Hace más de 36 meses que Cataluña atraviesa una fuerte sequía que ha reducido el volumen de agua de los embalses bajo mínimos insospechados. Para hacer frente a la emergencia hídrica, la Generalitat ha puesto en marcha varios planes de acción para combatir la falta de agua, como por ejemplo reducir el consumo de agua permitido por habitante y día, puesto que de este modo, por poco que se note en el día a día de la población, se produce un pequeño ahorro que ayuda a evitar que la emergencia se agravie a pasos acelerados. A estas alturas, las restricciones que han entrado en vigor limitan el volumen total de agua que se puede utilizar diariamente como persona, prohíben el riego de césped en todos los casos –excepto en superficies destinadas a la práctica federada del deporte–, o limitan el uso de recursos hídricos que pueden usar determinadas industrias, principalmente el campesinado, pero tienen un factor en común: no alteran la esencia de la confortabilidad con que vivimos.

El sociólogo y profesor de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), Vicent Borràs, explica en conversación con El Món que renunciar a unos mínimos de confortabilidad para hacer frente a la sequía es un escenario prácticamente imposible. «En la sociedad occidental actual, vivimos en un consumo de crisis, de forma que ante una emergencia estamos dispuestos a adaptarnos», afirma el experto, después de que los últimos años se han encadenado crisis diversas, económicas, sanitaria –la Covid– y ahora la de la sequía. Ahora bien, todo tiene un límite y, según Borràs, no estamos dispuestos a «cuestionar el modelo general porque esto nos pondría en una situación compleja”. Para ejemplificarlo de manera visual, el argumento que defiende el sociólogo –y que también comparte David Saurí, profesor y miembro del Departamento de Geografía y del Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientales a la UAB– es que estamos dispuestos a “apagar el agua de la ducha mientras nos enjabonamos, pero no a renunciar en la ducha diaria”. De entrada, porque está en juego la higiene personal, que es una cuestión sanitaria. Ahora bien, trasladando esta misma idea a otros elementos, que ya no afectan toda la población, a quien tiene piscina le parece inasumible renunciar indefinidamente a bañarse.

Cerrar el grifo mientras nos lavamos los dientes o las manos puede ahorrar muchos litros de agua | Pixabay
Cerrar el grifo mientras nos lavamos los dientes o las manos puede ahorrar muchos litros de agua | Pixabay

La semana pasada se celebró en Barcelona el salón Piscina&Wellness, una feria que reúne el sector de las piscinas residenciales y el de las piscinas públicas. Los operadores hicieron varias reclamaciones de levantar las restricciones que prohíben llenar las piscinas particulares: solo está permitido el «rellenado parcial o primer llenado de piscinas de uso público en las cantidades indispensables para garantizar la calidad sanitaria del agua». De hecho, el presidente de la patronal del sector (ASOFAP), Pedro Arrebola, argumenta que el consumo de agua que comporta esta acción es “mínimo”, cosa que no tendría, desde su punto de vista, afectación en la situación actual de sequía: «Vemos mal que no se puedan llenar las piscinas. En términos numéricos, solo gastamos el 0,11% del agua en el ámbito del Estado», asevera.

No obstante, no todo el mundo lo ve del mismo modo. Mientras que desde el sector de las piscinas defienden que su actividad no tiene implicación en la sequía, el portavoz de la entidad ecologista IAEDEN-Salvamos Ampurdán, Arnau Lagresa, considera que es indefendible que se continúen construyendo casas con piscina teniendo en cuenta el contexto actual: «Quizás sería necesario algún decreto ley que frenara la construcción de casas y chalés con piscinas particulares», espeta Lagresa, que apunta que la Comisión Territorial de Urbanismo de Girona todavía está pendiente de aprobar licitaciones para construir este tipo de viviendas y que, teniendo en cuenta que no hay ninguna norma que regule estas obras en situaciones de emergencia hídrica como el actual, seguirán saliendo adelante. «Parece que todo el mundo esté muy preocupado por la sequía, pero en la hora de la verdad no todas las acciones lo sustentan», añade.

Cambiar la cultura del agua

El choque de las varias opiniones revela el gran dilema: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a renunciar a nuestras costumbres para hacer frente a una emergencia? Borràs considera que, como sociedad, no estamos preparados para renunciar a unos mínimos «estándares» a los cuales estamos acostumbrados, y que, por lo tanto, aceptaremos las restricciones que se nos impongan hasta un límite. «Poniendo el ejemplo de las piscinas, quizás una persona que se ha acostumbrado a vivir con ella puede renunciar a tenerla siempre llena y preparada, pero no renunciará a usarla del todo, por siempre jamás, puesto que esto le supondría una pérdida de la calidad de vida», argumenta el sociólogo.

Entonces, y coincidiendo con la opinión que expresa Zahorí, para conseguir ahorrar agua hay que concienciar la población al máximo para que los pequeños gestos tengan un gran impacto. «Desde la sequía del año 2008, la conciencia del uso del agua, ya sea en lavadoras, fregando los platos o duchándose, ha crecido muchísimo», asevera Zahorí, que añade que los datos de consumo por día por habitante del área metropolitana de Barcelona están por debajo del máximo marcado, es decir, que ya se hace un ahorro de manera inconsciente en comparación con los topes permitidos. Ahora bien, estos pequeños gestos también tienen que ir acompañados de mejoras a las infraestructuras y al sistema hidráulico de Cataluña: «Que la gente consuma menos tiene un límite», apunta Borràs, que considera que la manera de combatir definitivamente la sequía, y prepararse por todas las que pueden llegar en un futuro, es cuestionar el modelo de cultura del agua.

En este cambio habría desde grandes cambios –como la desaparición de los parques acuáticos, que son un sector económico– hasta decenas de pequeñas modificaciones en la vida diaria que requieren consumo de agua y no pensamos. Por ejemplo, ir a hacer una caña de cerveza de barril, implica el uso del agua que necesita este mecanismo, de forma que sería más racional limitarnos a beber cerveza en botella.

Las cuencas hidrográficas internas catalanas hace ocho meses que están en la fase de excepcionalidad por la sequía. Los bajos niveles de los embalses, al 18,85% de su capacidad y la poca posibilidad que llueva en las próximas semanas, han llevado al hecho que el Gobierno apruebe un nuevo paquete de medidas de control del consumo / EP

Forzar el cambio de modelo

Partiendo de la base que «la comodidad es una arma muy potente», los expertos consideran que la manera de forzar el cambio de modelo es llevar las restricciones hasta un punto que sean incómodos para la población. Zahorí considera que si la emergencia hídrica que golpea Cataluña actualmente sigue creciendo, además de continuar restringiendo el volumen de consumo de agua por habitante y día –200 litros/hab./día en fase 1 de emergencia, 180 en fase 2 y 160 en fase 3– o reducir la presión con que sale el agua del grifo –una medida que ha testado Aigües de Barcelona en varios municipios– se tendrán que endurecer las medidas. «Si la emergencia evoluciona rápidamente, quizás habría que cortar el agua durante algunos momentos del día», asevera el experto. Esta, pues, sería una de las restricciones que podría forzar un cambio de modelo, puesto que la supresión radical de la comodidad haría reaccionar la población porque la confrontaría abiertamente con la emergencia.

Ahora bien, hay que tener en cuenta que cambiar la manera que tenemos de entender el consumo del agua requiere décadas, y la sequía actual ha marcado un plazo más corto. El primer paso, pues, es combatir el déficit hídrico, pero sin perder de vista el horizonte de un nuevo modelo que sea sostenible a la larga.

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