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¿Quién se acuerda ya del pobre Ignacio Garriga?
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Ignacio  Garriga Vaz de Concicao es un dentista que no llega a los treinta y cinco años, un personaje que viste con pretendidamente elegantes chaquetas azules cruzadas e impecables corbatas. Resulta que es, además, diputado en el Congreso y el candidato de Vox a la presidencia de la Generalitat de Catalunya. Y, desde luego, seguro candidato a no llegar jamás a ese puesto. Y menos aún, por si alguien pudiese haber albergado esta loca duda, tras lo que le ha hecho su jefe en Madrid esta semana que concluye.

Porque a Santiago Abascal, el jefe de Garriga, todo le sale mal, y perdón por el pésimo pareado: no se le ocurrió cosa mejor que ‘promocionar’ a su ‘hombre en Cataluña’ como telonero en la moción de censura que el líder ultraderechista presentó en el Congreso de los Diputados el miércoles contra Pedro Sánchez y que tan pésimamente acabó el jueves. El descomunal descalabro de Abascal arrastró, claro, a Garriga, que había inaugurado la sesión, dando paso a su ‘señorito’ con un discurso que quería ser moderado en las formas y duro en el fondo, aunque, la verdad, no pasó de aseado en ambos formatos: se notaba el tufillo del alcanfor extremista.

Y hoy, tras todo lo que ha ocurrido en las últimas horas, con Abascal saboreando su fracaso (anunciado por todos menos por él mismo) ¿quién se acuerda de Garriga y de sus pretensiones de ser el ‘líder de la derecha nacional’ en las elecciones catalanas? ¿A qué papelera ha ido a parar aquella intervención que abrió el miércoles la sesión parlamentaria, con un Garriga que pretendía deslumbrar a todos y fue arrastrado por la corriente?

Claro que lo de Garriga no es sino el pequeño, último, detalle del gran marasmo. Un recurso del cronista para ir de lo menor a lo mayor. Sería miope desconocer el alcance posible de lo ocurrido en la política española a raíz del debate parlamentario motivado por la presentación por Vox de una moción de censura contra Pedro Sánchez y su Gobierno PSOE-Unidas Podemos. Pero que era en realidad un misil dirigido contra Pablo Casado y el PP, un intento de Santiago Abascal, el líder de la ultraderecha, por quedarse con el liderazgo de todo el arco de la diestra parlamentaria y nacional.

Subestimó Abascal a Casado; quizá le subestimamos todos. Porque el presidente del PP se sacó de la manga esencias que le desconocíamos y enjaretó un discurso con el que destrozó a Abascal y puso a Pedro Sánchez, al que tampoco le ahorró diatribas, aunque menos venenosas, en el trance de mostrar su talante pactista, al menos en lo que toca a la renovación del poder judicial, que es un tema altamente tóxico.

Quién sabe si esto es el principio de una larga (y no demasiado íntima) amistad entre Sánchez y Casado, bailando ambos sobre la hoguera formada con los restos del ultraderechista. No creo, personalmente, que las cosas vayan tan lejos. Pero sería absurdo y sectario desconocer que la talla política de Casado ha crecido, en las últimas horas, varios centímetros. Y que Sánchez, le guste o no –que es que no—a su socio ’morado’ Pablo Iglesias, tiene que mostrar un cierto agradecimiento a su rival Casado por haber propinado tan sonoro varapalo al enemigo común, ese Santiago Abascal que odia a las autonomías, a Europa, a los inmigrantes, a los nacionalistas, a las feministas y a Soros y que, en cambio, ama tanto a Trump, a Bolsonaro y a esas esencias patrias más rancias en las que ya nadie cree.

Y eso, claro, tendrá su traducción en la política catalana. Ya sería inconcebible cualquier tipo de pacto futuro, en Madrid, en Barcelona o en Sevilla, entre Vox y el PP, que se aproxima más a Ciudadanos y quién sabe si, con la nariz tapada, a los socialistas, en su carrera hacia el centrismo. Veremos hasta dónde podría llegar una ‘alianza de constitucionalistas’ ante las elecciones catalanas, que en Madrid temen –saben—que serán un plebiscito independencia sí-independencia no. De momento, ante esas elecciones, el ‘fantasma ultra’ ha quedado conjurado por el ridículo hecho por Vox en las Cortes generales.

Y eso tendrá consecuencias. En primer lugar, para el pobre Garriga, que anticipa el batacazo electoral tras el desastre cosechado por su jefe Abascal. Jamás debió el odontólogo aceptar el papel de telonero de tal personaje. Pienso que Garriga, en quien sin duda concurren virtudes personales muy estimables, nunca debió meterse en política. Y menos aún donde se ha metido. Debería, me parece, haberse quedado en su consulta y dando clase en la Facultad de Odontología de la Universidad Central de Barcelona. Hasta que Abascal, trampa mortal –vaya por Dios: otro pareado–, se cruzó en su camino.

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