Las jornadas electorales en Estados Unidos son de especial carga política, en gran medida, porque nunca vienen solas. A menudo, diversas carreras relevantes -en un país que lo vota todo, pueden ir de la Casa Blanca al sheriff del condado- se disputan el mismo día, definiendo el futuro inmediato para una multitud de instituciones. En el caso de las elecciones presidenciales, van acompañadas este mismo 5 de noviembre por una batalla que se espera encarnizada por el control del Capitolio. Junto a las papeletas de Kamala Harris y Donald Trump, los estadounidenses encontrarán la de su distrito congresional, para renovar la totalidad de la Cámara de Representantes -la cámara baja del sistema legislativo estadounidense-; así como un tercio y algo del Senado. Así, con 435 escaños en disputa en la cámara baja y 34 de los 100 del estatal, la correlación de fuerzas que acabe decidiendo el color del ejecutivo también dibujará sus límites y equilibrios –checks and balances– en el Congreso.
Por ahora, la Cámara de Representantes permanece bajo control republicano, hecho que ha permitido a los conservadores enfrentarse con el presidente Joe Biden en muchas medidas clave de su administración. El caso más claro se dio el pasado mes de septiembre, cuando la presión de los republicanos torció el brazo del jefe de Estado en la elaboración de los presupuestos bajo amenaza de shut down -es decir, de una paralización total de la actividad legislativa ante la imposibilidad de sacar adelante las cuentas, un mecanismo pensado para incentivar los acuerdos bipartitos-. Bajo la dupla de dirigentes formada por el presidente Mike Johnson y el líder de la mayoría Steve Scalise -dos figuras que se han ido acercando a Trump a medida que avanzaba la campaña- los 220 congresistas republicanos han sido una piedra en el zapato del Despacho Oval desde las elecciones de medio término de 2022. La mayoría, cabe recordar, se sitúa en los 218 asientos; por lo tanto, el margen de la derecha en la Cámara es estrecho. También lo es, a la inversa, en el Senado. De hecho, los Demócratas son minoría entre los representantes de los estados, con 48 de los suyos frente a los 49 republicanos, si bien los tres independientes que completan el dibujo del hemiciclo suelen posicionarse a su favor en las iniciativas clave.
Es importante recordar que el funcionamiento de ambas instituciones es diferente: la Cámara de Representantes reparte, de forma razonablemente representativa, sus 435 miembros en respectivos distritos electorales diseñados de acuerdo con patrones poblacionales. Estos se deciden con un sistema mayoritario: el candidato con más votos en cada pequeña circunscripción, accede al Congreso. El Senado, por su parte, asigna dos representantes a cada estado, sin importar su peso poblacional sobre el conjunto de la república. En una federación donde las administraciones locales buscan la máxima autonomía, destaca el carácter territorial de la cámara alta, a pesar de los claros problemas de representatividad que supone una distribución exacta -California, con cerca de 39 millones de habitantes, tiene derecho a los mismos votos que Montana, con medio millón-. Con todo, para cambiar el actual equilibrio de poderes, los Demócratas tendrían que voltear una decena de distritos congresionales; mientras que los Republicanos solo necesitarían cambiar de color dos asientos en la cámara alta. Cabe recordar que, en el caso del senado, la presidencia recae en el vicepresidente de Estados Unidos, que actúa como desempate -a todos los efectos, un senador más para el partido que ostenta el ejecutivo-.

Las carreras esenciales
Aunque en el juego se juegan cerca de 500 asientos electorales, los analistas locales solo contemplan que se volteen un pequeño puñado -aquellos que, como en el caso del colegio electoral y los swing states, decidirán el resultado final-. En el caso del Senado, la mayoría de las miradas están puestas en los demócratas, los más débiles en la cámara alta por la cantidad de asientos en su poder que se juegan en estados de tradición conservadora. Es el caso de Jon Tester, senador por Montana, que apunta a resistir en lo que sería su tercera legislatura frente al joven republicano Tim Sheehy, un valor trumpista en alza; y también de Sherrod Brown, que se juega una importante mancha azul en el tradicionalmente rojo Ohio frente a Bernie Moreno, un contendiente impuesto por Trump que se aleja del aparato del partido.
La misma fórmula se replica, sin tantas certezas, en hasta cuatro battleground states -Arizona, Nevada, Wisconsin y Pensilvania, en una batalla que discurre en paralelo a la presidencial-. El caso más llamativo es el último, donde el célebre senador Bob Casey busca mantener el asiento frente a quien fuera consejero delegado de la firma de inversión Bridgewater, David McCormick. También habrá especial atención en Arizona, donde la criticada ex-demócrata Kyrsten Sinema ha dejado un puesto vacante con su dimisión. Allí, el progresista Ruben Gallego -un exmarine con experiencia en Irak- batallará contra Kari Lake, antes presentadora de televisión y una de las voces mediáticas más vocalmente favorables a Trump en el suroeste del país. Lake, cabe decir, ya fue derrotada por los demócratas en 2022, en aquella ocasión en los comicios para decidir el gobernador del estado, una posición que ahora ocupa Katie Hobbs. En cuanto a la cámara baja, habrá que estar especialmente atento a las decisiones en los swing states, si bien las encuestas apuntan que los demócratas tienen buenas opciones de voltear la mayoría derechista. Las mayorías en la Cámara de Representantes, cabe decir, toman especial relevancia en una elección presidencial igualada, dado que, en caso de empate en votos electorales -un fenómeno difícil de ver que se daría si ambos candidatos suman 269 representantes estatales-, es el presidente de esta el que decide el resultado final.