A través de unas sórdidas imágenes compartidas en X, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, anunciaba hace unas semanas la llegada de 261 “migrantes criminales” en varios vuelos provenientes de los Estados Unidos (EE.UU.). Un total de 238 acusados de ser miembros de la banda venezolana Tren de Aragua y 23 de la salvadoreña Mara Salvatrucha fueron deportados por Donald Trump en el marco de su tajante política antiinmigración, haciendo caso omiso de una orden judicial que decretaba su anulación inmediata. «Estos son los monstruos enviados a nuestro país por el corrupto Joe Biden y los demócratas radicales de izquierda. ¡Cómo se atrevieron!», escribió el republicano en X.

Los presos, encadenados de manos y pies, se dirigían hacia lo que será su hogar durante, muy probablemente, el resto de su vida: el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), una faraónica obra penitenciaria que simboliza la guerra de Bukele contra las bandas criminales del país. Bautizada como “la prisión más grande de toda América” —puede albergar hasta 40.000 presos, todos ellos incomunicados con el exterior—, ha impulsado la popularidad internacional de El Salvador desde su inauguración en 2023. Ahora, sirve como “vertedero” de los migrantes que Trump no quiere en su casa.

Bukele y Trump, una alianza ‘ideal’ en la guerra contra la inmigración

Un mes antes de estos hechos, el secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, cerró un acuerdo con Bukele según el cual Washington pagará al gobierno salvadoreño 6 millones de dólares para que albergue a 300 migrantes cada año en su complejo penitenciario. “Es un acuerdo sin precedentes, el más extraordinario del mundo”, exclamaba el jefe de la diplomacia de EE.UU., contento de que el país centroamericano se ofreciera a recibir “criminales peligrosos, incluso si son ciudadanos estadounidenses o residentes legales”.

Bukele, gracias a su intransigente política de seguridad y antiterrorismo, se ha ganado el favor de la Casa Blanca, que ya lo considera “un gran amigo de Estados Unidos”. Tres años después del inicio del estado de excepción, El Salvador se ha convertido en una de las naciones con la tasa de encarcelamiento más alta, lo que ha reducido drásticamente los homicidios en un país que se encontraba sometido al régimen de terror impuesto por las bandas criminales. Sin embargo, la cruzada del gobierno contra las bandas ha tenido consecuencias que ponen en duda la legitimidad de sus acciones: numerosas investigaciones hablan de detenciones sin pruebas, tratos vejatorios a los presos, aislamiento, prohibición de acceder a abogados y de contactar con familiares. “Se han anulado todos los derechos constitucionales. Te capturan y te dejan en el limbo jurídico durante 15 días, y durante todo este periodo no tienes derecho a un abogado. Después te acusan de formar parte de una organización terrorista y no te puedes defender”, explica Efren Lemus, periodista salvadoreño, en conversación con El Món. Human Rights Watch atribuye al estado salvadoreño la responsabilidad de 300 muertos bajo su régimen de excepción.

Trump y Bukele durante una reunión bilateral, en el primer mandato del norteamericano / Europa Press / Shealah Craighead / White House
Trump y Bukele durante una reunión bilateral, en el primer mandato del norteamericano / Europa Press / Shealah Craighead / White House

A pesar de las acusaciones de promover un sistema de violaciones masivas de derechos humanos, Bukele se ha ganado la complicidad del gobierno estadounidense tras presentarse como la solución a los anhelos antiinmigración de Trump. “Conoce muy bien la gestión del discurso mediático y el marketing político, y quiere vender la falsa tesis de que, para mantener la delincuencia a raya, necesita parasitar todas las instituciones y mantener un régimen de excepción permanente”, argumenta Lemus. “Este modelo, que banaliza los derechos humanos y no respeta el estado de derecho, ya se está exportando a EE.UU., como se ha visto cuando Trump ha ignorado la orden judicial que exigía la parada de las deportaciones», añade.

Por su parte, Venezuela, que mantiene limitadas relaciones diplomáticas con la Casa Blanca, se ha mostrado crítica con la deportación de 238 migrantes venezolanos a El Salvador. Su presidente, Nicolás Maduro, ha afirmado que la acción de Trump “evoca los episodios más oscuros de la humanidad, desde la esclavitud hasta el horror de los campos de concentración”. Ronna Rísquez, periodista venezolana experta en el Tren de Aragua, explica a El Món que la mayoría de los supuestos criminales son, en realidad, personas que no han cometido ningún delito. «Y aunque fueran delincuentes, tendrían derecho a un proceso judicial justo y transparente», reivindica.

Según Trump, los miembros de la banda venezolana “amenazan con llevar a cabo una invasión o incursión depredadora contra el territorio de los Estados Unidos”. Sin embargo, no ha presentado ninguna prueba que relacione a los deportados con la organización, ni siquiera que demuestre su implicación en delitos cometidos en EE.UU. «Una cosa es que haya miembros de la banda dispersos por el país, y otra muy diferente es que la banda actúe de manera organizada, con una presencia masiva de criminales en territorio estadounidense«, critica Rísquez, convencida de que «Trump intenta promover esta segunda idea para justificar las deportaciones«. A pesar de la oposición de Nicolás Maduro, Venezuela retomó hace unos días la llegada de vuelos cargados con ciudadanos expulsados de EE.UU., después de que la Casa Blanca amenazara con severas sanciones si se negaba a recibirlos.

Una política migratoria que desafía el orden constitucional

Trump ha legitimado su sonada política migratoria mediante una ley de 1798 que agiliza las deportaciones y niega a los migrantes la potestad de apelar la decisión. Pensada para tiempos de guerra, la Ley de Enemigos Extranjeros fue bloqueada por un juez del Distrito de Columbia mientras los aviones, llenos a rebosar de migrantes, se encontraban aún en espacio aéreo estadounidense. Teóricamente, esto obligaba a Trump a anular la operación. Pero el polémico magnate no cedió, argumentando que el vuelo ya estaba fuera de la jurisdicción de Washington, y los migrantes aterrizaron en El Salvador pocas horas después.

Un manifestante salvadoreño camina junto a una bandera de EE.UU. en llamas, en medio de las protestas contra el gobierno de Bukele en 2021 / Europa Press / Camilo Freedman / SOPA Images via ZUMA Press Wire
En medio de unas protestas en El Salvador, manifestantes expresan su rechazo a los Estados Unidos quemando la bandera estadounidense / Europa Press / Camilo Freedman / SOPA Images via ZUMA Press Wire

Durante los días siguientes, una contienda entre poderes y contrapoderes del sistema estadounidense planteó la posibilidad de una crisis constitucional en el país, después de que el poder judicial presionara a la Casa Blanca para obtener información detallada de los hechos y determinar si había desobedecido las órdenes del juez de Columbia. La administración Trump restó importancia a la cuestión, afirmando que la información constituía un secreto de Estado y, por lo tanto, no se podía divulgar. Las desavenencias entre gobierno y tribunales continúan, hasta hoy, condicionando la legitimidad de la política migratoria de Trump. La semana pasada, otro juez ordenó al gobierno que diera a los migrantes la posibilidad de impugnar su expulsión, amparándose en una ley que limita las deportaciones si se hacen a lugares donde la vida y la libertad se vean amenazadas. Trump, impasible, aseguró que no otorgaría este recurso a ninguna persona “sospechosa de pertenecer a bandas criminales”.

Tatuajes y camisetas para justificar deportaciones

La discrecionalidad es uno de los rasgos más característicos de la política de deportaciones de Trump. El polémico presidente se ha otorgado la potestad de deportar sumariamente “inmigrantes criminales” basándose simplemente en si tienen tatuajes o utilizan ropa que, según la Guía de Validación de Enemigos Extranjeros, está asociada a bandas de delincuentes. Este documento gubernamental permite identificar un criminal por el simple hecho de, por ejemplo, vestir una camiseta de los Chicago Bulls. Muchas deportaciones que se han llevado a cabo bajo este criterio han resultado ser injustas e infundadas. En uno de los casos, un ciudadano venezolano fue deportado por un tatuaje de una corona que, para las autoridades estadounidenses, evidenciaba su pertenencia a una banda criminal. Sin embargo, sus abogados alegaron que se trataba de una muestra de apoyo a su equipo de fútbol preferido, el Real Madrid.

Operación policial en el Centro Penal Izalco, El Salvador / Europa Press / Especial / NOTIMEX / dpa
Operación policial en el Centro Penal Izalco, una de las principales prisiones de El Salvador / Europa Press / Especial / NOTIMEX

De hecho, este mismo lunes, Washington reconoció por primera vez que se había equivocado en una de las deportaciones, la de un salvadoreño de 20 años que fue detenido mientras trabajaba de planchista. “Escapó de El Salvador amenazado por las bandas y tenía un estatus de protección especial en EE.UU.”, explica Lemus. Sin embargo, fue expulsado tres días después en uno de los aviones que salían hacia el país centroamericano. “Ahora mismo se encuentra encarcelado en el Cecot junto con las mismas personas de las que huyó”, se lamenta el periodista. A pesar de reconocer el error, la Casa Blanca asegura que no puede hacer nada para facilitar su regreso a EE.UU. Como él, muchos salvadoreños se encuentran en la misma situación.

No es país para migrantes

El “no es país para migrantes” de Trump ha llegado a límites tan exacerbados que, ahora mismo, cualquier ciudadano residente en Estados Unidos puede ser deportado por el simple hecho de ser acusado de un delito grave, sin necesidad de aportar ninguna evidencia que lo sustente. “Gente que el único delito que ha cometido ha sido entrar sin papeles a EE.UU. está ahora mismo compartiendo celda con delincuentes peligrosos”, clama Lemus. “Es la criminalización absoluta de la inmigración”, sentencia. La administración del republicano ya está negociando acuerdos para enviar a Costa Rica, Panamá, Guatemala y México aquellos migrantes —africanos y asiáticos, especialmente— difíciles de deportar a sus países de origen.

Para añadir más leña al fuego, la secretaria de Seguridad Nacional de EE.UU., Kristi Noem, grabó un vídeo la semana pasada desde el Cecot en el que se dirigía a los migrantes ilegales de EE.UU.: “Si no te vas, te perseguiremos, te arrestaremos y podrías acabar en esta prisión salvadoreña.” Mientras Noem sembraba el miedo entre los futuros deportados, los reclusos contemplaban la escena detrás de los barrotes, amontonados en las literas, en una escena tanto estrafalaria como espeluznante.

Mucha gente habla del éxito del modelo Bukele. Si bien se ha demostrado que ha conseguido reducir la criminalidad en el país, el costo que han pagado sus ciudadanos ha sido muy alto”, reflexiona Lemus. «La experiencia de Costa Rica, que ni siquiera tiene ejército, o Uruguay, demuestra que es posible controlar la delincuencia sin vulnerar los derechos humanos y el estado de derecho«, concluye. Sin embargo, El Salvador ha crecido en popularidad y se ha abierto al turismo —el año pasado recibió cuatro millones de visitantes—, lo que ha llevado a algunos medios, como el británico The Times, a referirse al país como “el destino actual más atractivo de Centroamérica”. En el lado opuesto, ante la voluntad de Bukele de convertir el país en el destino forzado de los indeseados por la política migratoria estadounidense, muchos ya hablan de “el nuevo Guantánamo centroamericano”.

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