El caso de las presuntas irregularidades de lo que se llamaba Dirección General de Atención a la Infancia y Adolescencia ha obligado incluso a cambiar de nombre un servicio público esencial. Se ha renombrado con el nombre de Dirección General de Protección y Prevención de la Infancia y Adolescencia, como señal de una aparente profunda reestructuración de esta área del Departamento de Derechos Sociales que incluye un nuevo sistema de control de los pagos de las prestaciones a los jóvenes extutelados y de los servicios que reciben.
De hecho, el informe de la Sindicatura de Cuentas que destapó el descontrol financiero de la DGAIA fue confirmado por la auditoría interna que llevó a cabo el mismo departamento que dirige Mònica Martínez Bravo. Pero el caso ha destapado, sobre todo, que este servicio de asistencia parecía dejado de la mano de Dios porque, tal como reconocen trabajadores del mismo departamento de Derechos Sociales a El Món, tenía «vida propia» porque «a ninguna sociedad le gusta reconocer que tiene niños desamparados». De ahí que consideren el servicio «poco transparente y poco seguro» y demasiado «institucionalizado», es decir, no centrado exactamente en el cuidado y guarda de los menores desamparados. De hecho, razonan que funcionan a «base de emergencias» que favorecen las malas prácticas y la laxitud de los controles.
Aun así, la querella presentada ante el Juzgado de Instrucción 1 de Barcelona está parada, y la misma consejera reconocía por escrito al Parlamento, el pasado 7 de noviembre, que no podía actuar hasta que la Oficina Antifraude terminara su investigación. Un informe necesario para actuar judicialmente si se «demuestran la existencia de posibles delitos contra el patrimonio de la Generalitat de Catalunya».

Pero, la investigación política ha hecho trabajo, y la comisión de investigación del Parlamento ha destapado que, además del posible descontrol contable, hay un problema grave de desorden organizativo, personal y jurídico que no permite actuar con eficiencia en un servicio social delicadísimo, y una flagrante falta de inspecciones.
Problemas de personal
En primer término, desde el Colegio de Educadores Sociales de Cataluña, Damas Vidal dio la voz de alarma sobre el personal encargado del seguimiento de los niños y de los jóvenes tutelados y extutelados. El pasado 1 de diciembre, Vidal advertía a los diputados que los educadores sociales que trabajan en el ámbito de niños y jóvenes tutelados no tienen experiencia. «Suele ser su primer trabajo cuando salen de la facultad y, en muchos casos, cambian de lugar de trabajo al poco tiempo», señaló.
También destacó que «es un lugar donde suelen haber muchas bajas, ya sea por estrés, depresión o ansiedad». Incluso, se atrevió a poner deberes a la educación universitaria. «Deberíamos preguntarnos si desde las facultades se prepara lo suficientemente bien a los estudiantes para trabajar con niños y adolescentes», reprochó. Por eso también reclamó una «evaluación de riesgos psicosociales para los educadores que ejercen en centros donde se acogen niños tutelados».
En el mismo sentido, Vidal alertó de la cantidad de niños y jóvenes atendidos en los centros que padecen alguna enfermedad o trastorno mental. «No hay suficientes profesionales para poder tratar a los niños que lo necesitan», lamentó y añadió que sería necesaria una «formación específica en salud mental para los equipos educativos para procurar una mejor atención a los niños». Asimismo, las diferencias salariales y de condiciones laborales de los trabajadores de la administración con los que trabajan en centros del tercer sector genera una marcha constante de trabajadores con una «rotación constante en los centros» que «rompe el vínculo educativo con los niños, base de cualquier proceso reparador».

Sin familias y demasiada institucionalización
La opinión de los educadores sociales es compartida por portavoces del Colegio Oficial de Pedagogía de Cataluña (COPEC), como Pilar Morral, que avisan del riesgo de la falta de familias de acogida y de un proceso de amparo demasiado institucionalizado. Un riesgo que se incrementó a partir de 2015 con el aumento de la llegada de jóvenes migrantes a Cataluña y la pandemia de la Covid, que fue un proyectil al «riesgo intrafamiliar, la atención a los jóvenes extutelados y la tensión en los centros residenciales que, además, se vieron confinados».
Morral recuerda los motivos que llevan a un niño o un joven a ser tutelado por la DGAIA. «Son situaciones de pautas educativas inadecuadas, violencia verbal y física intrafamiliar o abusos intrafamiliares», describió Morral. En esta línea advirtió que hasta ahora parecía que era necesario «adaptar a los niños y adolescentes a los recursos existentes, y no al revés». En esta línea, consideran que es necesario hacer centros con un máximo de 20 plazas y no separar a los hermanos. «La institucionalización aumenta, no solo por la detección de más situaciones de desamparo y el aumento del riesgo grave en la etapa adolescente, sino por la falta de alternativas de abordaje de primera instancia con familias de acogida», reflexionaba Morral.
Por eso, los expertos convocados por el Parlamento proponen con insistencia como objetivo prioritario incrementar las familias de acogida, incluso con su profesionalización, con un epígrafe en la seguridad social. Un sistema que «reconozca y garantice el ejercicio profesional de las familias acogedoras como verdaderos sustitutos a los centros residenciales y genere un proyecto de profesionalización de la acogida”. «Hay un agotamiento progresivo del modelo entre 2011 y 2025″, afirma con contundencia Eva Giralt, portavoz del Colegio Oficial de Trabajo Social de Cataluña. Las cifras que han llegado a la comisión del Parlamento son claras: en 2023 había 4.800 niños en centros residenciales y, en cambio, solo 925 en familias ajenas. A finales de 2024, había 388 niños esperando una familia y solo treinta familias disponibles.
Gobernanza imposible y «cultura de la emergencia»
Pilar Morral, portavoz del COPEC, cargó en el Parlamento contra los «cambios de gobierno» que ha obligado en muchas ocasiones «a partir de cero» en las políticas y la gestión de la acogida. Una crítica compartida con vehemencia por Giralt. «Es muy difícil, por no decir imposible, consolidar un sistema de protección robusto cuando la dirección política y técnica cambia constantemente», afirma la representante de los trabajadores sociales. Así admite la «preocupación por una alta rotación en los cargos de responsabilidad». «Si miramos los datos, entre 2011 y 2025 la DGAIA ha tenido hasta ocho directores y directoras generales diferentes; esto supone una media de permanencia en el cargo de menos de dos años», argumenta. Una «inestabilidad que se ha dado en las consejerías, con siete consejeros diferentes en el mismo período».
Una consecuencia de la «gobernanza imposible» mezclada con un «sistema desbordado» y una «realidad social que se ha complicado». De hecho, los expertos calculan que los casos de atención se han disparado un 84% desde 2015 hasta ahora. Un entorno en el que también crece la pobreza infantil y la vulnerabilidad así como la llegada de menores migrantes. Todo ello gestionado a través de cerca de 270 centros que son dirigidos por entidades, mientras que la gestión directa de la Generalitat es minoritaria. «La urgencia por abrir plazas residenciales, por ejemplo, a veces ha llevado a una cultura de la emergencia», lamenta Giralt. Para defenderlo recuerda que entre 2016 y 2020 se tuvieron que hacer contrataciones de emergencia por valor de más de 114 millones, 292 centros nuevos. «De acuerdo que las situaciones eran críticas, pero cuando la excepción se convierte en norma, se debilita la planificación y, sobre todo, la supervisión técnica», opina.

Desorden jurídico
Otro de los frentes que ha dejado al descubierto la mala gestión de la DGAIA son los problemas administrativos y jurídicos que encuentran los menores o menores extutelados. Un desorden que inquieta a los expertos porque ven un despilfarro de recursos públicos. «Los jóvenes migrados sin referentes familiares a menudo acaban necesitando un número elevado de ingresos institucionales porque no disponen de referentes familiares y suelen sufrir una falta de agilidad burocrática para su integración social», reconoce Morral.
Asimismo, denuncian «situaciones de necesidad de respuesta de la administración judicial para que no fuera necesaria la intervención de servicios sociales básicos y especializados, ya que pueden producir un impacto mayor». Apuntan que es necesario aplicar una «comunicación ágil entre los equipos judiciales, fiscalía, Mossos d’Esquadra y sistema de protección» así como una «implicación del juzgado y de Fiscalía de Menores en la colaboración entre las familias y coordinación con los equipos». Una denuncia que comparte Albert Parés, presidente de la Associació Noves Vies, especializada en la defensa de menores migrantes. Parés resalta la descoordinación de la DGAIA con la fiscalía, porque el ministerio público no sabe en qué centro se encuentra el menor cuando tiene que asistirlo ante el juzgado.
Por otro lado, también subrayó la cantidad de procesos de verificación de la edad del menor que se llevan a cabo en Cataluña y que no son necesarios. «Se está prevaricando», exclamó. En este sentido, recuerda que un menor con pasaporte no necesita que le hagan prueba de edad, según la misma doctrina del Tribunal Supremo. Son procesos judicialmente largos y costosos para el Instituto Catalán de la Salud y que, a menudo, terminan con el menor viviendo del sistema de personas sin hogar porque no ha llegado a tiempo para poder tener un permiso de residencia y poder trabajar. Precisamente, en este punto también advierten que la Generalitat tiene un plazo de 90 días para otorgar autorizaciones de residencia y trabajo para los menores, un plazo que nunca se cumple y, por tanto, no permite la entrada al mercado laboral del menor, lo que carga de más gasto el presupuesto público asistencial. «Hay una responsabilidad patrimonial muy grave de la administración», concluye Parés.

