El mundo está lleno de lugares extraños. Hay que tener en cuenta que por alguna razón existe la frase «hay de todo en la viña del Señor». Una especie de bálsamo de la comprensión social para evitar daños irreparables entre conciudadanos. Los museos no escapan de esta maldición humana. Existe el museo (itinerante) de los Suplicios y las Torturas, los grandes museos de los fideos instantáneos en Osaka y Yokohama, en Japón, o el extraordinario Museo del Cántaro de Argentona. Sin ninguna duda, una de las últimas incorporaciones a esta lista es el Monasterio de Sixena. Un auténtico mausoleo del anticatalanismo donde ahora se deben entregar unas pinturas románicas que el cuidado del MNAC ha conservado.
Sixena, que ha derivado en Villanueva de Sijena o Villanueva de Sigena –porque ni el mismo Ayuntamiento se aclara sobre qué consonante debe utilizar en su cartelera– es un lugar muy peculiar. Un municipio a 40 kilómetros de la dinámica Fraga, que urbanísticamente haría hiperventilar a cualquier arquitecto municipal de Cataluña. El único bar del municipio no tiene nombre. Solo un cartel de la fábrica de cerveza Ámbar y otro que amenaza a quienes osen entrar con algún animalito de compañía. Una vez dentro, las cinco personas que hay allí revisan al recién llegado antes de responder el buenos días y, amablemente, señalan el timbre que debes tocar para que la hostelera baje del piso a atenderte.
El pueblo tiene tres elementos monumentales que lo identifican políticamente. Una casa cuartel de la Guardia Civil, donde ahora debe vivir Norman Bates; la casa natal de Miguel Servet –quien en el museo militar de Montjuïc tenía una mini exposición y los mismos militares le llamaban Miquel– y, como el nombre del pueblo indica, el monasterio de Sixena, reconvertido en un museo tan frío que solo tiene la apariencia de depósito de botines de guerra. Un no-lugar donde todo indica que el agente K y el agente J de Men in Black han pasado el neuralyzer, ese pequeño instrumento que borra la memoria. Un monumento impresionante reconvertido en un simple escenario vacío con un contexto prefabricado en los hornos de la catalanofobia y del anticatalanismo. Dos hornos donde hace muchos años que no falta el combustible.

Nueve euros y seis jubilados
La entrada al museo se debe comprar por internet. Cuesta nueve euros. Es una visita guiada para grupos de 25 personas como máximo. Este fin de semana estaban todas por llenar. El viernes, a las once de la mañana, quedaban 19 plazas. El calor aprieta en aquella parte de los Monegros. En la carreterita que acerca desde la vía comarcal al monasterio, una serpiente atropellada da la bienvenida a los visitantes. Hay tres señoras en el recibidor del monasterio que comprueban las entradas. No tienen mucho trabajo. El grupo solo tiene 7 personas. De hecho, hay más cigüeñas en el tejado que turistas con entrada.
Todos somos catalanes. Tres parejas de Lleida y un señor del Bages. Dos parejas están formadas por jubilados de manual. Con polo de colores, pantalones de montaña, zapatos técnicos, gorras y una cámara digital enorme colgada del cuello. Uno se queja de los mosquitos y el otro no para de hacer retratos, a pesar de los reproches de su señora. Una de las parejas es originaria de Zaragoza, pero decidieron vivir en Cataluña. Los miembros de la otra pareja no tienen cara de jubilados. Vienen preparados, saben qué van a ver y no ocultarán el malestar por algún comentario de la visita. La guía también es catalana. De la capital de Ponent. Incluso propone hacer la visita en catalán. Ante la sorpresa de los turistas retira la oferta. «La tengo que hacer en castellano por protocolo», se excusa.

Revisionismo histórico
La visita solo justifica la cantidad ingente de dinero que han vertido aquí las administraciones aragonesas. De hecho, el trabajo que se ha hecho en el monasterio está pensado como una versión museística de los años 60 y 70 del siglo pasado. Si cierras los ojos puede que estés visitando las Cuevas de Nerja o la Ciudad Encantada un verano de 1982 y que cuando termines la visita te compres una camiseta del Naranjito, con el lema «Estuve en Nerja y pensé en ti». El guion de las explicaciones contiene un imaginario extravagante de revisionismo histórico, no solo pensado para eliminar cualquier rastro de catalanidad sino para mostrar descaradamente un anticatalanismo visceral.
Las explicaciones utilizan argumentos españoles y ninguna referencia a la corona catalanoaragonesa, una monarquía compuesta que fue una potentísima estructura de poder y que justificaría por qué en medio de un humedal seco se levantó un monasterio para la aristocracia y la nobleza. Y, lo que es más interesante, cómo es que se construyó un día de San Jorge de 1188. O cómo es que se han enterrado los «señores de Muret» o Sancha de Castilla, la consorte de Alfonso el Casto, el conde de Barcelona y rey de Aragón, padres de Pedro el Católico, Ramón Berenguer y Dulce y Leonor, o donde Jaime I pidió ser enterrado.
Además, cada dos por tres, el recordatorio de que el monasterio «ardió durante veinte días de agosto del 36». Reforzando el gran engaño que parte de la propaganda fascista acusaba a anarquistas catalanes de encender el fuego. Una tesis que ni los jueces franquistas se creyeron jamás, tal como reflejan las actas de la Causa General donde los testimonios recogidos apuntaban a gente del pueblo y de los municipios adyacentes hartos de los abusos eclesiásticos.

El «retorno» de 2017 para negar el expolio de Lleida
La respuesta a todo llega cuando la guía, al mostrar una réplica de uno de los tres sarcófagos confiscados por la Guardia Civil en Lleida, explica «el retorno de 2017». Una expresión que despierta perplejidad por parte de los visitantes. Incluso, algún punto de indignación, por una expresión que pasa de largo de un polémico expolio al Museo de Lleida a golpe de 155 y de agentes armados del instituto armado, con supuestos técnicos de Aragón haciéndose selfies con el botín. Pocos minutos después y ante los sarcófagos de Sancha y Pedro el Católico, la situación se ha animado.
Las explicaciones de la guía han hecho saltar como un resorte a una de las visitantes, Montse, que con delicadeza, perspicacia y unas formas exquisitas ha corregido el contenido del guion de la visita. La guía, condescendiente, le ha replicado que «la historia cambia». Un argumento que ha alterado el gallinero con una dúplica conjunta de los visitantes: «No, la historia se reinterpreta».
Montse sabía de qué hablaba, porque como vieja gata, no ha perdido el compás. Todos han sospechado que era una profesora de historia. La tensión se ha hecho notar durante el resto de la visita guiada. De hecho, había poco más que enseñar porque la parte del museo es de visita libre. Y se entiende, porque debe ser muy difícil explicar en vivo lo que dicen los paneles informativos y evitar que se te caiga la cara de vergüenza.

Una sorpresa: una exdirectora del Museo de Lleida en la visita
Habiendo prestado atención a las explicaciones de Montse, lo más sensato era visitar el museo dentro de su adar para captar alguna de las explicaciones que hacía a su acompañante. Ha sido entonces, que, con mucha discreción, me ha hecho saber que si había elevado protesta era porque por alguna razón fue durante años directora del Museo de Lleida. Un giro de guion que nadie habría esperado. De hecho, ni la misma Agatha Christie habría imaginado una situación semejante en la novela Diez negritos.
Si el ambiente ya estaba caldeado, solo hacía falta leer el cartel de bienvenida del museo: «Todo esto ha sido posible gracias al tesón de los aragoneses y a la acción de la justicia, que ha permitido cumplir el precepto del Estatuto de Autonomía de Aragón que ordena a los poderes públicos hacer realidad el regreso a Aragón de todos los bienes integrantes de su patrimonio cultural que se encuentran fuera de su territorio». Se ve que lo que hay en el Museo del Prado no lo reclaman porque también debe ser su territorio.
La sensación de la sala es que l‘arte que tienen expuesto no les importa. Las explicaciones en los paneles son simples y solo en castellano. No solo no hay ninguna referencia en catalán, sino que tampoco hay ninguna referencia en inglés o francés, un hecho inédito en cualquier centro de interpretación histórico o de arte, museo o exposición que se jacte de ser un patrimonio exclusivo y que ha costado miles de recursos públicos y privados. Solo hace falta recordar que uno de los sarcófagos fue restaurado gracias a la Feria de Mollerussa. Pero ni eso les importa.

Ahora esperan más botín
El museo se ve rápido porque las obras incluso parecen puestas en estantes de IKEA. Y, por supuesto, ni media palabra del porqué Josep Gudiol salvó las pinturas de la sala capitular que ahora reclaman con una ignorancia supina aragoneses alimentados de anticatalanismo. Gudiol era el responsable de preservar las obras de arte por parte de la Generalitat durante la Guerra Civil. No estaba en Sixena porque disfrutara de su paisaje, sino porque dependía del Obispado de Lleida. Último reducto, última sombra de la monarquía compuesta catalanoaragonesa. Su obligación era salvar el patrimonio. Y lo hizo. Y así lo explicaban en el año 2016 vecinos que fueron testigos de la época y que, con la boca pequeña, no compraban el relato sobre los ladrones catalanes.
La situación no se volvería a repetir. La broma del Obispado de Lleida se terminó en el año 1995, con la santa alianza de PP, PSOE y el Vaticano, que dividió el territorio espiritual con el Obispado de Barbastro. Un cambio que facilitó la reclamación desmesurada del arte de la Franja, convenientemente espoleada por uno de los personajes más oscuros del panorama sociopolítico de los últimos años, Joan Josep Omella, actual arzobispo de Barcelona. Omella que heredó el conflicto del arte de la Franja del obispo Ambrosio Echebarría, se abonó activamente a él e incluso permitía con su silencio que El Heraldo de Aragón, el gran diario del aragonesismo español, le dedicara titulares como Autopista al infierno al obispo de Lleida Francesc Xavier Ciuraneta, por la defensa que protagonizó de la tesis de mantener las obras de Sixena en Cataluña.
La sala que expone parte de las piezas intervenidas por la Guardia Civil en 2017 también tiene unas pantallas de televisión. Normalmente, en este tipo de instalaciones estas pantallas sirven para ofrecer vídeos explicativos. En el caso de Sixena, no. Uno de los vídeos es especialmente sorprendente porque sirve para anunciar –como si fuera una nueva temporada de una serie de Netflix– que esperan el «retorno a Sixena» de las obras que fueron «arrancadas» por Gudiol. La visita termina con este vídeo y una triste conclusión. Sixena es el lugar donde por 9 euros se puede visitar el museo del anticatalanismo, del antiarte y, incluso, de la antimuseística.
