyecto nacional.
¿Un paso hacia la libertad o hacia el abismo?
A pesar de la evidente predilección de la sociedad groenlandesa por la vía independentista, algunas voces consideran que esta idea no contempla plenamente los obstáculos derivados de una separación con Dinamarca. La economía local, basada en la pesca, depende enormemente de los 600 millones de euros anuales que aporta el gobierno danés, subsidios que representan una quinta parte del PIB de la isla. Por ello, varios expertos califican de «suicidio económico» la idea de una Groenlandia independiente, alegando que conllevaría importantes pérdidas para el bienestar social de la población —las prestaciones de Dinamarca garantizan, por ejemplo, la viabilidad de los hospitales en la isla. De hecho, gran parte de la población local solo ve viable la independencia en caso de que no implique el desmantelamiento de su sistema de bienestar. Según Kleist, «si tuviéramos la capacidad de tomar nuestras propias decisiones y negociar acuerdos en materia internacional, podríamos generar ingresos adicionales. Pero por ahora, es Dinamarca quien tiene el control de toda nuestra política exterior.»

Copenhague admite que, durante décadas, no ha invertido suficientes esfuerzos para garantizar la autonomía económica de Groenlandia. Las declaradas intenciones de Trump de anexionarse la isla representan un aviso para el gobierno danés, acostumbrado a considerarse vital para la supervivencia de su territorio de ultramar. Según algunos expertos, los EE.UU. podrían hacer valer sus intereses mediante subsidios que garantizaran al gobierno de Múte Egede una mayor independencia económica sobre Dinamarca. De esta manera, la isla se desligaría de toda injerencia externa, facilitando el camino hacia una posible anexión.
No obstante, el pueblo groenlandés no quiere una independencia que implique someterse a control extranjero. «No hay ningún país capaz de sobrevivir sin relaciones con el exterior, y en Groenlandia hay un gran debate sobre con quién deberíamos colaborar en caso de ser independientes. Nadie lo tiene del todo claro, pero todos coincidimos en una cosa: los groenlandeses no queremos ser estadounidenses«, asegura Kleist. Algunas encuestas sugieren que una parte de la población ve con buenos ojos fortalecer relaciones con Canadá, Noruega o Islandia, países que podrían actuar como nuevos mecenas de la isla ante el vacío que dejaría Dinamarca; además, comparten vínculos culturales y una identidad más cercana a la groenlandesa.
Groenlandia, un nuevo tablero de ajedrez global
Groenlandia, con 2 millones de kilómetros cuadrados, es un territorio rico en recursos naturales, especialmente en las zonas costeras. Minerales críticos, petróleo, gas y un 20% de las reservas mundiales de agua dulce —atrapada bajo una gruesa capa de hielo— son algunos de sus elementos más valiosos. A pesar de la falta de consenso respecto al valor real de estos recursos, Reuters sitúa el potencial beneficio en miles de millones de dólares.
A medida que el cambio climático acelera el deshielo, el acceso a los depósitos de minerales e hidrocarburos se vuelve más factible, lo que atrae el interés de potencias como los EE.UU., que buscan autosuficiencia energética. No obstante, la extracción de recursos en un territorio tan inhóspito conlleva grandes complejidades: «Hay muy poca infraestructura en la isla, por lo que opciones de transporte como carreteras o ferrocarriles, comunes en otras regiones mineras, están prácticamente ausentes«, explica a El Món Martijn Vlaskamp, profesor del Institut Barcelona d’Estudis Internacionals (IBEI) y experto en recursos naturales. Además, añade, muchos de estos recursos se encuentran mezclados con material radiactivo, lo que dificulta su explotación. En este sentido, Groenlandia sigue el patrón de otras zonas del mundo como Ucrania: es rica en recursos naturales, pero los obstáculos técnicos y ambientales cuestionan la viabilidad de cualquier inversión.
Además, el debate medioambiental ocupa una posición central en las decisiones políticas que se toman en Groenlandia, donde las explotaciones mineras están históricamente vinculadas a tragedias ecológicas. «A causa de la desproporcionada explotación del zinc y el plomo durante la década de 1970, hoy en día todavía es posible encontrar peces, moluscos y algas con presencia de toxinas», alerta Vlaskamp, que advierte de los riesgos que supone la presencia de contaminación en un territorio que depende casi exclusivamente de la pesca y los productos marítimos.

El valor estratégico de Groenlandia no solo radica en sus recursos naturales, sino también en su ubicación geográfica. La isla se encuentra entre dos rutas marítimas árticas: el Paso del Noroeste y la Ruta Marítima Transpolar. «Actualmente, estas rutas son intransitables debido a las condiciones climáticas extremas, la falta de infraestructura y las tensiones geopolíticas», explica Vlaskamp. No obstante, «si el deshielo avanza al ritmo actual, podrían abrirse nuevas rutas comerciales, y se reduciría considerablemente la duración de los trayectos entre Asia, Europa y América del Norte en comparación con las rutas tradicionales a través de los canales de Suez y Panamá«. Esto situaría Groenlandia en el centro del comercio global, con implicaciones económicas y estratégicas de gran alcance.
Trump, a pesar de su negacionismo climático y rechazo a la transición verde, es plenamente consciente del potencial de la isla para los intereses estadounidenses. Pero no es el único. La creciente competencia por los recursos y las tensiones entre potencias han acelerado las reclamaciones marítimas de los estados con presencia en el Ártico. Canadá, los Estados Unidos, Rusia, Noruega y Dinamarca buscan consolidar su influencia en la región, a menudo con exigencias difíciles de conciliar, lo que deja Groenlandia atrapada entre ambiciones geoestratégicas en conflicto.
«Ni daneses, ni estadounidenses: groenlandeses»
Gracias a la magia del trumpismo, Groenlandia ha pasado de ser un territorio gélido, inhóspito y escasamente habitado por un pueblo milenario que aspira a la independencia a encontrarse en el centro de la actualidad internacional por su relevancia geoestratégica. Todo sea dicho, la idea de controlar Groenlandia no es una invención del actual inquilino de la Casa Blanca. Washington desplegó tropas en la isla después de la ocupación alemana de Dinamarca y, una vez terminada la guerra, se negó a retirarlas. Además, intentó comprar el territorio al gobierno danés por 100 millones de dólares, sin éxito. Ochenta años más tarde, el magnate republicano vuelve a tantear la posibilidad de una anexión estadounidense. La tendencia soberanista del parlamento groenlandés podría facilitar la permeabilidad de los intereses de Washington si la potencia ofrece el apoyo logístico, económico y diplomático que la isla necesita para alcanzar la independencia. Aunque esto suscitaría el rechazo de Copenhague, nada hace pensar que Trump respetará los intereses de un socio europeo si estos se contraponen con los de EE.UU.
Algunas voces comparan las intenciones de Trump en Groenlandia con las de China en Taiwán, en tanto que ambos países comparten la visión de un mundo regido por esferas de influencia. Quizás aquella lógica de la Guerra Fría, que permitía a las grandes potencias repartirse el pastel sin atender ninguna otra consideración que la de sus intereses, está a punto de volver. La pregunta a hacerse es si, ante este escenario, el pueblo groenlandés será capaz de decidir unilateralmente su propio futuro. «No somos daneses ni estadounidenses, somos groenlandeses y queremos ser libres», reivindica Kleist. «Es nuestra tierra y tenemos nuestra propia cultura, lengua y forma de vivir».