Como una revancha inesperada contra la mala política, la DANA ha abierto un camino que supera el poder establecido, cuestiona el sistema y hace aflorar una realidad que interesaba ocultar. Los estragos de la tormenta en el País Valenciano han destrozado de golpe el mito de la generación de cristal. Es decir, jóvenes y adolescentes tan protegidos que sobreviven en realidades paralelas a través de sus perfiles de Instagram o Tik Tok. Esta concepción ha saltado por los aires gracias al barro y a la torpeza de la política que continúa anclada en el poder arrogante del Estado y la administración.
Las calles de Algemesí, Paiporta, Massanassa, Benetússer, Chiva o Catarroja son un laboratorio vivo de la nueva sociedad que se articula. Miles de jóvenes, y muy jóvenes, que con botas, bolsas de basura en los pies, palas y escobas ayudan a limpiar calles y vaciar casas, a repartir ayuda o curar heridas, a hacer cafés o repartir gel hidroalcohólico. Sin manías. Y sin ninguna otra ideología que hacer lo que creen que es correcto. Los que supuestamente esperan todo de los demás, son los primeros en hacer y dar. El mundo de los prejuicios, de los mantras y de los tópicos, arrastrado por el barro y el agua.

El lema de los jóvenes voluntarios en el País Valenciano
Pero, además, los jóvenes no solo se ponen un mono y cogen una pala. Los resortes de las nuevas tecnologías, las nuevas formas de comunicarse y de trabajar también se han puesto a prueba en esta DANA. De ahí que muchos admitan que, tras la política, ahora descubren que también hay un país que una administración intencionadamente mediocre ha querido amargar los últimos cuarenta años.
Chicos y chicas de Gandía, de Sueca, de Játiva, de Castellón, Carlet o Beniparrell, municipios donde la suerte ha hecho esquivar la DANA, se han autoorganizado para ir a cualquier rincón a echar una mano. Tanto es así que, como repiten muchos de ellos en conversación con el Món, ya tienen un lema: «Només el poble salva el poble». Un lema que pronuncian en catalán como alguna otra generación pronunciaba el Yes, we can.

Una red autogestionada para afrontar los efectos de la DANA
Muchos de los jóvenes voluntarios que participan en las tareas de recuperación no muestran ninguna ideología política concreta. Simplemente, lejos de lamentarse de la ineficacia de la administración, actúan con una autonomía sorprendente y utilizando con habilidad los recursos que la tecnología les pone al alcance de manera barata, cómoda y eficaz. Un buen ejemplo es la coordinación de diferentes entidades sociales acostumbradas a luchar contra el canibalismo administrativo, sea deteniendo un desahucio o protegiendo que agricultores sean expropiados de sus tierras. Estudiantes, trabajadores o campesinos forman una red difícil de fiscalizar y de ponerle nombres propios y cabezas visibles. Una táctica que hace difícil, para el poder, saber contra quién deben dirigir su potencia de fuego.
Así, la Unió de Llauradors, el Sindicato de barrio del Cabanyal, la Koordinadora de Kol·lectius del Parke, Vecindario en Peligro de Ciutat Vella de València o Casales y Ateneos de los Países Catalanes, entre muchos otros, han creado la Xarxa de Suport Mutu Dana València, donde se centraliza la ayuda con un curioso sistema de demanda y oferta reconvertido en el intercambio de la petición con la solidaridad. Un gran excel abierto a través de Telegram que permite detallar la petición concreta, con dirección y necesidad precisa, y que permite ofrecer una respuesta específica de manera fluida. Nada que ver con las grandes operaciones logísticas. Un sistema casi quirúrgico en abierto, rápido y muy controlable.

Un apoyo que merece una calle
La fuerza de los voluntarios sorprende, sobre todo, a los militares desplegados en la zona. No ocultan ni su sorpresa ni la satisfacción por el gran trabajo que hacen los voluntarios. Además, uno de sus oficiales reconoce en conversación con El Món: «Cuando se proponen una manera de hacer las cosas, aunque no crean, como nosotros, en la autoridad, hacen caso e, incluso, mejoran la propuesta». De hecho, la fórmula es simple: los voluntarios apuestan por la imaginación, la colaboración y el trabajo en grupo, sin dejar de hacer lo que les toca hacer por edad.
«He ido al Ayuntamiento a proponer que les pongan una calle, la calle de los Voluntarios 2024», explica con firmeza Joan a Amparo y María José, mientras miran a un grupo de voluntarios competir para ver quién saca más barro en cinco minutos de paladas. La policía también mira con respeto a los voluntarios, porque cualquier palabra mal entendida les puede generar un motín de los vecinos afectados por la desgracia. «Menos mal que tenemos a los voluntarios» es la frase más repetida entre el duelo, los llantos y las palabras con sollozos de los vecinos que han perdido demasiadas cosas como para ahora dejar que una mala administración les arrebate la dignidad.
«Yo solo hago lo que quisiera que hicieran por mí, como no haría lo que no me gustaría que me hicieran a mí», razona Ryan mientras arrastra barro con un invento que parece creado por el mismo doctor Franz de Copenhague. Un tubo de corcho de piscina, de los que usan los niños para jugar en el agua, con mango injertado. Miel de romero. «Vales todo el oro del mundo», le comenta una vecina a un joven Jesús que solo levanta la cabeza bien sudada para responderle un «gracias, pero usted también habría hecho lo mismo por mí». No se conocen de nada. Una corriente de confianza mutua reforzada por la desesperación del drama. De hecho, saben que Carlos Mazón, o Pedro Sánchez, o quien sea, no son de los suyos. Y tampoco, no les importa.

«No lo quería decir…»
En Algemesí, en el barrio del Raval, los voluntarios más jóvenes han sido los primeros en entrar. Un barrio destrozado de antes y que el desbordamiento del río Magre aún ha hundido más a los vecinos y les ha ennegrecido más el alma, sobre todo, al ver cómo la administración y parte de los habitantes del municipio se han desentendido. Un profesor de instituto no oculta su sorpresa por el efecto llamada inmediato de los jóvenes, que a través de las redes se han activado y que, con su presión, han hecho que la maquinaria haya llegado seis días después de la calamidad. «Nunca me ha gustado la expresión generación de cristal y ahora aún me gusta menos. Si no, que vengan aquí y que vean lo que hacen estos chicos de cristal«, asevera sin ningún dramatismo impostado.
La conexión joven era un factor con el que ningún poder contaba. Los vecinos castigados por la DANA se han aferrado a las nuevas generaciones. Grupos de jóvenes que no han vacilado en prestar su ayuda, en desafiar al poder o, al menos, en hacer sonrojar a los representantes de un sistema que ha agotado sus excusas, que utiliza a los muertos para sostener el poder por el simple hecho de tenerlo. Miles de jóvenes que superan los dogmas de la Transición, que banalizan los cánones ridículos de los protocolos y desnudan la inoperancia de unas estructuras de poder fosilizadas y más basadas en el palo que en la zanahoria. La DANA no solo ha hecho descubrir a una generación con pocas expectativas de mejora que hay un país, sino que ha ayudado a otras generaciones a descubrir que las generaciones que vienen pueden hacer un país mejor.
