La estación de Renfe de Algemesí, en la Ribera Alta, no es solo un lugar donde se detienen y parten los trenes. Es una frontera. Separa el grueso del pueblo de los Países Catalanes que ha dado más campeones de maratón, que honra la muixeranga y que tiene por beata a Josepa Naval de su barrio más demacrado y miserable, el Raval, “el culo del País Valencià”. Un no-lugar donde no ha llegado la ayuda de máquinas y militares hasta seis días después de que el barro de la DANA arrasara un lugar castigado por la pobreza y la indiferencia oficial. Las vías separan dos mundos. Pero la casualidad ha querido que la estación se convierta estos días en un puente cruento entre las dos realidades que viven de espaldas.
Estos días, la estación cubierta de barro y suciedad, ofrece una de las radiografías más duras de la DANA. Como si la cifra de muertos, 214, y de desaparecidos, no fuera suficiente para dimensionar el horror de la tragedia. Allí viven los sin techo que hasta el pasado martes rondaban y malvivían por las calles del municipio. Ahora ya ni siquiera pueden estar en la calle. El barro y la miseria los ha desalojado incluso del último lugar al que pueden ir los parias de la tierra. Por eso se han refugiado dentro de la estación, aprovechando un rellano donde hay dos bancos de acero inoxidable situados justo frente a las máquinas de vending. Es la zona más caliente. Gracias al retorno de la luz, los motores de las neveras que enfrían cocacolas y chocolatinas con frutos secos regalan un atisbo de calor, que les permite protegerse del frío que la malnutrición, la droga y el desbordamiento del río Magro les ha calado.

Cinco vidas tristes, una DANA y heroína en un barrio maltratado del País Valencià
Les pedimos permiso para sentarnos con ellos y poder conectar los móviles en un enchufe por encima de donde tienen apiladas sus escasas pertenencias. Se muestran hospitalarios. Y nos hacen un hueco en uno de los bancos metálicos. De momento, están Quique, Diana y Antonio. Faltan tres. Una que ha ido a buscar algo de comida y a «hablar con Dios», otro que ha ido a sacar barro y un tercero, argentino, que es «más conocido que amigo». Los cinco sobrevivían en la calle, pero les ha llovido sobre mojado. Y, por desgracia, no es un tópico.
Me siento al lado de Quique. Nos presentamos. Enseguida, pregunta si trabajaremos cómodos, tanto a Mathias, el fotógrafo atento y discreto, como a mí. «¡Perfectamente!», es nuestra respuesta. «¡Me alegro, chicos!», replica Quique. Tan pronto como empezamos a trabajar, él también se pone a ello. Saca papel de aluminio. Hace un trozo rectangular, del tamaño de un cuarto de hoja. Con otro trozo, se hace un canuto delicado. Trabaja con una técnica de orfebrería profesional. Una vez coloca una sustancia viscosa y marrón, me mira, y asintiendo con la cabeza me pregunta: «No te importa, ¿verdad?». «No, hombre, haz, haz, pero, ¿qué es eso que tomas?», le pregunto demasiado curiosamente. «Ah, heroína… mira…», me instruye mientras me muestra la cosa como si fuera una delicatessen de esas que la gente cuelga en Instagram. De hecho, usa el mismo tono de cuando en una mesa de amigos preguntas a uno qué bebe y te dice: «Nada… un zumo de melocotón».
Quién tuviera un cigarrillo… para dar
Cuando ya lo tiene hecho, sus compañeros rompen un silencio natural. Diana es una mujer morena, de cabello largo, desdentada, delgada y con una voz áspera. Tiene un móvil con canciones, lo conecta y baila. Baila como si llevara el ritmo en la sangre. Solo puede escuchar tres temas, uno de ellos, Chiquilla del grupo Seguridad Social. De hecho, es el que más se repite. Cuando deja de bailar grita y regaña a Antonio. Es como un ritual. Una necesidad. Antonio es un hombre que había sido fuerte y que aún conserva una cabellera rizada, pero sucia. Aguanta con una paciencia ejemplar los gritos de Diana. La mira con ternura y no replica.
Quique nos informa que «todo el día discuten, pero se quieren». «Lo siento si los gritos no os dejan trabajar», añade servicial. Una disculpa que Diana también transmite. Unas peticiones que nos dejan asombrados porque, precisamente, tanto Mathias como yo tenemos la sensación de que éramos nosotros quienes teníamos que pedir perdón. Antonio se acerca y se ríe afectuosamente de cómo tecleamos. Y, de paso, pregunta si tenemos un cigarrillo. Por una vez, en 12 años, admito que me da pena haber dejado de fumar.

Vidas que la tormenta vuelve a ahogar
Antonio es de Algemesí. «Bueno, ¡yo vivo en la calle!», detalla. Como si no lo fuera porque no tiene ningún hogar. Quizás es que nunca nadie lo ha tratado como un vecino más y sí como una molestia que desmonta el mito del sistema. No se siente lástima, solo quiere un cigarrillo y, si fuera posible, unos zapatos que no estuvieran empapados y de su número. Si tuviera algún euro, compraría «mierda» para fumar. Pero si de dinero van justos, más justos van de «mierda», que dosifican quirúrgicamente.
Quique dice que era peluquero. Es natural de Benifalló. Su mujer dejó la cocaína cuando se quedó embarazada. Como él aún consumía, también lo dejó a él. Y no le permitía ver a su hija. «Nadie quiere tener un yonqui por padre», justifica. Dejó la droga, pero vio morir calcinada a su madre cuando se quemó la casa donde vivía. Recaíó. «Ahora ya no me importa que me vean, ¿por qué tengo que esconderme?», remarca. La riada se le ha llevado la mochila con los pocos recuerdos que lo ataban a su vida anterior y con la dentadura. «Los malditos dientes», expresa enfadado. De ahí que suplique magdalenas blandas a los voluntarios que cada dos por tres pasan a ofrecerles agua, comida o material de higiene.
Si no tenían nada, solo tesoros que podían transportar cada día por las calles, la DANA les ha terminado de quitar todo. Un golpe más. Otro en la lista de dramas, que ya es infinita. Muy doloroso, sí, pero a diferencia de los otros, encuentran ventajas. El Argentino, un chico con el cabello alborotado y malhumorado, lo define con un romanticismo ácido y agrio: «Vivimos como el culo, pero también vivimos como reyes». Estos días tienen un techo. Precario, pero es un techo. Una trabajadora de Renfe les ha abierto el baño. Los voluntarios les han llevado ropa y cada dos por tres, casi cada cuarto de hora, asoman y ofrecen comida que recogen y almacenan en bolsas desgastadas de esas enormes, rectangulares y reutilizables de supermercado.

Los cuidados de los voluntarios
Llega un quinto sin techo. El que estaba sacando barro. Se sienta a mi derecha. «Estoy muy cansado», suspira. Pide a sus compañeros de penas una «piedrita» de aquellas que «pican el alma». Diana busca en una bolsa de plástico y le encuentra un trocito pequeño. «Ya sabes cómo están las cosas, solo tenía dos euros», recuerda. «Ya haré», le agradece. Y se va a prepararla para poder hacer más trabajo. Se despide con diligencia y rapidez.
Quique se queja del dolor que le hace el pie. Lo va recordando a menudo. Y Antonio de sus zapatos mojados y «pequeños». Diana vuelve a bailar y se detiene para contar el acopio de la comida que les han dado. Providencialmente, llegan más voluntarios con una furgoneta ligera. Traen material de higiene y sanitario, agua, herramientas y energía. Entre los voluntarios hay enfermeras resolutivas, con una decisión que parece que hayan servido en un campamento militar en Afganistán. A Quique se le iluminan los ojos cuando le dicen que le curarán el pie. Para Antonio no tienen zapatos, pero le buscarán unos. Y para Diana, toallitas húmedas.
La DANA que les ha quitado lo poco que tenían también les ha dado lo que hasta ahora no tenían. La atención y la solidaridad, aunque sea de manera efímera. Por un día, los que siempre están sufriendo porque son clavos, ven que el martillo ha dejado de golpear. Ahora tocará esperar que «todo se ponga en su sitio» con la esperanza de poder volver a la calle. «Nos lo tomaremos con paciencia», dice Antonio. La DANA no se ha conformado con arrebatar casas a gente que las tenía, sino que ha quitado incluso la calle a los más desamparados.