El 23-J fue la primera vez en muchos años que los catalanes en el exterior pudieron votar sin tener que solicitar el «voto rogado». La medida ha supuesto una mejora, pero claramente insuficiente, ya que al final solo votó un 7 % del censo exterior. Cualquier proceso electoral con una participación de solo el 7 % sería considerado poco democrático.

Aún así, el sistema sigue presentando problemas importantes. Las papeletas se podían descargar por Internet, pero el proceso fue poco eficiente: los enlaces eran inaccesibles, difíciles de transcribir y, en algunos casos, ni siquiera funcionaban. Además, la información sobre la derogación del voto rogado no llegó a todos, y muchos catalanes aún pensaban que era necesario recibir la documentación por correo o que podían votar directamente el día de las elecciones en el consulado.

En los consulados también hubo desorganización. Las instrucciones cambiaron a mitad del proceso: primero exigían una copia del pasaporte dentro del sobre y luego eliminaron esta obligación. La confusión sobre la firma detrás del sobre, con normas contradictorias entre catalán y castellano, agravó la situación. Estas contradicciones generan dudas sobre la validez de los votos y dejan abierta la posibilidad de que algunos terminen siendo excluidos del recuento.

A pesar de las mejoras logísticas respecto al pasado, el sistema aún depende de los servicios de correos locales, que son lentos y poco fiables. Los certificados electorales y los sobres siguen siendo imprescindibles para votar por correo y no se pueden descargar digitalmente, lo que alarga los plazos y crea dependencia de unos canales a menudo poco eficientes.

Finalmente, la opacidad del proceso es el gran problema pendiente. Los consulados no han publicado datos claros de participación, ni de votos recibidos presencialmente o por correo. Tampoco hay garantías de que todos los votos sean contados ni trazabilidad del proceso. Esto hace que, a pesar del fin del voto rogado y ciertas mejoras, el voto exterior continúe siendo una «caja negra» donde la ciudadanía no puede comprobar si su participación ha sido tenida en cuenta.

Esta problemática, que se repite desde hace muchos años, siempre termina chocando con una realidad aparentemente inmutable: todas las decisiones sobre procesos electorales las dicta la Junta Electoral Central. ¿Y por qué? Pues porque en Cataluña somos la única comunidad autónoma que no tiene ley electoral propia. Hace cuarenta años que los partidos catalanes no se ponen de acuerdo en el reparto de escaños. Esta carencia democrática es reconocida por todos los partidos sin excepción. Creemos que ya es hora de cambiar la dinámica y tener una Ley Electoral Catalana.

Nuestra propuesta es presentar una ILP que, una vez reciba las 50,000 firmas necesarias, obligue a los partidos a discutir nuestras propuestas; entre ellas, una Junta Electoral Catalana, una circunscripción electoral para los catalanes del exterior, valorar el voto delegado y el voto electrónico, o la creación de un síndico electoral donde poder dejar constancia de cualquier incidencia.

Somos conscientes de que emprendemos una tarea titánica, pero creemos que ya es hora de ponernos de acuerdo y llevar adelante este proyecto. Una ley electoral propia no solo servirá para poner orden en el desorden del voto exterior: debe servir para todos los catalanes.

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