Podemos ha decidido desvincularse del acuerdo del PSOE con Junts para el traspaso de las competencias de inmigración. De hecho, era una noticia esperada con el entendimiento de que su líder en el Congreso, Ione Belarra, ya aseguró al inicio de la negociación que los Mossos harían «redadas racistas» —como “hace ahora la Policía Nacional”— si tuvieran las competencias de inmigración. “Que te detengan por tu color de piel a la salida del metro, cuando vas en autobús, en el lugar de trabajo… Esto que hace ahora la Policía Nacional lo harían los Mossos d’Esquadra, que tienen una enorme implantación en Cataluña”, espetó la portavoz de la formación fundada por Pablo Iglesias.

La reacción de Podemos despertó las críticas de los partidos catalanes, y no hace falta decir de Junts o ERC, también de los Comunes que también defienden el traspaso. De hecho, Carles Puigdemont calificó la negativa de Podemos al «supremacismo español» y «primer de xenofobia». A pesar de la negociación, el coportavoz de Podemos, Pablo Fernández, ha reavivado la polémica anunciando que se oponen al traspaso porque es una «ley y un discurso abiertamente racista». “Podemos en ningún caso será cómplice de la expansión y normalización del racismo”, afirmó en una entrevista a SER Catalunya. Horas después, Belarra añadía más leña al fuego: acusaba a Junts de llevar a cabo una «agenda del racismo y el odio». Unas afirmaciones que sorprenden teniendo presente que estaba en el gobierno español cuando se registró la muerte de 23 personas en la valla de Melilla.

Ahora bien, la animadversión del ala más izquierda de la política española -es decir, a la izquierda del PSOE- a que Cataluña tenga más competencias o gestione competencias que hasta ahora eran un monopolio fáctico del Estado no es nueva, ni mucho menos. De hecho, la historia recuerda la incomodidad y agresividad con que las izquierdas españolas han visto siempre el reconocimiento nacional de Cataluña. Especialmente, en las líneas ideológicas que rozan o beben del comunismo y que siempre han querido supeditar las organizaciones políticas catalanas a las estructuras y disciplinas españolas. Es lo que la izquierda nacional ha calificado como «la tradición centralista de las izquierdas españolas».

El vicepresidente segundo del gobierno español, Pablo Iglesias
El exvicepresidente segundo del gobierno español, Pablo Iglesias

Desde 1928

Del PCE de Dolores Ibárruri, a Santiago Carrillo, a Julio Anguita o Pablo Iglesias, se ha demostrado que, a pesar de algunos discursos oportunistas, siempre chocan con la soberanía de los partidos catalanes de izquierdas. Todo ello porque reconocer la identidad nacional de Cataluña implicaba el reconocimiento de la entidad propia de un partido. El último ejemplo es cómo Podemos, que abría el camino a las izquierdas nacionales en una confluencia, perdió sus partidos de referencia en Cataluña -ICV o Comuns- o en el País Valenciano.

La sospecha de los centralismos de las izquierdas ya impulsó la fundación del primer Partido Comunista Catalán. El libro «Ni Madrid ni Moscou: El Partit Comunista Català (1926-1930)», (Tigre de Paper, de Ignasi Bea, detalla una historia tan desconocida como interesante. La iniciativa de unos jóvenes catalanes en 1928, de crear un partido ajeno al Partido Comunista de España ni de la Internacional Comunista. Un partido que vinculaba la liberación social y nacional, como años después defendería Andreu Nin, impulsor del POUM, un partido incómodo para Stalin y, de rebote por la ayuda soviética que recibía la República española. De hecho, Nin fue asesinado y aún se busca el cadáver.

El PCC se sentía políticamente miembro de la Internacional Comunista y actuaba absolutamente al margen del PCE. Sobre todo, a raíz de su origen poco ortodoxo fue una formación que priorizaba la lucha nacional y el derecho a la autodeterminación y su independencia de la estructura política española. De hecho, editaron el primer diario comunista escrito en catalán (Treball). Su vida corta hizo que su militancia se dispersara y muchos dejaran el activismo y la militancia en futuras confluencias porque entendían que perdía su esencia nacional.

Lluís Companys escoltado por Joan Comorera/Archivo Nacional de Cataluña
Lluís Companys escoltado por Joan Comorera/Archivo Nacional de Cataluña

El caso Comorera

Sin ninguna duda, uno de los paradigmas de cómo se indigesta la cuestión nacional en el comunismo español es el caso de Joan Comorera. Así lo considera uno de los hombres de referencia intelectual dentro del espacio de los Comunes y que proviene del PSUC y de ICV, como Jaume Bosch. En su último libro, «Fer Política» (Tres i Quatre Edicions, 2025) esboza el caso como uno de los ejemplos clamorosos de la pésima comprensión de la izquierda española con el hecho nacional catalán.

«El PCE intentó diluir el carácter nacional del PSUC en diversas ocasiones», escribe Bosch. En este punto recuerda la figura de Joan Comorera, secretario general del partido entre 1936 y 1949 y consejero del Gobierno de Lluís Companys, que murió en la cárcel cuando cumplía una condena de 30 años de prisión tras un consejo de guerra. Fundador del PSUC en 1935, acabó expulsado del partido por diferencias con el PCE y por mantener la firmeza nacionalista. La líder comunista española, Dolores Ibárruri, maniobró para que fuera delatado y detenido por la policía franquista, con quien no quiso ningún acuerdo. Sólo duró seis meses en la cárcel de Burgos, donde murió.

Comorera fue acusado de traidor por el comunismo español por su persistencia en la defensa de los derechos nacionales en consonancia con los derechos sociales. Al mismo tiempo estaba perseguido por el franquismo que se frotó las manos cuando desde el comunismo español difundieron que había regresado a Cataluña desde el exilio. Paralelamente, y siguiendo, el libro de Ramon Breu. «Protocol M. L’afer Comorera» (Voliana Edicions, 2019), hay firmes sospechas de que se activó el protocolo que tenía el KGB (protocolo M) para eliminar físicamente a todos aquellos disidentes de los partidos comunistas occidentales, es decir, dirigentes que no siguieran la línea de Moscú. Como era el caso de Comorera, y como denunciaba continuamente el comunismo español, incluso, había llevado al PSUC a ser miembro de la Internacional Comunista. Una conjura contra un comunista que quería un partido para una Cataluña nacionalmente libre.

El Síndic de Greuges, Rafael Ribó | ACN
El exlíder de ICV, Rafael Ribó | ACN

Carrillo, también

Uno de los otros nombres de la izquierda comunista española que intentó diluir el PSUC, como gran formación de la izquierda catalana, fue Santiago Carrillo. Aunque, al final de su carrera participó en actos con cierta complicidad con el Estatuto de Autonomía y en un acto en Barcelona, en el año 2011 defendió el derecho a la autodeterminación. Eso sí, ya hacía años que no tenía ningún tipo de cargo orgánico. Basta recordar que en 1981 estalló la crisis de los «renovadores», que acabó con la purga de los que querían «federalizar el partido» que ponía en riesgo el poder central del partido. La batalla la ganaba el PSUC que obtenía mejores resultados en Cataluña que el PCE. Las maniobras de Carrillo apartaron a Antoni Gutiérrez Díaz que aguantó la embestida defendiendo la soberanía de Cataluña frente al embate centralista del PCE.

Casi punto por punto pasó lo mismo con Julio Anguita que, desde el liderazgo de IU, equiparaba al PP con el PSOE y llegó a hacer pinza con los populares contra los socialistas. Entonces, los postcomunistas catalanes, de la semilla del PSUC reconvertidos en ICV, pusieron freno a Anguita liderados por Rafael Ribó, que luchaba contra lo que bautizó como «dogmatismo hegemónico de Izquierda Unida». De hecho, Ribó veía en IU un actor más en el conjunto de la colaboración de lo que se llamaban las izquierdas periféricas.

Podemos es el último ejemplo de cómo ha perdido el vínculo con su partido de referencia cuando los Comunes, aunque con un soberanismo difuso, se distinguen como una realidad nacional propia. De ahí la ruptura y la residualización de Podemos en Cataluña que defiende la misma postura que el politburó madrileño poniendo en duda la capacidad de la gestión de Cataluña como nación con instituciones propias de competencias que hasta ahora quedaban en manos del poder español. De hecho, es poner en duda la capacidad democrática de las instituciones y sociedad catalana por el hecho de ser catalanes. La historia se repite, siempre.

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