Magda Oranich es un torrente energético. La edad sí que lo perdona todo a según quién. Oranich te desborda y te llena de reflexiones y conclusiones. De cualquier tema, de cualquier persona, de cualquier momento. Es memoria activa de un tiempo que tuvo que vivir y combatir. Como abogada, cuando terminó la carrera se especializó en derecho penal y, aún más concreto, en la defensa de los presos políticos. Ella misma acabó en la cárcel. Cuando Franco se encaminaba en el último tramo del calvario al que sometió a los demás, acompañó a las hermanas de Salvador Puig Antich en el momento de la ejecución. Y cuando el dictador agonizaba pero aún lo mantenían a trote, con Marc Palmés participó en la defensa de Jon Paredes Manot, Txiki, que fue juzgado, condenado a muerte y fusilado en Cerdanyola del Vallès el 27 de septiembre de 1975. Ahora hace cincuenta años. Dos meses más tarde moría en la cama su asesino.
Las ejecuciones de Txiki y Ángel Otaegi –ambos miembros de ETA Politicomilitar– y de José Luis Sánchez-Bravo, Ramón García Sanz y Xosé Humberto Baena –militantes del FRAP– fueron el canto del cisne de la hiena franquista. Al dictador se le moría el régimen y el régimen decidió perpetrar un último escarmiento para disuadir las esperanzas de sus opositores. Para esparcir el miedo que se había prolongado durante cuatro décadas.
El juicio a Txiki no fue ningún juicio…
Para nada. No tuvo ninguna garantía judicial. Al principio no había muchas, porque era un “consejo de guerra sumario”, pero al cabo de pocos días lo pasaron a “sumarísimo”. El sumarísimo es el súmmum. Está previsto para tiempos de guerra, sin ninguna garantía. El juicio a Txiki no tuvo ninguna de las garantías previstas en aquel momento, que eran muy pocas. Alguna había, pero no se le aplicaron.
¿A qué lo atribuye?
Franco –o su entorno, porque él ya estaba muy enfermo– había decidido que se debía matar gente en Madrid, en Barcelona y en Burgos. Tres miembros del FRAP y dos de ETA. En mi caso, Txiki, mi defendido, me dijo que lo habían torturado. Aún me mostró señales. Lo habían torturado mucho. En cuanto al juicio, el consejo de guerra es un caso excepcional. Nos negaron a la defensa todas las pruebas. Admitieron declaraciones de no sé cuántos policías y guardias civiles que propuso la acusación. A nosotros no nos admitieron nada. La prueba determinante era la balística, que eso ya pasó con Salvador Puig Antich, y tampoco nos la aceptaron. En el caso de Salvador la cosa llegó a un punto… Llevaron el cadáver del agente asesinado al Clínic, que era el lugar de referencia donde hacían las autopsias, llegó la policía, se lo llevó y le hicieron la autopsia en una comisaría…

En el caso de Txiki lo acusaban de haber asesinado a un agente en un atraco…
No. Asesinato, no. Porque asesinato significa que lo has previsto y te lo has preparado. Lo acusaban de haber disparado a un policía en un atraco. Decían que lo había hecho él y él siempre lo negó.
¿Txiki estuvo en aquel atraco? Porque él decía que en ese momento estaba en Perpiñán.
Eso lo han dicho después. Yo sé que cuando preguntaron a los testigos cómo era la persona que había disparado respondieron que era “un chico muy alto”. Señoría, ni una pregunta más, porque Txiki medía un metro cincuenta. Si se llamaba Txiki, que significa pequeño en vasco, era por algo. Pasaron por alto todas las contradicciones. Y, como he comentado, admitieron todos los testimonios de la acusación y ninguno de la defensa.
Ni la prueba balística…
Que era determinante, porque, si el agente había muerto de un tiro, ¿quién lo había disparado, ese tiro? No se pudo saber. Detuvieron a Txiki, no sabían qué hacer, se esperaron, pero cuando decidieron iniciar la causa, todo fue rapidísimo. Nos dieron cuatro horas para preparar la defensa… Y aplicaron un decreto ley posterior a los hechos que no se podía aplicar, porque las leyes no son retroactivas.
Aquello era un escarmiento para asustar a la gente en esos momentos en que Franco comenzaba la cuenta atrás?
Yo creo que sí. Se me hace muy difícil entender la mentalidad de aquella gente, porque evidentemente no es la mía, pero en todo caso no tuvimos una ruptura, que es lo que quería la oposición democrática. Aquello fue una transición, con sus virtudes y sus defectos. La oposición democrática tenía fuerza, pero no suficiente para hacer una ruptura. El régimen sabía que habría mucha contestación y decidió asustar. Se equivocaron, incluso desde su perspectiva, porque hubo mucha contestación internacional. Quema de la embajada española en Lisboa, intervención de Olof Palme… Muchos países de nuestro entorno protestaron…
Pero eso también podía reforzar el régimen cuando se apagaba el dictador. Franco hizo un discurso en la plaza de Oriente de Madrid donde se reunieron cientos de miles de asistentes…
No tengo tan claro que eso lo reforzara. Desde mi experiencia personal, sin ninguna pretensión científica, constaté que mucha gente que había apoyado el franquismo –no camisas azules, pero sí personas a quienes ya les estaba bien el régimen– se indignaron bastante con aquellas cinco penas de muerte. Creo que les salió mal la jugada…
¿Cuándo supieron usted y Marc Palmés que no había nada que hacer?
El primer día que lo vi. Me dejaron visitarlo el 21 de agosto, porque hasta entonces había estado incomunicado sin poder hablar con nadie. Me llama el juez y me dice: “Ya puede ir a verlo”. Fui corriendo a la Modelo y, solo conocerme, Txiki me comenta: “Mira, me han traído esto”. “Esto” era un desglose del sumario grande del atraco. Le habían abierto una causa solo a él. En aquellos papeles ya se veía la intención. Yo lo vi clarísimo. Todos los que salieron en el sumario general fueron amnistiados al final. Después de la muerte de Franco la oposición lo consiguió. Hizo que todos los presos salieran a la calle y después, la amnistía. También nos equivocamos, pero en aquellos momentos pensamos que nos comíamos el mundo.
El asesinato de Txiki fue un aviso, pues, porque ustedes pensaban que podían perder los dientes en el intento de comérselo…
Quizás sí. Hablando del caso de Txiki, una de las primeras cosas que tenía que cambiar España cuando quiso homologarse a sus vecinos europeos fueron estas reglas, las reglas que permitieron fusilarlo. ¿Qué hacía un civil juzgado por los militares? Se supone que la justicia militar es para los militares, no para los civiles. Franco había creado en el año 63 el Tribunal de Orden Público, un tribunal de represión política, que, a pesar de eso, nunca dictó ninguna pena de muerte. El caso de Txiki fue a parar a los militares, porque creo que Franco solo se fiaba de ellos. Cuando quería poner penas muy altas, treinta años de prisión o pena de muerte, redactaba un decreto antiterrorista, que permitía pasar esos casos a jurisdicción militar.
¿Quién le pidió a usted que lo defendiera?
Juan María Bandrés. Era un abogado de un prestigio excepcional. Y uno de mis mejores amigos. Me llamó cuando yo estaba de vacaciones fuera de Cataluña. Me había ido a Copenhague. Yo llamaba por deformación profesional cada dos días al despacho. Entonces agosto no era inhábil, como ahora, y los juzgados funcionaban. Me dijeron que tenía un encargo urgentísimo. Hablé con Bandrés, que me pidió que tomara una defensa: “No te preocupes, es un segunda figura y el asunto no es complicado”. “Segunda figura”… El día que tuve acceso a los papeles le dije: “No sé si es complicado, pero veo clarísimo que se lo cargan”.
¿Cómo veía Txiki su caso?
Como yo. Me dijo: “Estos me matan seguro”. Lo tenía clarísimo. Cuando yo le decía que habíamos conseguido esto o aquello, él no se lo creía. Txiki tenía una obsesión. No quería que le aplicaran el garrote vil. Era un sistema cruel e inhumano. Es lo que habían aplicado a Salvador Puig Antich. Todos los presos decían que la primera vez no había funcionado y que tuvieron que recurrir a una segunda. Él sentía terror ante la perspectiva de ser asesinado así.
Solo tuvieron cuatro horas para preparar la defensa…
Sí. El súmmum fue cuando nos dan los papeles, con petición de muerte, y nos dicen que tenemos cuatro horas para prepararla. En lo civil siempre pides prórrogas y te las conceden. Allí ni prórrogas ni nada. La idea de qué querían y cómo conseguirlo era clarísima. Aquellos tribunales marcaron que querían juzgar a los cinco acusados el mismo día y a la misma hora.
Todos los testimonios eran falsos.
Como si fuera una película preparada. Cuando les hacías una pregunta aparte, fuera de guion, la pifiaban mucho. Aquello de la altura fue aclarador. Txiki era especialmente bajito –lo digo ahora que no me oye, pobre, porque lo tengo en el corazón siempre–, y allí declararon que quien había disparado era un señor alto, muy alto. “¿Está usted seguro?”. “¡Y tanto! Porque yo vi cómo disparaba”. No le hicieron ni caso. La intención se veía, se palpaba en el ambiente.
¿Y por qué Txiki?
Porque era el único que tenían en Barcelona. Querían darle un eco internacional. Y Cataluña y Euskadi eran los que siempre recibíamos más. Los otros cuatro iban más avanzados y aquí tuvieron que correr más. No parábamos, no dormíamos. Con el pesar de que todo aquello no serviría para nada, pero lo teníamos que hacer igualmente.
Ustedes intentaban retrasar la sentencia porque sabían que, si Franco moría antes, no se aplicaría la pena de muerte.
¡Y tanto! Lo teníamos clarísimo. Con Franco muerto ya no se aplicarían más penas de muerte. Estábamos seguros. Encontramos un recurso muy simple que consiguió un cierto retraso, porque Txiki había declarado ante el juez como acusado bajo juramento de decir la verdad y eso no era legal…
No era ninguna tontería, porque aquello era un error judicial muy grande incluso desde la impunidad que perpetraba la dictadura…
A él le habían obligado y no le habían quitado esa obligación. Esa era la cuestión. Nos lo admitieron a trámite y tuvieron que repetir ese paso. En cuatro o cinco días. Esos cuatro o cinco días, ahora visto de lejos, no representan gran cosa, pero en aquel momento podían ser la vida o la muerte, porque nos decían que Franco estaba muy mal. Por eso después, aquella noche que muchos recordaremos, cuando salió Arias Navarro y dijo: “Españoles, Franco ha muerto”, lo primero que hice fue llamar a mi madre. Las dos llorábamos por teléfono, porque las dos sabíamos que, si eso hubiera pasado un mes y medio antes, ya no le habrían matado al hijo. Después indultaron a todos de los delitos presuntamente graves que les atribuían. Más tarde, amnistiaron a todos. Eso sí que se consiguió con la transición. Que todo preso político quedara amnistiado.
¿Recuerda el momento en que les comunicaron la sentencia?
¡Y tanto! Nos llamó Nemesio Álvarez Álvarez, que era el juez, para comunicárnosla. Hace poco leí que había muerto. Al final ya manteníamos una cierta relación y le llamábamos: “Oye, Nemesio…”. Él también estuvo en la ejecución…
Era un militar, obviamente.
Sí. Todos eran militares. Es más, los miembros de un tribunal de un consejo de guerra no tenían que ser juristas. Uno era de caballería, otro de aviación… Solo había uno, el jurídicomilitar, Carlos Rey, que lo hacía todo. Nemesio se encargó de la instrucción y más tarde, en el consejo de guerra, solo Rey sabía de leyes. Después ha continuado ejerciendo de abogado. Sigue siendo abogado en ejercicio. Lo reconoció en una entrevista que le hizo el Ara. Dijo que lo había hecho, sí, y que lo volvería a hacer en aquel momento, pero que ahora no lo haría.
Cuando supo la sentencia, ¿Txiki quedó muy afectado?
No. De puertas afuera, no. Quizás era una persona que se lo guardaba todo dentro. Se lo fuimos a decir. Yo se lo dije. Con el abogado militar, porque también nos pusieron uno, el capitán Coronado, de caballería, me parece. Coronado se portó bien. Siempre tenía que estar con nosotros. Cuando ya sabíamos la sentencia y no había nada que hacer, llegó el momento de “entrar en capilla”. Así lo marcaba el código de justicia militar. Nos llamó Nemesio y nos dijo que abrían la capilla a las ocho de la tarde. Fuimos, naturalmente. Nos presentamos en la Modelo y entramos en capilla, que terminaba a las ocho de la mañana. Fueron las doce peores horas de mi vida.
Aquello fue una tortura china. En el momento antes de entrar decidimos volver a pedir el indulto a Franco. Pensamos que aquello era rebajarse, pero que tanto daba. Pero entonces no nos dejaron salir de la prisión para llevar la petición a Correos. Se lo dijimos al capitán Coronado y nos respondió que ya la llevaba él. Pero no solo lo hizo, sino que también la firmó… Los militares que estaban en la prisión en aquel momento estaban muy incómodos. Había uno que incluso nos dijo que estaba en contra de la pena de muerte. Aquellas doce horas se hicieron muy muy largas. Aquello fue un horror.
¿Y él?
Txiki se mantuvo bien, sonreía… No quiso comer, porque nos dijo que le saldría todo cuando recibiera los tiros… Estaba bien.
También estaba su hermano mayor, Mikel.
Sí. Estaba con nosotros. Estuvo toda la noche. Hacía una semana que, aprovechando que en aquellos momentos no había cristales de separación, sino rejas, yo había pasado a Txiki una estampita de la comunión de sus hermanos pequeños. En esa estampa, que él dio a Mikel, escribió el poema de Che Guevara que después ha salido por todas partes: “Mañana cuando yo muera no me vengáis a llorar. No estaré bajo tierra, soy viento de libertad”.
Mantuvo un comportamiento heroico, épico…
Sí. Cuando vino el notario, que era un notario progresista, de confianza, estuvo muy bien, porque se pasó una hora con él –nosotros ya no sabíamos qué decirle–, y le iba dando papeles y papeles. Los militares iban diciendo “pues sí que tiene bienes, este chico”. Pero aquello era un testamento ideológico, dedicado al pueblo vasco: “Hoy a mí me asesinarán por el simple hecho de luchar por mi pueblo. Eso para el régimen de Franco es un crimen, mientras no es un crimen asesinar a los militantes de ETA antes de capturarlos, ni tampoco es un crimen matar a la gente en manifestaciones, controles, etc. Hoy somos nosotros los que nos encontramos en el banco de los acusados, pero mañana se encontrarán ellos, o sea, Franco y toda su banda; y seréis vosotros quienes haréis justicia. No lo olvidéis, ya que mis compañeros y yo ya no podremos verlo. Confiamos en vosotros”.
Es una pena que el notario no nos lo pueda explicar ahora con pelos y señales personalmente. Este es el problema, porque muchos de los que estuvieron con nosotros ya han muerto. Por eso me toca a mí ir explicándolo.
Antes de la última petición de indulto, ustedes habían hecho otra…
Sí. Unos días antes. Hicimos ese escrito ocho abogados. No solo Marc y yo, sino todos los que intervenían por algo. Cuando ya lo teníamos, llegó Mikel Castells, el otro dios de Euskadi. Un hombre excelente, que aún vive. Él firmó y allí donde decíamos que, si al final lo condenaban a muerte, fuera fusilado, él escribió: “Y que muera como un gudari vasco”. ¡Uf! ¡Cómo se pusieron! ¡Iniciaron otro consejo de guerra contra todos los abogados que lo habíamos firmado!
Al menos aceptaron no asesinarlo con el garrote vil.
No te lo pienses. Eso lo discutieron. Querían ejecutar a los cinco condenados a muerte con este sistema, pero no encontraron suficientes verdugos. Solo tenían tres. Y como tenían la obsesión –no me preguntes por qué– de matarlos todos el mismo día y a la misma hora, tuvieron que recurrir a los fusilamientos. Creo que eso tuvo más influencia que nuestro escrito.
En el momento en que lo fusilaron Txiki conservó el valor.
Del todo. Mientras lo fusilaban –disparaban uno a uno– cantaba el Eusko Gudariak. Iba cayendo de rodillas y continuaba cantando. Hasta que cayó del todo, que dejó de cantar, aunque aún se movía. Vino el médico militar y avisó al jefe del pelotón, que le tuvo que dar el tiro de gracia. Alguien que entendía de armas –yo no entendía ni quiero entender– dijo que lo hicieron mal. Tenía todos los tiros en la barriga y ninguno en el corazón. No lo sé. No lo puedo asegurar. Pero él no murió de esos tiros, eso es seguro. Cuando le dieron el de gracia fue inmediato.
¿Cómo aguantaron ustedes esa situación?
No era nada fácil, pero tuvimos que aguantar. Incluso aguantó el médico militar, que vino sin saber a dónde iba: “A mí me han dicho un servicio, pero no me habían dicho que era esto”. El médico militar –“yo esto, no”– caía, caía, caía, y lo tuvimos que aguantar entre todos. Uno de los soldados se desmayó.
¿No formaban el pelotón exclusivamente guardias civiles voluntarios?
Sí, pero después había toda la tropa de vigilancia. Tenían lo que llamaban “mili enchufe” en Capitanía. Yo le dije a uno: “¡Vaya mili que te ha tocado, chaval!”, y cayó redondo. Estaba blanco.

¿Y Mikel, el hermano de Txiki?
Aguantó, pero cuando vio que su hermano estaba muerto, en el suelo, con la sangre, se puso… Creo que esa fue la mayor fuerza que he tenido que hacer en la vida. Marc y yo, los dos aguantándolo. Estuve dolorida días y días. “¡Pero que no ves a todos esos guardias civiles y soldados apuntándonos con metralletas?!”. No podíamos hacer nada. Si nosotros lo pasamos fatal, el hermano mayor lo pasó peor. Después necesitó tratamiento. Ahora está muy bien y hace de guardia municipal de su pueblo.
¿No se ha jubilado ya?
No lo sé. Yo estos días he hablado con él y, si no está retirado, quizás sí que está a punto de retirarse. Sigue viviendo en Zarautz. Mantuve también relación con la madre. Valiente hasta el final. Era un pilar. Murió hace un año o dos. La última vez que cené con ellos me hizo gracia que los hermanos, gente venida de Extremadura, hablaban vasco entre ellos. Y yo pensé: “Tanto que dicen que a nosotros nos ha ido bien la inmersión, y aquí por lo que se ve les ha ido mejor”.
¿Txiki le habló alguna vez de Cataluña, del caso catalán?
No. Alguna vez, eso sí, me comentaba: “Eso en catalán aún no lo sé decir”… Pensar que las conversaciones con él los últimos días se hacían duras y muy concretas. No por él, que era una persona encantadora y siempre sonreía, sino obviamente por la situación. Tenía 21 años y sabías que se lo cargaban. Jordi Oliveras, compañero de despacho, venía hecho polvo después de hablar con él. Un día me dijo: “Me ha dicho que le dibuje un garrote vil”…
El día del fusilamiento, después de cantar el Eusko Guradiak, un militar de los que estaban allí reconoció: “¡Sí, es valiente, pero no es de los nuestros!”. Textual. Los últimos momentos fueron durante la velada. Él, dentro del ataúd, llevaba un jersey azul que le habían tejido las presas políticas en la prisión de la Trinidad. Esta imagen se hizo famosa después. No sé recordar si lo llevaba en el momento de la ejecución, pero sí que lo llevaba en el ataúd. Es posible que Mikel se lo pusiera después.
Esa foto se movió internacionalmente y tiene una historia brutal. En el entierro había mucha gente, unas quinientas personas. El sepulturero, que pensaba que nosotros éramos de la familia, nos pidió si lo queríamos ver por última vez. Yo le dije que sí. Entonces abrió el ataúd y Marc Palmés tuvo los reflejos de hacerle una fotografía. Tenía la máquina a punto. Antes de que viniera la Guardia Civil, sacó el carrete y me lo dio. Yo me lo guardé en el pecho, que siempre es un lugar seguro, y se lo pasé a un periodista que tenía al lado, Andreu Claret, amigo de toda la vida. Fue él quien lo sacó de allí.
¿Todo aquello la marcó mucho? Humanamente, profesionalmente…
Hombre, profesionalmente estas cosas son muy duras. Y son horribles en todo: humanamente, personalmente, ideológicamente… Sí que me marcó. No me he olvidado nunca. Como la muerte de Salvador Puig Antich, aunque en aquel momento no estaba allí, porque estaba fuera con las hermanas. Durante el franquismo vi torturas muy fuertes que me marcaron mucho. Por eso iba tanto a la Modelo. A preguntarles cómo estaban, qué necesitaban. Me marcó mucho ver cómo torturaban a aquella gente joven, que, de hecho, pensaban como yo, eran antifranquistas. Aquella otra gente que decía que eso del franquismo tampoco era tan grave, si hubieran vivido lo que viví yo, quizás no lo habrían dicho con tanto convencimiento.
Después de la muerte de Txiki hubo una gran respuesta internacional: manifestaciones, protestas, asalto de la embajada española en Lisboa, el primer ministro sueco, Olof Palme, que pidió dinero para los familiares de los asesinados…
Muchos países mostraron su desacuerdo con aquellas muertes. Me parece que incluso los Estados Unidos. Yo no pensaba que la reacción sería tan fuerte. Txiki, sí, porque me decía: “Ya verás, ya verás, cuando me maten lo que pasará. La lástima es que yo no lo veré”. Cuando vi lo que pasó me alegré mucho.
Cincuenta años más tarde, ¿tenemos la obligación de recordar esos hechos?
Es necesario mantener el recuerdo. Debemos mantener la memoria histórica de lo que era una dictadura. Que la gente no se pregunte: “¿Qué habían hecho?”. Da igual lo que habían hecho. Los mataban igual. Y quizás ni siquiera lo habían hecho. Que la gente sepa qué era un consejo de guerra, qué era la represión franquista, que recuerden qué era todo aquello. El otro día tuve que decir a un estudiante jovencito que comenzaba a mirarse la Segunda Guerra Mundial para hacer un trabajo de final de ESO que Franco era aliado de Hitler y Mussolini. “Ah, ¿sí? Pues, no sabía nada”. Deben saber qué fue la dictadura. Qué vivieron sus padres y sus abuelos. Esa es la memoria. Ahora resulta que nadie era franquista…
Desgraciadamente, de franquistas, hubo muchos…
¡Claro!
Y ahora hay quienes aún reivindican la figura de Franco y la dictadura.
Más ahora, sí, que está subiendo la extrema derecha en todo el Estado, en Europa y en el mundo. Es necesario saber qué pasa cuando gobierna la extrema derecha. Cuando algún joven me pregunta qué no podíamos hacer le contesto: “No podíamos hacer nada”. No nos dejaban hacer nada. Cuando me vienen estudiantes de la universidad les digo que entonces tenías que ir con corbata. Yo tenía que ir con falda, porque las mujeres no podíamos ir con pantalones. Eso son pequeños detalles. Pero es que entraban hasta en los más mínimos detalles. El franquismo no es solo represión política y que no hubiera libertad de expresión. Entraban en la vida personal. No había divorcio, si una pareja no se había casado, no podía registrar a los hijos en el registro civil… Yo me pasaba el día allí cambiando los nombres, haciendo trámites… Ahora se ha descubierto qué pasaba en el Patronato de Protección de la Mujer, donde tenían chicas torturadas, mujeres a las que habían quitado los hijos porque no se habían casado, homosexuales en la cárcel… ¡Todo eso lo hemos vivido aquí!
Y aún suerte en Cataluña, porque el derecho civil se había ido manteniendo, aunque con las limitaciones de no poder ser modificado ni ampliado, y eso te permitía hacer más cosas. Permitía la separación de bienes y que una mujer, por ejemplo, pudiera tener una cuenta bancaria propia. Y aún así… Si se trataba de una entidad catalana, ningún problema, pero si era un banco español, les decían que no. Tenía que ir yo al banco y se montaba el Cristo: “¡Uy, tengo que consultarlo en Madrid!”. Al final, nos daban la razón, pero costaba. Por eso digo que la dictadura afectaba tanto la vida privada, la vida del día a día. ¡Un desastre!


