Este año se cumplen cincuenta de casi todo. El próximo noviembre, el 20, del equívoco de pensar que la rabia se acaba cuando muere el perro. Y no. Muere el perro y no se acaba la rabia. Unos meses antes, este agosto, justamente este 25 de agosto, de la publicación de Born to Run, el disco que hizo que una generación –una o cinco– se elevara en la nube del rock.
Quien quiera arriesgarse a entrar en la prosa laica y caótica de Bruce Springsteen –en el caos mental springsteeniano– puede leer los capítulos que dedica a la gestación del disco que lo significó –que lo hizo correr de verdad al frente del mundo del rock– en su autobiografía, que toma precisamente el nombre de aquel su tercer LP. En Born to Run –el libro– Bruce desgrana los pasos del calvario que significó una grabación en la que puso a prueba la santa paciencia de todo el mundo, y especialmente de los sufridos miembros de la E Street Band, dos de los cuales decidieron correr solos después de la experiencia.

“Después de varias sesiones fallidas en los 914 [los estudios], no conseguíamos sacar adelante el disco. El problema básico era que aquellos trastos no funcionaban. Los pedales del piano, el equipo de grabación y otras tonterías se estropeaban regularmente. Estábamos intentando grabar ‘Jungleland’ –un ingrediente fijo de los conciertos de entonces que la banda ejecutaba fabulosamente–, pero con todas aquellas molestias técnicas era imposible hacer hervir suficientemente la olla para que saliera algo exitoso. Fallaba algo. Después de una tanda de sesiones sin resultado, nos detuvimos en seco: mi ‘obra maestra’ in extremis no iba a ningún lado. Estábamos empantanados y necesitábamos ayuda”.
Tocado por los dedos de Zeus
Springsteen tenía 25 años y estaba tocado por el dedo de Zeus. Era consciente de ello, pero a la vez luchaba por superar las contradicciones, las dudas, las inseguridades y un complejo de padre autoritario y devastador que sus biógrafos –y él mismo– han intentado explicar años después. En Born to Run había las obsesiones generacionales –transgeneracionales, porque son recurrentes en Estados Unidos– que marcaban la juventud –la juventud masculina– en ese momento: las ciudades absurdas y sórdidas, la desorientación, la droga, los automóviles, la crisis –tan brutal, del 73–, el desempleo, el avispero amargo de Vietnam, la mierda de los trabajos en serie, el sexo y las mujeres. Las mujeres como una brújula sin norte pero con resortes que permitían soñar en fugas a los jóvenes… La historia no era diferente de tantas otras, pero el estilo y la fuerza… madre mía. Bruce conseguía que los perdedores de la realidad soñaran victorias con él y sus crónicas.
“Thunder Road”, “Night”, “Backstreets”, “She’s the One”, “Meeting Across The River” y “Jungleland” podrían justificar, por separado, cada una, cualquier disco. Juntas, actuaron como una bomba de racimo. Esta es una de las especificidades de Bruce Springsteen: es capaz de crear maravillas en serie. Y aún es capaz de descartar muchas que no merecerían esta triste desdicha.
«Oh, bonita, esta ciudad te arranca la espina dorsal»
La canción que da nombre al disco, “Born To Run” es un himno aparte: “Oh, bonita, esta ciudad te arranca la espina dorsal. Es una trampa mortal, un llamado al suicidio. Tenemos que salir mientras estemos vivos. Porque vagabundos como nosotros, perla, nacimos para correr”. ¿Qué la hace diferente de tantos otros himnos desgranos por tantos otros jóvenes más o menos rebeldes? La fuerza, el acierto en las reiteraciones y un don para la música que solo disfrutan los elegidos. Springsteen quería hacer “el último disco en la Tierra”. No lo logró, pero sí que creó el primero de una trayectoria incomprensiblemente –incomprensiblemente para los mortales– ubérrima y consagrada.
El “milagro” que salvó Born to Run del infierno de las angustias de Bruce Springsteen fue Jon Landau, que apareció como una ayuda de los dioses en su vida: “Jon se involucró en el derrame musical. Era muy listo como arreglista y editor musical, particularmente capaz a la hora de dar forma a la base del disco, al bajo y a la batería. Nos prevenía contra el exceso y dirigió el disco hacia un sonido más pulido. Yo estaba dispuesto a abandonar un cierto eclecticismo y desorden, un poco de aquel jaleo callejero, para ganar en impacto. Simplificamos las pistas para amontonar capas densas de sonido sin degradarse en un caos sónico”.

El final, explicado por el mismo creador, es lapidario, inequívoco, incuestionable: “Esto permitió que Born to Run se empapara de historia rockera y fuera moderno a la vez. Alcanzamos un rock and roll denso y suntuoso: Born to Run es la gran obra de producción de Jon y uno de mis mejores discos”.
Aún tuvieron que pasar más momentos dramáticos para que la epifanía tomara forma. Una tortura en forma de dieciséis horas de grabación, encerrados dentro del estudio, con el cantante paranoico y el saxofonista Clarence Clemons castigado para que “Jungleland” sonara como suena. “Una pesadilla”, reconoce el mismo Springsteen, que germinó en una nueva relación entre ambos, una de las más bellas de la historia del rock.
El milagro de Anoeta
Todo esto ha sido más o menos explicado, con más o menos épica y ardor, por Bruce Springsteen un millón de acólitos y mil cronistas. Pero, para entender la fuerza primigenia que justifica Born To Run hay que ir este verano pasado a San Sebastián, donde la E Street Band había previsto dos conciertos aplazados dentro del corpus de la última gira del grupo.
En esta gira resultaba ya obvio que el Boss, con 75 años, había perdido fuerza y que la banda se había dejado por el camino la espontaneidad que la había definido durante cinco décadas. Sus fans eran relativamente conscientes de ello. Como también sabían que cualquier concierto ahora puede ser el último. La última oportunidad de verlo. La pasión y esta eventualidad amarga justificaban la asistencia devota.
El primer concierto en el estadio de Anoeta fue convencional. Con el mismo setlist que la E Street Band había calcado de los anteriores. Springsteen repitió el mismo discurso contra Donald Trump que ya había soltado en los últimos mítines y proyectó contra su público una sensación de déjà vu que solo él es capaz de hacerse perdonar. Los asistentes a sus conciertos hasta hace poco sabían que allí podía pasar de todo. Que les podía regalar cualquiera de las quinientas canciones que ha compuesto, de manera obscena, imprevisible, nigromántica. Hacía tiempo que eso no ocurría, aunque la fuerza de atracción de Springsteen aún parece imbatible.

Pasó el primer concierto sin pena y con escasa gloria. Y llegó el segundo. Cuando la E Street repetía la misma ceremonia sin sorpresas cayó un aguacero de mil demonios. La banda se retiró del escenario y el concierto se suspendió mientras caía el infierno. La mayoría del público en la pista se retiró hacia los laterales, pero unos 300 –¡los 300!–, los que habían hecho colas y colas durante tres días para conseguir una plaza de privilegio, aguantaron piedra, rayos y diablos, apiñados allí en medio en una especie de tortuga romana hecha de anoraks de bazar chino. Aquello duró un infinito cuarto de hora. De vez en cuando, Bruce Springsteen asomaba la cabeza por el escenario y cerraba el puño. ¡Los animaba!
Cuando el diluvio se detuvo, el nuevo Springsteen que saltó al escenario había rejuvenecido treinta años. Mientras la banda ordenaba instrumentos y sacaba agua de los plásticos que los habían protegido, él bajó solo a la parte baja del entarimado y tocó “Growin’ Up», una canción inaudita de su primer disco Greetings from Asbury Park. En la plataforma, cerca de unos elegidos en éxtasis inesperado, mientras aún chispeaba, interpretó también solo «Working on the Highway» y «Darlington County», dos perlas de Born in the USA, y “My Love will not Let you down”, una declaración de amor al público que lo había vuelto a conmover, y una serie de canciones imprevistas.
El embrujo eterno del corredor de fondo
A partir de ese momento, todo saltó por los aires, la banda se dejó arrastrar y todos los esquemas se rompieron en una exhibición de aprecio que enamoró incluso a los dioses de las tormentas. Springsteen improvisaba y desgrano temas perdidos, recuperados con la fuerza primordial del diluvio del rock. Cuando una hora y media más tarde la epifanía terminó el público salió del estadio de Anoeta tan impactado como los que habían seguido a la E Street Band en los conciertos de la gira de Born to Run.
Esto explica el misterio del disco. El embrujo eterno del corredor de fondo: “Como mi padre, mi abuela, la tía Virginia, mis dos abuelos, las tías Dora y Eda, Ray y Walter Cichon, Bart Haynes, Terry, Danny, Clarence y Tony, mi familia entera ya ausente de estas casas ocupadas por extraños, permanecemos todos. Estamos en el aire, en el espacio vacío, en las raíces polvorientas y la tierra profunda, en el eco y las historias, las canciones del tiempo y el lugar que hemos habitado. Mi clan, mi sangre, mi lugar, mi gente”. Y el mundo entero, Bruce. Amén.