La verdad es que ha transcurrido el primer cuarto del siglo XXI y los catalanes continuamos atrapados en una compleja problemática política, esencialmente institucional, que viene de muy atrás y que no conseguimos resolver. La tesis es que, sin poseer un auténtico estado de derecho, la sociedad catalana no obtendrá un desarrollo político, económico y cultural coherente con sus propios atributos y potenciales. Pero para conseguirlo necesitamos desentrañar el problema y encontrar estrategias vencedoras. Y para empezar a ganar hay que aprender a hablar.

Los dirigentes del PSOE-PSC insisten que el problema de Cataluña es la división entre los mismos catalanes. Y Pedro Sánchez presume de haber logrado que gracias a él, ahora, reine la paz. Obviamente, olvida que la paz impuesta con el 155, el exilio y la prisión lo es todo menos paz. Entre tanto, el PP y VOX atacan a cañonazos el catalán y convierten el populismo anticatalanista en la palanca de su relato españolista.  

Unos y otras muestran diariamente que el anticatalanismo nace en las entrañas del Estado. Desde siempre, desde los orígenes del estado español. Incluso ahora, cuando el Estado predica democracia a troche y moche, el anticatalanismo es uno de los principales pilares, quizás el más importante, del españolismo.

Y el enigma empieza aquí. ¿Por qué razón la democracia española tampoco ha conseguido resolver la ensambladura de Cataluña? ¿Es un problema de división entre catalanes, o es un problema que ha convertido en crónico el propio estado Español? 

La llegada de la democracia que frustró esperanzas

La mayoría de los catalanes pensamos en los años setenta que la democracia resolvería definitivamente la ensambladura de Cataluña en el Estado. Y supusimos que, si hacía falta, Europa daría el empujón que pudiera faltar. Han pasado los años, pronto hará 50 cincuenta que España se declaró un Estado democrático y el desajuste con Cataluña continúa irresuelto. 

Para muchos catalanes es una cuestión incomprensible. Sabemos que el Estado nos condiciona, nos perjudica, incluso nos cansa tener que insistir. Dábamos por supuesto, como demócratas, que el imperativo democrático impondría su ley ante el autoritarismo y los catalanes podríamos decidir qué vínculo establecer con el Estado. Pero no, llegados a este punto el enigma se agranda: el Estado prefiere mantener el problema enquistado, con respuestas autoritarias, sin reparar los enormes perjuicios sociales que esto provoca a Cataluña. 

Y, así, Cataluña vive forzada dentro de un complejo rompecabezas, en el cual, a los problemas globales que compartimos con las otras ciudadanías del mundo (crisis climática, devaluación de la democracia, guerras populistas o pobrezas inadmisibles), tiene que añadir una cuestión específica absolutamente innecesaria: está en manos de un marco institucional que la perjudica y la condiciona desde hace años. Es el problema que se arrastra desde el año 2010, es el problema que se multiplicó el 2017, y es el problema que ningún hombre de Estado parece querer afrontar. 

Mientras tanto la sociedad catalana vive encajonada en una arquitectura institucional extremadamente ineficiente e inadecuada para hacer frente a los retos de nuestro tiempo. De aquí la frustrante sensación de provisionalidad y de tenerse que defender que sufre permanentemente la sociedad catalana. 

Defenderse de un aparato institucional y administrativo de muy baja calidad, desplegado, desde siempre, a partir de un molde ineficiente, centralista, clientelar, monopolizado y corrupto. Defenderse de un aparato institucional, político y administrativo que no nos representa. Defenderse de lo que supone vivir instalados en un inacabable bucle de reivindicaciones, concesiones y sometimientos. Defenderse de una política permanente de laminado de las instituciones autonómicas y municipales. Solo hay que recordar qué supusieron el 23F o la sentencia del 2010 del Tribunal Constitucional contra el Estatuto del 2006 o la precariedad financiera que se mantiene irresoluble desde los mismos orígenes del Estado autonómico.

Manifestació contra la sentència del Estatuto, en 2010

Somos ya demasiadas las generaciones que vivimos en busca de un Estado que funcione, que, eficiente y democrático, represente nuestra identidad histórica, nuestra pluralidad política y nuestra diversidad social, y nuestro anhelo de participar en la construcción de una nueva civilidad.   

Ninguna ciudadanía puede conformarse con no poseer un Estado fiable, democrático, representativo, servidor, sano, equiparable a los mejores de nuestro entorno, a ninguna sociedad se le puede exigir que se desentienda del futuro.

La sentencia del Estatuto y la foto del puro en una plaza de toros

Solo hay que fijarse en unos pocos ejemplos. Les invito a pensar qué supone para una sociedad como la nuestra haber dedicado el esfuerzo político y social que comporta para una sociedad aprobar un Estatuto de Autonomía como el del 2006, para después tener que aceptar la liquidación que hizo el Tribunal Constitucional. Nunca he podido sacarme de la cabeza la imagen de algunos de sus miembros poco antes de la sentencia en los toros, con un puro a los labios, en la plaza de La Maestranza, en Sevilla.

Cuánta energía social hemos tenido que consumir tratando de conseguir un referéndum democrático para avalar o rechazar el derecho a la independencia. ¿Cuánta energía hemos invertido en defender a los presos y exiliados? ¿Qué decir de lo que supone para una sociedad como la nuestra que el Estado pida a las grandes empresas que se marchen del país? ¿Qué implica para la prosperidad del país el brutal déficit fiscal que Cataluña acumula, año tras año, desde hace siglos? ¿Como no tener en cuenta el déficit de inversión en infraestructuras, en Cercanías, en carreteras o trenes? ¿Qué implica vivir en una autonomía crónicamente mal financiada y sin capacidad legislativa? ¿Quién no recuerda como fue utilizada la pandemia del 2020 en beneficio de más centralización y españolismo? ¿Quién puede olvidar que el Estado hace siglos que se opone a la normalización de la lengua catalana, negándola, fragmentándola, impidiendo el reconocimiento internacional? ¿Y qué decir de la policía patriótica y las cloacas del Estado?

Una élite codiciosa en la base del funcionamiento del Estado español

He vivido algunos de estos hechos en primera persona. Observados en conjunto, expresan el brutal coste social, económico, cultural e incluso cívico que han supuesto, la brutal dosis de energía colectiva que hemos tenido que malgastar para defendernos y los miles y miles de oportunidades de trabajo, de bienestar o de vida perdidos. 

Cuando lo miras de cerca siempre acabas tropezando con los tentáculos del Estado. Encuentras una idea autoritaria del Estado, una democracia frágil, un unitarismo que quiere decir centralidad de poder y de recursos, unas instituciones de estado excluyentes y extractivas.  Ves una élite muy codiciosa, que trabaja para ella, que quiere imponer una nación única que no existe, todo en beneficio propio. Distingues aquello que no quieren que se vea: que las rentas fiscales que provee Cataluña son esenciales para mantenerse en el poder. Y por poco que insistas acabas captando por qué razón son tan alérgicos a cualquier cambio. 

Les propongo, pues, que dejemos de lado aquella expresión tan poco fiel a la realidad: Cataluña no es una nación sin Estado; sino que Cataluña es una nación con Estado. Cierto: un muy mal Estado. Un Estado que la perjudica, que le va a la contra, que no defiende los intereses de su sociedad, y todavía menos sus anhelos de futuro. Un Estado que la quiere fiscalmente productiva pero destruida como nación.                  

No es cierto, por mucho que así lo haya repetido insistentemente el catalanismo, que Cataluña no tenga o no haya tenido Estado. Al contrario. Cataluña ha tenido y tiene Estado; un Estado, sin embargo, que no la representa adecuadamente, que la perjudica, que lleva centenares de años vaciándola de riqueza, de política y de identidad. 

Un Estado que hace años que optó por delimitar un tipo de territorio de primera: Madrid. Madrid es su isla, la isla del poder. Concentra la élite que dirige el Estado y es desde donde despliega su poder y concentra gran parte del botín. Los otros territorios del Estado son vistos como posesiones, y cuando las posesiones exigen un estado democrático, eficiente, justo o respetuoso, entonces las declaran rebeldes y hay que asimilarlas. Suena fuerte, pero funcionan desde esta convicción. 

Madrid es la isla desde donde la élite política, económica y cultural que vive allí, impregna el poder público con los intereses de los privados próximos, hasta unos límites inimaginables. Para el Estado, Madrid es la isla del poder y de los negocios que van asociados. El Estado capitaliza la mayor parte de la fiscalidad y la riqueza que obtiene de las provincias del reino, del mismo modo que antaño hacía de las colonias.  

Son muchos los catalanes que lo sabemos: del Estado ineficiente y en manos de una élite de parte sale el catalán cabreado que en 2003 describió el periodista Enric Juliana, la aprobación del Estatuto del 2006, el catalán desafecto del presidente Montilla de 2007, la mutación independentista de 2010, los permanentes memoriales de agravios, las manifestaciones masivas, los múltiples procesos de renovación política iniciados por Cataluña y siempre frustrados por el estado: la Mancomunidad de 1914, los estatutos de autonomía de 1932, 1978 y 2006 o la independencia de 2017. 

Desgraciadamente, continuamos encallados en lo mismo de siempre: confrontados con el Estado, sea para protegerse de él, para resolverlo, para irse o para quedarse de una manera más favorable.

Un problema que brota de las entrañas del Estado   

Insisto: no es un problema de Cataluña, es un problema del Estado. No es la consecuencia de una patología catalana, como argumentaba Ortega y Gasset durante la República del 1931 y que algunos repiten todavía. El problema brota de las entrañas del Estado, de las instituciones estatales, de la élite que, históricamente, con una continuidad digna de mejor causa, lo ha instrumentalizado en beneficio propio

El historiador Borja de Riquer se preguntó ya hace años que habría pasado si el discurso español del siglo XIX se hubiera codificado como una propuesta comprensiva de la realidad catalana y si habría podido llegar a ser compatible con la catalanidad. 

La misma pregunta es lícita para el siglo XX, y para lo que llevamos del siglo XXI. El Estado español podría haberse desplegado como un receptáculo de patrimonios nacionales y de identificaciones diversas. Podía haber estado al servicio por igual de todos los ciudadanos que vivían en él, sin exclusiones, distribuyendo por igual cargas y beneficios. Es obvio que sí. Podría ser a estas alturas un Estado diferente, pero las élites de antes optaron para articularlo alrededor de un discurso nacionalista, españolista, excluyente y extractivo; y las élites de ahora no han querido cambiarlo. Como los ríos subterráneos, el nacionalismo de estado, aparece y se esconde, pero siempre está.

Es imprescindible tenerlo claro. Una de las características del problema que tenemos que afrontar es que cada nueva generación de catalanes prácticamente acostumbra a tenerse que enfrentar a ello desde cero, en cambio, el españolismo tiene un arsenal de medios que van repitiendo día detrás día el mismo relato.

El discurso de Azaña sobre Cataluña en 1932, en el Congreso 

Retrocedamos hasta el 27 de mayo del año 1932. Situémonos a Madrid, en el Congreso de Diputados. El hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo hierve. La pasión política está desbordada. Se discute sobre la autonomía de los catalanes y su Estatuto. Hay tensión y desasosiego. ¡Tema mayor! La recientemente aprobada Constitución de la República Española ha defraudado a muchos catalanes; ha definido el Estado español como integral, no como federal. 

Manuel Azaña interviene. Se hace escuchar. Su discurso es de tono trascendente. Parla para la historia. Sostiene que para resolver la cuestión catalana es necesario rectificar la línea que hasta entonces ha sostenido el Estado. Asegura que el Estado español, en versión absolutista monárquica o liberal parlamentaria, ha fracasado porque no ha sabido resolver el asunto de Cataluña. Ni ha sabido, dice, asimilarla, ni ha sabido integrarla. 

Escuchémoslo: “Hubo en España una ocasión en la que pudo nacer y fundarse con vigor y con un porvenir espléndido una política de Estado nacional, uniforme, asimilista; esa ocasión fue la Guerra de la Independencia… {pero} aquello se dejó perder {…}. Podríamos preferir que este estado hubiese triunfado en España, una política de asimilación, de unificación; podría ser que a alguien le parezca que esto hubiera valido más y que ahora todos los españoles hablasen el mismo idioma, cono el mismo acento, y tuviesen la misma creencia, los mismos amores, los mismos signos y el mismo modo de sentir la patria; podría ser que esto a alguien le parezca mejor; a mí me hubiese parecido un empobrecimiento de la riqueza espiritual de España. Pero el caso es que esto, parezca bueno o malo, no ha ocurrido.”

Azaña la clavó. Fue posiblemente el discurso más amable que hizo nunca respecto de Cataluña. Seguramente por eso no gustó a la mayoría de sus señorías, pero dijo una verdad como un templo: la asimilación de los catalanes en un Estado que pugnaba para ser uninacional y desposeer a Cataluña de sus atributos nacionales no se había producido. Desde los Reyes Católicos, casi todos los regímenes políticos, autoritarios o parlamentarios, lo habían intentado, pero ninguno lo había conseguido.

Han pasado los años y desde la misma la República del 1931 una vez asentada, pasando por la dictadura del generalísimo Franco y la misma democracia constitucional borbónica del 1978, todo el mundo ha tenido solo una cosa en común: el empecinamiento en matar la catalanidad. El enigma, pues, persiste. Ningún régimen español quiere resolverlo. ¿Por qué?

El discurso de Ortega y Gasset de réplica a Azaña: la ‘conllevancia’

Más que el condescendiente Azaña, quizás fue Ortega y Gasset quien dio la clave por desentrañar parte del enigma. En la misma sesión parlamentaria, respondió a Azaña y a los diputados catalanes. Hizo un discurso esperado, todavía más brillante, de aguda retórica, notable desdén y profundo paternalismo. Triunfó entre los servidores del Estado y en los titulares de la prensa; hizo fortuna entre los españoles, por mucho que algunos incluso encontraron que era demasiado benevolente.  

Ortega y Gasset en una fotografía en Aspen (Estados Unidos) en 1948 / Wikipedia

Obviamente, el discurso no gustó a los diputados catalanes, pero optaron por no discutirlo mucho; prefirieron aplaudir el difuso reconocimiento que hizo de la singularidad de Cataluña. Como tantas otras veces, se dejaron embaucar por la retórica de aquel ilustre intelectual y, como solía pasar, muchos prefirieron ignorar las cargas de profundidad que contendía. 

Bien mirado tiene una gran virtud: pasados los años todavía sirve para darse cuenta de las capas más profundas del pensamiento españolista. Fue un discurso durísimo con la catalanidad y eufórico con la españolidad, pero por encima de todo fue, una vez más, un brillante y agresivo enmascaramiento de por qué el Estado no se podía permitir perder de Cataluña: 

«Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que solo se puede conllevar; que és un problema perpetúo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetúo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar«. 

Desde entonces la conllevancia, tanto como decir aguantar, soportar o tolerar, se convirtió en un concepto clásico, que todavía oí a menudo en Madrid hace pocos años, especialmente en los meses anteriores al 1 de octubre; para la gran mayoría, si los independentistas pretendían hacer el referéndum, sería el fin de la tolerancia y llegaría la prisión. Basta de conllevancia, los jueces y las prisiones estaban a punto. 

Ortega y Gasset fijó el canon que han utilizado los demócratas españoles. La que tendría que haber sido una relación basada en la inclusión y el respeto, en la aceptación de la diversidad política, en la admisión de la pluralidad de naciones que componían el Estado, se convirtió en un tema sin solución, solo conllevable. La conllevancia, sin embargo, tenía un límite, una frontera: el derecho a salir del Estado, el derecho a cuestionarlo. Por mucho que el Estado actuara en Cataluña de manera inaceptable, los catalanes lo tenían que aceptar.  

El enigma, pues, continuaba agrandándose. ¿Qué significaba la conllevancia? Ortega y Gasset enmascara la verdad. Dice a los diputados catalanes, sin inmutarse, que el pueblo catalán arrastra una patología. «El problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista: un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras estos anhelan lo contrarío, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos«.

El problema era Cataluña. Los catalanes no querían «la fusión de una gran unidad histórica en una radical comunidad de destino». Y la voluntad de los catalanes de poseer un estado democrático, adecuado, eficiente y respetuoso con sus derechos y su identidad, como hacían la mayoría de los países de Europa, era una patología social y particularista, un nacionalismo pequeño y sin sentido. Un nacionalismo -decía el filósofo- defensivo y anestésico, opuesto a todo contacto y a toda fusión, un deseo irrefrenable de vivir aparte, un problema de carácter. Es el terrible destino de un pueblo que se arrastra angustiado a lo largo de toda la historia. Y este mal, afirmaba Ortega, no tenía cura.

Cuando alguien se una pura herida, curarlo es matarlo, insiste Ortega. En cambio -afirma satisfecho- ante el particularismo nacionalista catalán hay un nacionalismo muy diferente, bueno: el nacionalismo grande, el nacionalismo español, un nacionalismo poseído por un formidable afán de ser españoles. 

La ‘conllevancia’ como negación de la soberanía ante la patología catalana

La receta, dice Ortega, entre ambos nacionalismos, el grande y el pequeño, es la conllevancia. Pero entonces se suelta, llegado a este punto, afirma rotundo: «No me presentéis vuestro afán en términos de soberanía, porque entonces no nos entenderemos«.

Ortega, por fin, pone las cosas en su lugar. La cuestión de la soberanía, la que tiene que ver con el poder político, el derecho y las libertades, es propiedad del Estado. Y las propiedades del Estado no son transferibles. 

«El poder no es soberano, es el Estado quien lo otorga y es el Estado quien lo retrae y es a él a quien reviene«. Dicho de una manera más precisa: conllevancia quería decir negación de cualquier soberanía que no fuera la del Estado, y, por lo tanto, la sumisión obligada de los catalanes al poder ya establecido por el Estado.

Esta coda del discurso de Ortega, evidentemente, se menciona poco, nada. Es lógico, suena mal. Recuerda al absolutismo, y todavía peor, se injerta con el Estado autoritario de los años centrales del siglo XX, el que forjó los populismos fascistas y soviéticos. 

Puede parecer increíble, pero en el Madrid-Estado de hoy día, especialmente cuando vives ahí, cuando intentas razonar qué pasa realmente en Cataluña, percibes como Ortega y Gasset y el autoritarismo de Estado continúa operando. 

Paradójicamente, la democracia postfranquista no enmendó el principio: el Estado español tenía derecho de soberanía sobre Cataluña. Como si en el primer cuarto del siglo XXI todavía fuera vigente el estado absolutista.  

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