Creo, con toda sinceridad, que los servicios secretos españoles, antes comandados por el general Sanz Roldán, ahora por una auténtica desconocida llamada Paz Esteban, deberían tener mejores cosas en las que ocuparse que en andar espiando, como antaño, a ‘disidentes’, sean estos independentistas o no. Pero como creo siempre en la presunción de inocencia y creo también en la probidad de la ministra Margarita Robles, de la que depende el Centro Nacional de Inteligencia, me abstendré, por el momento, de acusar al Gobierno español, o a ‘la Casa’ como tal, de estos desmanes, que de ninguna manera se pueden justificar en ‘la defensa del Estado’, como ya va haciendo más de uno.
Me parece, lo digo de entrada, un caso gravísimo de abuso de poder y de poderes, y comprendo perfectamente la reacción, este jueves en Madrid, del president de la Generalitat. No bastarán las explicaciones parlamentarias de Robles, ni las de la ‘jefa de los espías’, si es que finalmente comparece ante la Cámara legislativa, que será que no por aquello de los ‘secretos de Estado’ y toda la parafernalia que la protege. Ha de ser Sánchez, por mucho que estuviese coyunturalmente ‘distraído’ este jueves apoyando a Zelenski en Kiev –y conste que me parece muy bien que allí se hallase— quien comparezca de inmediato para dar explicaciones; hoy mismo. No solamente por lo del ‘catalanGate’, que ya sería bastante razón para esta comparecencia, sino por otras muchas cosas relacionadas con un derecho fundamental de la persona, sea o no independentista, sea ‘de derechas’ o ‘de izquierdas’, sea pobre o rica: el derecho a la intimidad.
De ninguna manera quiero diluir la trascendencia e importancia de lo ocurrido con el espionaje telefónico a dirigentes independentistas catalanes, pero creo que la preocupación que suscita este caso hay que inscribirla también en que hace demasiados años que España es el país europeo donde más se violan la intimidad y privacidad de las comunicaciones de los ciudadanos. Recordemos que ya en 1995 tuvieron que dimitir el vicepresidente del Gobierno, Narcís Serra, el ministro de Defensa, Julián García Vargas, y el jefe del entonces CESID, teniente general Manglano, cuando se publicó que los servicios secretos habían espiado desde al Rey Juan Carlos hasta al presidente del Real Madrid, pasando por algún ministro, periodistas y hasta miembros de la secta de la Cienciología.
Desde entonces, apenas ha habido un año en el que no se hayan descubierto seguimientos, espionajes, controles, ‘pinchazos’ telefónicos por completo ilegales, que no contaban con la preceptiva autorización –motivada– judicial: empresas que husmean en los ‘affaires’ de otras empresas, comisarios corruptos que organizan estos ‘pinchazos’, partidos políticos que se espían a sí mismos y a los demás, golfos de tráfico de mascarillas que salen a la luz… O futbolistas aprovechados que se valen de su posición para hacer ‘negocietes’ y dar ‘pelotazos’ escandalosos. Luego, la opinión pública olvida muy rápidamente: podríamos traer aquí ahora todo aquello del ‘Método 3’, de lo que ya nadie se acuerda, o la grabación al mismísimo ministro del Interior en su despacho mientras departía con alguien al que se calificó como ‘enemigo del Estado’. Son, somos –sí yo también fui espiado, lo que demuestra que los ‘don nadie’ también están en riesgo–, demasiados como para que nuestra voz exigiendo seguridad no se alce a los cielos, clamando justicia.
Y es que estas ilegalidades, que van un paso más allá del Gran Hermano, se justifican siempre en presuntas razones de ‘defensa del Estado’: hay que seguir a los ‘indepes’ porque son un peligro para el Estado; algún empresario está yendo demasiado lejos en sus propósitos para saltarse las lindes del Estado; ciertos periodistas, con sus investigaciones y con la información que acumulan, constituyen un riesgo para el ‘statu quo’ y para el Sistema… Y en tiempos de guerras, pandemias o de declaraciones de independencia, ya ni te digo: todo se ampara bajo el paraguas de que hay que atender al bien común, y no a los derechos particulares, que casi nada importan. Y así nos va.
Conste que creo que al Estado hay que defenderlo. Con métodos democráticos dentro de un sistema democrático, no saltándose alegremente la legalidad. Un ministro del Interior, Toni Asunción, ya fallecido, nos dijo a otra periodista y a mí que “el afán de curiosear en la vida de los otros lleva a no detenerse nunca, a no saber dónde están los límites, a un afán insaciable por cotillear hasta los mínimos detalles: con quién duermes, con quién comes”. Me consta que ese ministro fue espiado por los servicios antiterroristas que tantos excesos cometieron con los GAL.
Sin duda, la mejor manera de defender al Estado es exacerbando los controles democráticos, las prácticas de diálogo y de transparencia. Haciendo cumplir leyes justas. Me resulta especialmente penoso el espectáculo que ha estallado gracias a unas investigaciones…¡en Canadá! que han puesto en evidencia los seguimientos a varias personalidades de la vida pública, y no tan pública, catalanas. Un ‘affaire’ que, de momento, ha servido para frenar la relativa normalización en las relaciones que se iban estableciendo entre el Gobierno central y el Govern catalán. Confiemos en que se acabe saliendo del bache, como yo pienso que sucederá, pese a todo.
Creo, sin la menor duda, que la solicitada comisión parlamentaria de investigación –para lo que sirva—sobre las actividades de Pegasus solicitada por varios grupos en el Congreso ha de ponerse en marcha cuanto antes, y que el propio grupo socialista debe apoyarlo e incentivarlo. Me parece que hemos dado todos un paso atrás en la construcción de la democracia y en el fomento de la convivencia política. Y ya se sabe que en tiempos de guerra –la guerra tiene muchos frentes y exponentes—la primera víctima es la verdad. Y la democracia. Resulta difícil decir que vivimos en ella cuando suceden cosas como esta, cuando alguien, todavía risueño y bromista, puede decir que “si a usted no le han pinchado el teléfono, usted aquí no es nadie”.