En 1980, Ronald Reagan se alzó con la presidencia de los Estados Unidos en uno de los resultados más desequilibrados de la historia electoral norteamericana. La estrella de los westerns de los años 40 barrió al entonces presidente, el demócrata Jimmy Carter, por más de ocho millones de votos populares, siendo la primera opción en 44 de los 50 estados de la federación y rozando los 500 votos electorales. A pesar de no tener el control de todo el legislativo -los republicanos disfrutaban entonces de una cómoda mayoría de 53 diputados en el Senado, pero estaban lejos de sus rivales en la Cámara de Representantes-, ese recuento cimentó el gran salto adelante de la derecha occidental -y de la mayoría del centroizquierda- hacia los postulados de lo que posteriormente se denominó neoliberalismo. Más de cuatro décadas después, Donald Trump replica la hazaña de Reagan -y, posteriormente, de George W. Bush- y se impone en el voto popular a su rival demócrata, Kamala Harris, con un margen más que sólido. A la espera de los últimos resultados, la campaña trumpista está cerca de superar los 300 votos electorales, ocupa -como mínimo- 52 escaños en el Senado y roza la mayoría en la cámara baja. Cuenta, además, con un Tribunal Supremo de claro dominio conservador, que puede ampliar a placer si se retira alguna de las magistradas progresistas. «Hay una probabilidad de que, al igual que en su día Reagan -y Thatcher- iniciaron una etapa mundial de neoliberalismo, ahora Donald Trump consolide el nacionalpopulismo«, razona el profesor de ciencias políticas de la UB y autor del libro Salvar Catalunya: la gestación del nacionalpopulismo catalán Xavier Torrens, como ideología tractora de parte de las derechas occidentales -marcadamente diferente, insiste, del conservadurismo tradicional y del liberalismo conservador dominantes durante décadas-. Desde el Despacho Oval, pues, el magnate prepara una segunda revolución conservadora.
En primer lugar, como apuntan los expertos consultados por este medio, los presidentes estadounidenses suelen ser mucho más ambiciosos con su agenda de políticas públicas en su segundo mandato, dado el límite legal de permanencia en el poder que elimina cualquier posibilidad de reelección. «Sus promesas de ahora son mucho más fuertes que las del 2016», alerta el profesor colaborador del grado en Derecho y Ciencias Políticas de la UOC, Ernesto Pascual: donde hace ocho años se ofrecía un «proteccionismo moderado» hacia las nuevas potencias globales, como China, y construir un muro en la frontera sur, ahora se enarbola un programa de aranceles generales del 20% y la deportación masiva de todas las personas migrantes en situación irregular que haya en el país. «El paradigma MAGA (Make America Great Again) significa abandonar la posición de EE.UU. como guardián del orden global, porque es muy caro», razona el docente. Sobre la ola de descontento creada por las secuelas económicas de la pandemia -que aún perdura allí, con precios de la cesta de la compra casi inalcanzables para muchas rentas del trabajo- Trump ha ofrecido «curar el país» a unas bases electorales que «han pensado en clave económica», reflexiona Pascual.

Más allá de un Trump desencadenado, el análisis político coincide en subrayar la pérdida de checks and balances -juegos de equilibrios entre los poderes del Estado- respecto a 2016. Entonces, un presidente sin contacto con las dinámicas de Washington se veía a menudo bloqueado por el aparato de su propio partido. Los republicanos «estorbaban» a Trump en muchas de sus opciones políticas más extremas. Ahora, ocho años después, se dan dos circunstancias opuestas: en primer lugar, el poder judicial es mayoritariamente cercano a la ultraderecha. El mismo líder nombró a tres miembros del Tribunal Supremo durante su última estancia en el 1600 de Pennsylvania Avenue: los ultraconservadores Neil M. Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barnett -sustituyendo en varios casos a magistrados progresistas, como la malograda Ruth Bader Ginsburg, reemplazada por Barnett; o moderados, como Anthony Kennedy, que dejó su asiento a Kavanaugh-. Así, Trump no solo disfruta de mayoría en el Senado y -potencialmente- en la Cámara, sino que también tiene en su trinchera a seis de los nueve encargados de establecer jurisprudencia en el país. Sobre esta libertad de acción de la derecha, por ejemplo, se retiró la sentencia Roe v. Wade, lo que permite a los estados prohibir el aborto. A juicio de Pascual, pues, el presidente electo «ha sobrepasado todos los límites establecidos por el sistema de check and balance, y se siente mucho más fuerte».
El postcapitalismo es la frontera
Sin los límites del Congreso y el Tribunal Supremo, y habiendo «cooptado las estructuras del partido Republicano» con figuras cercanas a sus postulados, pues, el tope a la acción política de Trump es exactamente el que él se quiera imponer. O, extendiéndolo, el que impongan sus aliados. En este sentido, uno de los actores reaccionarios más cercanos a la campaña trumpista ha sido el hombre más rico del mundo, Elon Musk. El billonario de Pretoria, recuerda Pascual, ya ha alertado a menudo que, a pesar de la buena sintonía, parte del programa económico del presidente electo sería contraproducente para sus intereses -y los del resto de grandes empresarios tecnológicos de EE.UU.-. Según alertaba Musk, una aplicación estricta del proyecto arancelario de Trump «perjudicará» el crecimiento de firmas como Tesla y Space X. «Serán los lobbies empresariales, pues, los que limiten» las medidas impuestas, apunta Pascual; una tendencia que, a juicio de Torrens, tiene un fundamento ideológico: «Hay una alianza entre neoliberalismo y nacionalpopulismo -contempla el docente- y puede ser que, paradójicamente, los límites programáticos al nacionalismo trumpiano los pongan los mismos neoliberales».

Esta «paradoja», para el profesor de la UOC, marca todo un sentido de época. En el capitalismo tardío, añade Pascual, Trump «entrega el sistema» a los patrones tecnológicos y especuladores; una clase que «no se puede permitir trabajar con tecnologías inferiores» a las de los competidores internacionales -agravio que sufrirían si, por ejemplo, se bloquea la entrada del 6G chino-. Así, las pequeñas aperturas comerciales que el presidente deje en sus fronteras responderían exclusivamente a las necesidades de las corporaciones. Nada más lejos, además, de los consumidores; dado que, según la patronal estadounidense de comercio (la NRF, en sus siglas en inglés), las tarifas transfronterizas podrían costar a los ciudadanos y las administraciones cerca de 80,000 millones de dólares al año.
Alianzas internacionales
Si la victoria de 2016 ya supuso un impulso inaudito en los últimos cerca de 100 años para la extrema derecha en todo el mundo, el segundo mandato, a ojos de Torrens, supone una aceleración sin paliativos de sus aliados en Europa. A juicio del experto, la iniciativa global del trumpismo implica hacer en todas partes lo mismo que ya han logrado en Estados Unidos: establecer los postulados ultras como el carril central de la derecha, el nuevo mainstream de los partidos conservadores. «Eso implica no destruir el sistema democrático, pero sí erosionarlo, con un recorte fuerte de libertades democráticas», alerta -como demuestran declaraciones del mismo presidente electo, que ha llegado a prometer que «si gana, será la última vez que los americanos tengan que votar»-.
En la fragmentada Europa ultra, sin embargo, Pascual introduce importantes matices a este impulso. Figuras que ya comulgan con las formas, las tesis e incluso la estética trumpiana, como son Viktor Orban en Hungría o los neonazis de AfD en Alemania, se verán mucho más impulsadas desde Washington, opina. También se acelerará «el discurso obrerista que ha triunfado en el cinturón del óxido -los estados industriales que unen la costa este y el midwest-, que es muy trasladable al lepenismo francés». Ahora bien, aquellas fuerzas más vinculadas a los extremismos tradicionales, como puede ser Vox en el Estado Español o los Fratelli d’Italia de la primera ministra Giorgia Meloni, «no está tan claro que se beneficien». El análisis de Torrens, si bien coincide en la fragmentación de este espacio político en los 27, apunta a una corriente más general: «La victoria de Donald Trump promete una fuerte ola nacionalpopulista en Europa».

Cómo conquistar el Partido Republicano
En 2016, recuerda Pascual, los «mecanismos de las élites conservadoras para elegir candidatos fallaron». Sus apuestas entonces -el heredero neocon Jeb Bush, hijo y hermano de presidentes; o el senador por Florida Marco Rubio, más cercano a los postulados del Tea Party- no fueron capaces de detener el movimiento MAGA, visto como una suerte de cisne negro, un outsider en la estructura de poder de la derecha estadounidense. En la década que ha pasado desde su decisión de optar a la presidencia de los Estados Unidos, Trump ha pasado de impugnar el partido Republicano a «nutrirse de sus élites, cooptarlas en lugar de considerarlas una molestia». Con este movimiento, el caudillo ha conseguido convertirse en el pilar del Great Old Party, atrayendo a las nuevas generaciones hacia sus tesis -el mismo Marco Rubio, un rival feroz en sus primeras primarias, ha hincado la rodilla y suena ahora para la secretaría de Estado- y centrifugando a la vieja guardia. Tanto es así, que históricos del partido como el que fuera vicepresidente de Bush hijo Dick Cheney, de la mano de su hija Liz, o la familia del candidato John McCain, que se enfrentó a Barack Obama en 2008, han dado apoyo explícito -sin éxito- a Harris en estos comicios. La derecha tradicional de la federación tiene por delante una «larga travesía por el desierto», en palabras del docente; dado que no tienen un vehículo electoral que les sea propio. «Lo que siempre ha flotado por la izquierda demócrata, la formación de un tercer partido, parece ahora la salida de los conservadores; si bien la veo muy complicada», contempla.
Más allá del cambio de nombres y postulados dentro de la formación, los expertos consultados alertan que la transición de la derecha estadounidense hacia el trumpismo orgánico tendrá efectos muy materiales sobre la vida de la ciudadanía. Un claro ejemplo es el posible fichaje de el excandidato independiente Robert F Kennedy Jr. como secretario de salud del gobierno que se conformará en enero. RFK, un notorio conspiranoico antivacunas, podría llegar a gestionar las agencias de medicamentos, alimentación o salud pública de la primera potencia global. Para Torrens, la entrada de este tipo de perfiles en el ejecutivo implica «que las políticas públicas no se diseñarán buscando la mejora de las condiciones de las personas; una realidad desconocida hasta ahora». Pascual, por su parte, lee una corrupción que toca las raíces del proyecto estadounidense: «Los imperios tienen nacimientos, crecimientos, auges y decadencias; y si estas son las élites que deciden las políticas públicas, el declive del imperio americano es claro». El conocimiento popular -extraído de la obra El destino de los imperios y la búsqueda de la supervivencia, de John Bagot Glubb– asegura que los imperios tienen una vida media de alrededor de 250 años. EE.UU. se fundaron en 1776, hace exactamente 248.