La ideología de Salvador Illa es bastante conocida por todos y no hace falta explicarla. Es obvio que si de él dependiera, ya haría años que habrían desaparecido de Internet las imágenes en las que se le ve al frente de manifestaciones nacionalistas españolas “Por la Unidad de España”, con asistencia de siglas de la ultraderecha más casposa y franquista, como Vox, La Falange, Falange Auténtica, Somatemps, Convivencia Cívica Catalana o Alternativa Española. Esta es su gloriosa e imborrable historia, señor Illa. No es extraño que su frase favorita sea “hay que pasar página” (lástima que ignore que en catalán se dice ‘girar full’), como si Cataluña tuviera que empezar de cero a partir de su Gobierno.
Me refiero a esto, porque estos días el señor Illa, a raíz del Once de Septiembre, ha insistido en la necesidad de “asegurar la convivencia” y “que nadie la ponga en riesgo”, cuestiones sobre las cuales quisiera hacer algunas consideraciones. Salvador Illa, como catalán que es, es tan cautivo de España como cualquier otro catalán, la diferencia es que él, en contra de toda lógica, no quiere dejar de ser cautivo, está encantado. El desprecio –que nunca confesará– que siente por su país es tan grande, que lucha día sí y día también por parecer más español que los españoles. Para entendernos: es como los oprimidos que, en lugar de luchar por su libertad, denuncian a aquellos que la pretenden y no solo aplauden entusiasmados cuando el opresor los azota, sino que se ofrecen para ser ellos los flageladores. Todo vale para hacerse perdonar los orígenes y ganarse la mirada complaciente del amo. Ignora, este cautivo, que por muchas contorsiones que haga, el amo nunca lo tendrá por uno de los suyos. Para el opresor, el oprimido colaboracionista solo es un tonto útil, una herramienta más para mantener la opresión.
Es posible que Salvador Illa crea sinceramente que su disfraz de ‘político dialogante’ y de ‘capataz bonachón’ es original. Si es así, debe saber que se equivoca, porque tanto la historia como la literatura están llenas de personajes que han experimentado un placer morboso haciendo daño a su pueblo y contribuyendo a su sometimiento. La figura de Illa, por tanto, no es ninguna novedad, y aún menos en Cataluña. Al contrario: vamos bastante sobrados de Dalmaus de Queralt. Es una triste figura que se repite. El mismo Illa se ha confesado públicamente ferviente defensor del 155 contra Cataluña, hasta el punto, ha dicho, que si de él hubiera dependido, lo habría “aplicado mucho antes”. ¿Antes, cuándo? ¿Antes que PP y PSOE? ¿Lo habría aplicado en el mismo momento que lo habría hecho Vox?
Para escenificar lo que él entiende por “convivencia” y “normalidad”, Salvador Illa ha ido a Bruselas a entrevistarse con el presidente Puigdemont y, como no podía ser de otra manera, todo ha sido puro teatro. Illa sabía de sobra que el presidente se encuentra en las antípodas ideológicas de su pensamiento y que de allí no saldría nada. Pero tenía que ir por tres razones, al menos: una, porque era una orden de Pedro Sánchez –la orden de un presidente a su hombre de los encargos en Cataluña– para favorecer los intereses del PSOE en el Congreso; dos, para rentabilizar el viaje haciéndose un anuncio publicitario gratuito (¡nunca mejor dicho!); y tres, para escenificar su idea de “normalidad” y “convivencia”. Pero esta visita, como digo, era tan falsa, tan vacía de contenido, que ha sido necesario ‘justificarla’, sobre todo de cara a España, organizando previamente una ronda de contactos con “el resto de expresidentes de la Generalitat”. Y todo para poder decir: “No, no. No le doy ningún relieve al presidente Puigdemont; he ido a Bruselas solo –¡solo!– después de haber visto a los otros”. Tal como si los otros tuvieran ahora el mismo poder ejecutivo que tiene el presidente Puigdemont. Otro detalle significativo ha sido la supresión de banderas. Como Salvador Illa no va a ningún lado si no puede poner la bandera española, prefiere que no haya ninguna antes que la catalana sea la única. Incluso, menospreciando la historia textil de Cataluña, Illa encargó la confección de la senyera que ondea en el Parque de la Ciudadela a una empresa española. El autodesprecio llega a estos extremos de alergia crónica.
El caso es que, al no poder jactarse de un éxito en Bruselas, Illa ha hecho ver que su silencio era de discreción. El anuncio publicitario, al fin y al cabo, ya estaba hecho. El presidente Puigdemont, en cambio, sí que ha explicado cuál fue la posición de Salvador Illa durante la visita: “Quiere una Cataluña dependiente y sometida”, “Cree que solo debe ser obligatorio el castellano”, “No quiere que el catalán sea la lengua de trabajo y vehicular del Gobierno”, “Quiere que sea el Estado quien decida cómo se reparten el dinero de los catalanes”, “No quiere que se reduzca la presión fiscal”, “Ya le va bien que un trabajador o pensionista catalán cobre lo mismo de SMI y pensión que uno de un territorio donde el costo de la vida es considerablemente inferior”, “Cree que el Estado debe continuar siendo decisivo en Rodalies”, “Ya le va bien que los puertos y aeropuertos los gestione Madrid”, “Quiere las selecciones españolas en nuestros estadios y pabellones”, “Se conforma con la desinversión del gobierno español, que multiplica, en cambio, las inversiones en Madrid”, y “Quiere que Barcelona ejerza de sucursal” (de Madrid, claro).
Estas son las bases de lo que Salvador Illa entiende por “normalidad” y “convivencia”. La normalidad y la convivencia que quiere todo opresor: que el oprimido acate su voluntad, que se someta dócilmente y, sobre todo, que no se rebele haciendo una de las cosas más antidemocráticas y criminales que se pueden hacer en esta vida, que es poner las urnas al servicio de la gente. Contra esta revuelta, Illa ya tiene listo el jarabe de palo dialogante y bonachón del Estado. Es el secular jarabe de palo para “pacificar” Cataluña.
¿Recuerda el lector aquella canción de Raimon que dice “A veces, la paz…”? Pues esta es la paz que quiere Salvador Illa, la del miedo, la de la claudicación, la de la sumisión. Cuando reina esta paz, que es la de los catalanes que aceptan dejar de ser catalanes para llamarse españoles, la de los catalanes que se pliegan a la expansión invasiva del español, la de los catalanes que aceptan la expoliación fiscal (impuesto colonial) que sangra sus bolsillos y empobrece el país; la de los catalanes que se conforman con pensiones que los tratan como ciudadanos de segunda, la de los catalanes que soportan el escarnio que supone las megainversiones que el Estado hace en Madrid gracias a las desinversiones que hace en Cataluña, la de los catalanes que, como si fueran niños, dejan que sus puertos y aeropuertos los comande Madrid, la de los catalanes que aplauden a los deportistas catalanes obligados a ofrecer glorias a España, la de los catalanes que renuncian a poder decidir por sí mismos y a tener voz propia en las Naciones Unidas… Cuando reina esta paz, y solo esta paz, entonces sí, entonces se puede decir, según Salvador Illa, que en Cataluña reinan la “normalidad” y la “convivencia”. Y es que el opresor que permite la insumisión del oprimido, pierde la autoridad sobre él, y sin autoridad su poder tiene las horas contadas. ¿Qué quiere, por tanto, el opresor? El opresor quiere que haya paz. Quiere que haya paz para que no se note que hay opresión