Con los precedentes mencionados en la entrega anterior, no puede extrañar lo que ha sucedido casi seis años después, en las elecciones municipales de mayo del 2023. Ya hemos tenido ocasión de tratarlo en la cuarta entrega de esta serie. Se resolvieron con una operación de estado, donde colaboraron el PSC-PSOE y el PP, así como Comuns. Todo para impedir que el independentismo pudiera gobernar la ciudad. También los partidos independentistas las plantearon en clave de competición interna y escondieron la vertiente nacional.
Y hay que tener presente como fueron las elecciones generales de dos meses después. El independentismo perdió cerca de 800.000 votos. El perímetro había disminuido. Por mucho que los partidos independentistas tienden a pensar que el Estado solo sabe reprimir, quedó claro que también hacía política. Las estrategias españolistas que operaban desde el 2010 habían dado frutos.
Pedro Sánchez, un buen táctico, convocó elecciones generales cuando el independentismo ni siquiera había empezado la digestión de las municipales. De nuevo, los aparatos de los partidos catalanes cogidos a contrapié, de nuevo la autocrítica al cajón, de nuevo estrategias sin táctica, de nuevo improvisación, de nuevo el independentismo a remolque de la iniciativa del gobierno del Estado, o mejor dicho de la política estatal.
Una vez más, surgía la pregunta de siempre: ¿el independentismo aprovechará estas elecciones para hacer política de contra estado? ¿Conseguirá vincularlas a una estrategia nacional de largo plazo? ¿Las asociará a planteamientos tácticos eficaces? ¿Los dirigentes permitirán subir algún peldaño en términos de unidad?
La prueba inequívoca del estado de ánimo del independentismo
Los resultados son conocidos. Las elecciones estatales del 23 de julio evidenciaron que el independentismo había perdido la confianza de su base. En Cataluña ganó el PSC-PSOE, un partido, con los matices que queráis, tan culpable como el PP del fracaso del Estatuto de 2006, de la fatiga de estado de la sociedad catalana, de la estafa del déficit fiscal, del retroceso del catalán o de la represión. Hicieron falta los resultados de las municipales, las elecciones más próximas a la ciudadanía, y el fracaso en las generales españolas, para obtener una prueba inequívoca de qué era el estado de ánimo del independentismo. La situación contrasta, y mucho, con el sentimiento que teníamos una notable cantidad de catalanes y catalanas el mes de octubre del año 2017, hará pronto seis años.

«Tarde o temprano tenía que pasar y ha pasado ahora», escribió sobre los resultados de las elecciones municipales del 28 de mayo el editor de este diario, Salvador Cot. Podría haberlo escrito sobre las elecciones generales. Sintetizaba la opinión de mucha otra gente que desde posiciones independentistas intentaba decir que había que reaccionar, que era la hora de dejar el luto. La hora de, sin perder la memoria, componer una partitura puesta al día.
La oportunidad táctica que Puigdemont intuía
Pero, cosas de la política, mientras el movimiento tocaba fondo, la aritmética electoral ponía de relieve una gran verdad: la política se menea entre el juego de las estrategias de fondos y el aprovechamiento de las oportunidades tácticas. Y, paradójicamente, unas elecciones con males resultados habían dado al independentismo una oportunidad táctica extraordinaria.
Y es un gozo afirmar que algunos dirigentes la han jugado con finesa. Puedo asegurar, por ejemplo, que el presidente Puigdemont había visualizado la hipótesis del voto imprescindible de Junts ya antes de las elecciones municipales. Tuve un encuentro en aquellas fechas. Entonces, como todos, él todavía especulaba que las elecciones generales serían en noviembre, pero estaba indiscutiblemente convencido que el voto de su formación sería imprescindible. Quiero señalar, por lo tanto, que su actuación en relación con la presidencia de las Cortes españolas –y el que esté haciendo con relación a la investidura de Pedro Sánchez– no son improvisadas.
Tuve la sensación durante aquellos días que, por primera vez desde el 1 de octubre, Junts estaba entrando en una fase de mayoría de edad política. Diálogo sí, pero con acuerdos verificables. Supuso un salto de calidad en la política independentista. Puso en evidencia el diálogo infructuoso de Esquerra y obligó el PSOE a hacer gestos que se había negado a desplegar durante décadas. Después de prácticamente seis años, Junts estaba desplegando una buena política de contra estado.
La aritmética electoral puso a disposición de Puigdemont una oportunidad y lo está aprovechando. Ha dividido el españolismo, ha acentuado las contradicciones de la España reaccionaria, ha puesto de relieve la brutalidad ideológica de un partido político que de golpe puede dar voz a las Cortes al catalán después de haberlo impedido durante medio siglo, solo por el simple hecho que el reglamento de la cámara no lo contemplaba. Es solo un primer paso en la política eficiente, pero supone un cambio sustancial en la política independentista. La sociedad española, dividida en dos mitades, ha podido darse cuenta de que hablar catalán en el Parlamento no romperá nada. Quizás alguien ya se había dado cuenta de que los únicos que fracturan son los que utilizaban el aparato de Estado para impedir que los catalanes pudiéramos vivir en su lengua. Ahora solo hace falta que nadie piense que el PSOE cumplirá o que no buscará vías indirectas para aplazar o revertir los acuerdos.
La nueva manera de negociar de Junts y ERC
En el momento en el cual escribo estas rayas, la negociación para la investidura de Pedro Sánchez todavía no está cerrada. Hasta más adelante no podrá hacerse la valoración. De momento parece que la manera de afrontarla por parte de Junts y ERC apunta a actitudes políticamente menos epidérmicas y simplistas. Me parece un gran paso adelante. Esquerra no ha reconocido que su tabla de diálogo ha sido un fracaso, pero no le queda más remedio que admitir que el diálogo ingenuo con el Estado no llevaba en ninguna parte. El diálogo se tiene que intentar siempre, pero en paralelo a la fuerza que lo sostiene y que obliga la otra parte. Con mesa o sin, el diálogo político siempre lo es entre dos fuerzas que vuelan cosas diferentes, o incluso opuestas, como es el caso, pero no lleva en ninguna parte sin tener bastante detrás.

Junts, después de meses de palabras estigmáticas, por fin ha entrado a dialogar con una fórmula afinada. Se ha dado cuenta de que el principio del diálogo es una bandera democrática que no puede abandonar, que perjudica quien se niega, por muy cínico quién sea lo dialogante que tienes delante. En cualquier caso, rechazar el diálogo es despreciar tu propia fuerza. En el caso catalán, autonomía versus estado, es también dejar los intereses cotidianos de tu gente en manos de tus contrincantes.
Siempre se tiene que ser el líder del diálogo, entre otras cosas porque toda estrategia de futuro solo es vencedora si demuestra habilidad para luchar mejor que nadie por los intereses del presente. La vida se vive en el día a día y no solo, que también, en la espera del futuro. Pero hay una segunda razón para mostrar siempre una inequívoca voluntad de diálogo: conseguir la independencia de Cataluña supondrá que l’independentismo ratifique ante el mundo, sin ninguna sombra, que el diálogo veraz, el pacto y el referéndum están entre los cimientos de su idea de democracia y de república.
Aciertos recientes que no resuelven los problemas acumulados
Aun así, sería un nuevo error suponer que los aciertos de este último momento han resuelto todos los problemas acumulados del independentismo. Este verano, después de unas elecciones municipales y de unas elecciones generales, a las puertas de unas autonómicas que no pueden tardar, ya nadie ha negado que fragmentación, desaliento y desmovilización son los rasgos que caracterizan una parte sustancial de las bases del movimiento independentista a estas alturas.
Hasta ahora, se habían perdido sistemáticamente las oportunidades electorales por la inexistencia de una política estratégica común entre ERC y Junts, un hecho que cada ocasión perdida erosionaba algo más la base social del independentismo. Cada contienda electoral alejaba miles de votantes de los partidos que los habían representado durante una década. El voto útil a favor del PSC-PSOE en las últimas elecciones generales ha señalado que la oferta de los partidos independentistas es interpretada por muchos catalanes como cada vez menos provechosa para su cotidianidad y, por lo tanto, inadecuada a sus intereses y anhelos.
Independencia y vida de cada día se alejaban cada día más. Se ponía de manifiesto que la independencia no tenía que abandonar el reino de la abstracción, de la plática nominativa, de la falta de sustancia real. La independencia tenía que recuperar su dimensión de categoría política concreta, real, profundamente injertada de la vida de cada día de los catalanes.
Fuera como fuera, los dirigentes de los partidos independentistas y de las entidades cívicas no encontraban el común denominador. Siempre satisfechos de sí mismos. Los líderes de ERC han conseguido cuadrar el círculo: cada vez hacen peores resultados, pero se manifiestan gratamente satisfechos. Se trata, pues, de perseverar, dicen, porque insisten que vienen de muy lejos y llegarán más lejos encara. Quizás sí, pero nada demuestra que venir de lejos sea sinónimo de independencia o de futuro.
Siete contiendas electorales desaprovechadas por el independentismo
Desde octubre del 2017, ha habido siete contiendas electorales. Autonómicas, diciembre del 2017. Municipales, mayo del 2109. Generales, abril del 2019. Generales, noviembre del 2019. Autonómicas, febrero del 2021. Municipales, mayo del 2023. Generales, julio del 2023.
En términos generales, no se han aprovechado a favor de la independencia. Quizás nuestros dirigentes tendrían que empezar para aceptar que cada proceso electoral ha sido una ocasión desaprovechada. En cada ocasión se han perdido votos y participación. En cada elección, un fragmento de las bases se han alejado de los partidos y de los dirigentes. Sería bueno preguntarse dónde son los más de dos millones de ciudadanos y ciudadanas que con tanta ilusión votaron el 1 de octubre de 2017. Sería bueno descifrar donde es la confianza que tanta gente puso en la independencia de Cataluña.
La represión del estado y la reactivación de sus políticas ha sido un factor clave para entender donde somos, pero también es responsable el independentismo con sus marras. Demasiada división, demasiadas estrategias y tácticas contrapuestas, demasiadas ambigüedades, demasiado malentendidos, demasiadas malevolencias personales.
El caso de la Crida Nacional por la República
Tengo muy presente el caso del Crida Nacional por la República. Cuando nació formalmente, el 18 de julio del 2018, introdujo una notable dosis de esperanza para mucha gente que, de posiciones más o menos de derechas, de izquierdas o de centro, pensaba que no había otra solución política para Cataluña que la independencia. Pensaban que la única manera de salir del agujero donde nos quería ubicar el Estado español, había que elevar un estado republicano. La destrucción de la Crida fue unos de los actos políticos más incomprensibles de la política catalana de los últimos años. Fue incomprensible también para mucha gente que lo interpretó como un acto de partidismo, de pequeños poderes y de subordinación a los intereses personales.

Lo viví en primera persona. La Crida nació empujada por la voluntad de mucha de la gente que quería recuperar la fuerza del movimiento independentista. Nació amparada por la voluntad de unidad de la base del movimiento. Después del 27 de octubre del 2017, era una iniciática de reagrupamiento. Inicialmente, el mismo presidente Puigdemont la impulsó. Sería una organización nueva. La situación exigía aglutinar fuerzas y articular organizaciones más representativas que los viejos partidos. La antigua CDC estaba exhausta. El PDeCAT no encontraba su lugar. ERC continuaba más obsesionada a pasar por encima de sus contrincantes internos que no a rehacerse del batacazo de octubre del 2017.
La Crida nació manifestando el enorme potencial puesto partidista que había en la sociedad catalana. Muchos independentistas habían entendido que lograr el objetivo de una república independiente exigía dejar de banda, al menos en el momento de luchar por un nuevo estado, la tradicional y cada vez más negativa división entre derechas e izquierdas. La necesidad de hacer políticas de derechas o izquierdas, o de centro, o diferentes, llegaría, pero algo más adelante. En aquel momento el objetivo era sumar todas las fuerzas y recuperar la iniciativa.
El acto fundacional de la Crida, a Manresa, fue un ejemplo de participación, de voluntad colectiva, de entusiasmo, de pluralidad, de unidad y, sobre todo, de esperanza. Después del 1 de octubre, fue la primera gran expresión de fuerza. Nacía como un instrumento político, social y cultural nuevo, con la voluntad de definir y poner a disposición de todos los catalanes y catalanas un molde que superara las maneras y formas de los desprestigiados partidos tradicionales.
El objetivo fundacional era inequívocamente estratégico: convertir Cataluña en una República independiente, bajo el amparo de la unidad y la convicción democrática del pueblo catalán, con la misión de dotar a los catalanes y catalanas de un estado eficiente y representativo, que permitiera la expresión de nuestra pluralidad y diversidad, que hiciera posible que pudiéramos asumir con garantías los complejos retos de nuestro tiempo en el ámbito de la democracia, la justicia, la prosperidad y el bienestar, manteniendo, está claro, una inequívoca voluntad de colaboración con los pueblos peninsulares y no hay que decir, con el Estado de los españoles y con los europeos.
Los tres objetivos de un proyecto malogrado
A partir de este objetivo estratégico, tenían que tomar forma tres grandes objetivos imprescindibles.
Lo primero tenía que ser demostrar a aquellos catalanes que no lo vieran, y en el mundo en general, que el Estado español era caduco, torpe, excluyente y aferrado a formas políticas autoritarias y extractivas que perjudicaban sistemáticamente los derechos, libertades, prosperidades y bienestares de los catalanes.
Lo segundo era mostrar que el proyecto de república independiente que guiaba la acción del independentismo buscaba construir un país líder en democracia, justicia, prosperidad y libertad. Hacía falta que la sociedad catalana asumiera que precisamente era la falta de soberanía la que ha impedido e impedirá construir el país que anhelamos.
Y lo tercero era hacer evidente que, mientras Cataluña no fuera independiente, gobernaría la autonomía como un ejemplo de buen gobierno, de atención a las necesidades del país y de vindicación de las obligaciones siempre insatisfechas del Estado en Cataluña.
El sentido de la Crida era claro: convencer el pueblo de Cataluña que sin un estado que respondiera a sus anhelos, que sacara rendimiento de sus atributos, era imposible desplegarse como una sociedad moderna, capaz de doblar los muchos retos que tenemos de ahora en adelante. Tenía que ofrecer en el pueblo catalán un horizonte político claro y una dirección estratégica adecuada, además de una propuesta de renovación de pensamiento y de ideas, sobre nosotros mismos. Y, por qué no, tenía que dotarnos de un instrumento de participación y de movilización eficiente. Aprovechar el momento, pues, para cambiar la escala de los partidos políticos. Solo teniendo una herramienta capaz de afrontar la complejidad, podríamos vencer el Estado español y ganarnos la república.
Supresión en beneficio de Junts: otro error estratégico
La Crida aglutinó un número increíble de ciudadanas y ciudadanos, pero por razones inexplicadas no duró mucho. Se suprimió en beneficio de Junts, y no fue una cuestión de nombres, fue una cosa más profunda.
Todo de una, un movimiento participado por miles de personas, con voluntad unitaria, con una base mucho más amplía que ninguna organización partidaria, que rompía con el molde autoritario de la gran mayoría de los partidos existentes, que permitía unir gente de todas edades y procedencias en el objetivo de una república independiente, fue anulado. ¿Cuestión de personalismos? ¿De miedo de algunos dirigentes a perder la silla? ¿De algunos partidos a perder poder?
Fuera como fuera se perdió la consolidación de una organización diferente, que desde el primer día irradió un enorme potencial unitario y de esperanza. Desmontarla Crida fue otro error estratégico, un más. Justo es decir que alguna de la gente que se integró a Junts intentó mantener algunos rasgos de la Crida, pero nunca fue el mismo. Enseguida aconteció un partido demasiado similar a todos los otros, cuando el momento aconsejaba arriesgar con un instrumento diferente.
Los efectos de la pandemia: más desconfianza hacia la política
Y en este contexto llegó la pandemia. Pocas personas han olvidado las jornadas de mediados de marzo del año 2020, cuando estalló sin previo aviso una pandemia mundial provocada por un virus desconocido llamado SARS-CoV-2. Rápidamente, se hizo evidente que el virus congelaba la dinámica social y económica del planeta.
Por todas partes se pusieron los sistemas sanitarios y económicos, así como la gestión política, contra las cuerdas. Es evidenciaron las insuficiencias de los sistemas sociales. La condición humana manifestó una sensación extrema de fragilidad estructural y de ignorancia.
Ahora, más o menos, hemos vuelto a la normalidad, como si nada hubiera sucedido, pero parece indiscutible que ha quedado un grado más de desconfianza hacia la política. Para muchos analistas, la pandemia supuso un cambio de época, profundo, como el que se había producido en los años 40 del siglo pasado, con el que supuso la Segunda Guerra Mundial y la primera explosión atómica.
Cambio de época que en el caso catalán coincidió con un momento político muy delicado. La estructura institucional catalana, profundamente debilitada por la aplicación del artículo 155, estaba en las peores horas desde el 1980. La república independiente no se había consumado, los principales dirigentes independentistas estaban en la prisión, el gobierno autonómico gobernaba a partir de un confuso programa, deficitario en sentido autonómico y desdibujado en términos republicanos.
El mundo cambió de ritmo y la sociedad catalana también, quien más quien menos lo apreció, pero no cambió la política independentista, preocupada como estaba en los temas represivos. En todo caso, a la ciudadanía se le hizo evidente que las estructuras autonómicas no servían para hacer frente a la envergadura de la pandemia. En los países políticamente normalizados, la política congeló sus dinámicas en beneficio de la busca de soluciones a los retos pandémicos. La política catalana quedó atrapada y a la defensiva en las consecuencias del 27 de octubre. El gobierno español, y sus aparatos, recuperaron la preeminencia, envolviendo la respuesta a la pandemia con su carácter más arcaico y grotesco. Pero no había alternativa, ni la autonomía tenía las herramientas, ni la república existía.

Tengo la convicción de que los dirigentes del independentismo no valoraron adecuadamente el significado político de la pandemia. Ya no éramos solo hijos de la lucha por la democracia o del 1 de octubre, éramos hijos de una realidad desconocida, dramática para muchas personas, llena de peligros personales y colectivos desconocidos que relativizaban las prioridades políticas de las personas y las sociedades. La pandemia exigió en los estados un tipo de renovación de sus prioridades. Y, a un proyecto de estado nuevo como el catalán, le exigía a resultar fiable como alternativa de renovación de la sociedad y de las instituciones públicas. La pandemia supuso un cambio de prioridades, de replanteamiento de objetivos vitales, de sentido de realidad a la política.
El Covid acabó con el que quedaba del espejismo autonómico, hizo evidente que el único poder real era el Estado Español, por mucho que hiciera todavía más visible el anacrónico españolismo estructural que supuraban los aparatos estatales. Pero quedó claro: el único poder real ante un hecho extraordinario y dramático era el Estado, y no había alternativa. Las estructuras públicas vinculadas a la Generalitat no tenían instrumentos, ni presupuestos, ni posicionamiento internacional.

La autonomía era una formalidad, por mucho que el presidente de la Generalitat del momento, Quim Torra, mostrara su mejor voluntad, más allá de manifestarse predispuesto a todo tipo de escaramuzas simbólicas. La pandemia afianzó una idea que muchos catalanes habíamos ido considerando: el gobierno autónomo era poco más que un simulacro. El gobierno español era un estado centralizado, autoritario, españolista y anacrónico, pero tenía poder real, y aprovechó la pandemia para mostrar que el mundo del siglo XXI exigía un estado español fuerte y no una Cataluña internamente dividida por una independencia que iba contra los signos de los tiempos.
Desde el final de la pandemia hasta ahora, más allá del que está sucediendo estas semanas con las negociaciones para la investidura del gobierno español, en realidad en el único frente donde poco o mucho se ha avanzado es el de la defensa europea del presidente Puigdemont. Desde el exilio y en el Parlamento Europeo, ha mantenido una defensa clara ante varias instituciones europeas e internacionales en términos de los derechos humanos, políticos y nacionales que se habían recortado en Cataluña.
En términos generales, pues, cuando estoy escribiendo estas rayas, más allá del brote verde que está suponiendo la negociación con el Estado por la investidura del nuevo presidente español y que ya veremos como acabará, sabemos que el estado de ánimo del independentismo no es bueno. Los síntomas se manifiestan cotidianamente. Las bases del movimiento no solo no se han ensanchado, más bien al contrario, han disminuido y los dirigentes independentistas han perdido parte de la credibilidad conseguida. Parte de las bases no votan. Y no lo hacen porque están incordiadas, asqueadas y en cualquier caso, desorientadas. Han sido sometidas a lógicas estratégicas antagónicas, a tácticas difíciles de entender, a una narrativa política confusa y ambigua, a una desunión injustificable y dolorosa.
Unos 800.000 votos perdidos
En todo caso, los datos son explícitos: el día 1 de octubre del año 2017 los resultados del referéndum a favor de hacer de Cataluña un Estado independiente libre y democrático dentro de la Unión Europea fue explícito y claro. De entonces acá el independentismo ha perdido muchos adeptos, y probablemente todavía más votos. Unos 800.000, dicen algunas fuentes. Son muchos.
Es un hecho que, mientras el Estado español que conocemos sea cómo es, y nada hace pensar que deje de serlo, el deseo y la necesidad de independencia de muchos catalanes continuará vigente. Pero convertir la necesidad en realidad exige renovar la motivación y el sentido de la lucha por la independencia. Más allá de los escogidos o los que se creen, exige una estrategia clara y una táctica definida, un nivel de unidad aceptable. Se tendrá que traducir en una mirada menos ingenua sobre que supone vencer un estado como el español en el siglo XXI, un estado donde los que lo monopolizan continuarán haciendo malabarismos para conservar el poder y, por lo tanto, el control de la fiscalidad y la voluntad política, económica y cultural de los catalanes.