Obviamente, después del 27-O la estrategia represiva se mantenía, mandara quién mandara. Las cloacas del Estado trabajaban desde siempre sin escrúpulos. Actuaban a partir de un principio que articulaba verticalmente gran parte de la sociedad madrileña: inequívocamente, la solución del
En el año 2011, José María Lassalle era secretario de Estado de Cultura del gobierno español y yo, consejero de Cultura del gobierno catalán. Era el momento inicial del Procés. Yo defendía abiertamente que los catalanes necesitábamos un estado justo, eficiente y democrático, y que el Estado español no era ninguna de las tres cosas; por lo tanto, le decía, era lógico que el independentismo creciera. Compartimos varias conversaciones en esta línea.
Un día, en la inauguración de una de las exposiciones de Caixaforum, el entonces ministro de Cultura, Rajoy, y el presidente Mas hacían el itinerario inaugural de la exposición. Lassalle y yo conversábamos sobre qué había supuesto la sentencia del año 2010 del Tribunal Constitucional para las relaciones entre Cataluña y el Estado. Le expliqué que la sentencia que desmontaba el Estatuto del 2006, por mucho que Madrid lo minimizara, había contribuido de una manera decisiva a la mutación trascendente que se estaba produciendo en el catalanismo.
Un grueso notable del catalanismo había dejado de lado el autonomismo y el federalismo en favor del independentismo. Y le añadí un diagnóstico: el independentismo continuará creciendo porque el Estado y las élites que lo monopolizáis no haréis nada para hacerlo más inclusivo, justo y representativo. Al contrario, le insistí, cada día se me hacía más evidente que ni PP ni PSOE no tenían la más mínima voluntad de acoger desde el Estado las necesidades perfectamente democráticas de los catalanes.
Año 2011: conversación con un secretario de Estado del PP con amenaza de cárcel
Traté de explicarle que Cataluña iba en serio, que la sociedad catalana sufría una especie de fatiga de estado, por no decir de agotamiento del Estado español. Que estábamos hartos, le decía, de la nula voluntad de las instituciones estatales de incluir las demandas y los anhelos de Cataluña. «Si queréis entender qué pasa en Cataluña, sería bueno que asumierais que la sentencia del Tribunal Constitucional colmó un vaso que ya estaba muy lleno», le dije.
No dio muchas vueltas, su respuesta fue muy llana y franca: «Supongo que lo sabes, pero si seguís por ahí acabaréis todos en la cárcel»

Estoy refiriéndome al año 2011. Estábamos apenas en el inicio del Procés. «Acabaréis todos en la cárcel
Año 2016: «La judicialización es inminente, no podéis ganar al Estado»
Pero ciertamente el Estado no actuaba desde un principio represivo simple. Todo era más sutil. Lo pude constatar cinco años más tarde, los últimos días de enero de 2016. Apenas había llegado a Madrid como delegado del gobierno catalán. Durante aquellos días mantuve una agenda intensiva para verme cuanto más rápidamente mejor con representantes del PSOE, del PP y de todos los partidos españolistas, así como del establishment
José María Lassalle era entonces secretario de Estado de Agenda Digital. «
Insisto, enero de 2016. Obviamente, aquella comida no fue una revelación, sabía lo que pensaban, pero fue impagable la descripción del elemento clave de la estrategia del Estado: los altos tribunales. Tampoco era una novedad, ya habían manipulado al Tribunal Constitucional expulsando magistrados para obtener una sentencia que desbarajustara el Estatuto del 2006, pero me puso sobre aviso de lo que vendría después. No, el Madrid-Estado no estaba en la luna, como pensaban muchos catalanes entonces; tenía más claro de lo que suponíamos como afrontar
Contra lo que parecía con Rajoy, el Estado no estaba con la guardia baja
El Estado era más trabajador de lo que indicaba el aparente letargo del presidente Rajoy. El Estado no estaba con la guardia baja, como no acostumbra a estarlo ningún estado, y menos el español. Contaba con la cúpula policial y con la judicial.
Era evidente que los servicios secretos hicieron el ridículo con las urnas del 1 de octubre, y que la desmesura policial en aquella jornada puso de relieve su cara más oscura, pero no comparto la idea de que el aparato estatal estaba despistado. El Estado tenía una estrategia de fondo, trabajada, que iba más allá de la represión y la judicialización.
El 27 de octubre fue la excusa que esperaban para dinamizar su planteamiento estratégico. No improvisaron el relato. Los catalanes, que no teníamos militares, habíamos dado un golpe de estado contra el Estado; los catalanes, que queríamos resolver el conflicto político entre el Estado y Cataluña de manera democrática, a través de un referéndum y una declaración de independencia no consumada, fuimos convertidos en sediciosos y los principales dirigentes, en golpistas. Haberse atrevido a tanto, necesariamente tenía que pagarse caro, con penas escandalosas, inhabilitaciones y exilios.
El argumentario se lo habían trabajado. Habían vivido con dramatismo y perplejidad la consulta del 9 de noviembre de 2014 y el referéndum del 1 de octubre del año 2017, pero a su manera habían hecho el trabajo. Sabían donde estaba su fuerza y cuando había que aplicarla. Y lo hicieron. Sabían cuáles eran nuestras debilidades y se esforzaron en profundizarlas. Los representantes del Estado, de la policía, del Constitucional, el Poder Judicial, la casa real, todos habían trabajado juntos con las élites sociales, económicas y mediáticas madrileñas para evitar que Cataluña se les escapara. Con la aplicación del 155 y todo el que vino después, demostraron que el establishment madrileño funcionaba, que su unidad ante Cataluña era granítica. Infinitamente más, no hace falta decirlo, que la fuerza unitaria del independentismo.
La estrategia de fondo, más sofisticada: debilitamiento económico de Cataluña
Quiero señalar, sin embargo, que la estrategia de Madrid en relación con Cataluña no se amparaba, ni se ampara, estrictamente, en la policía y los jueces. De hecho, la estrategia represiva era y es la más circunstancial. La estrategia de fondo era y es mucho más sofisticada. Obviamente, como siempre, buscaba y busca mantener sin disminuciones la aportación fiscal de Cataluña. Sin el déficit fiscal catalán, el artefacto estatal se descose por todas partes. De hecho, sin decirlo, la estrategia madrileña pretendía y pretende reforzar su territorio preferente, Madrid. A través, claro, de una centralización económica, cultural y política sin fin. Y para conseguirlo hacía falta y hay que inmovilizar, tanto como se pueda, el desarrollo económico, cultural y político de Cataluña, sin poner en peligro la aportación fiscal a las arcas generales del Estado.
En síntesis, pues, represión, aportación fiscal, subordinación política, asimilación cultural y economía dependiente habían definido y continúan definiendo la estrategia de fondo de los últimos cuarenta años. Insisto. Minimizar Cataluña pero sin desmantelarla, sin poner en peligro la aportación fiscal catalana, al menos hasta que la capitalidad de Madrid se lo haya comido todo. Madrid no tenía que ser y no tiene que ser solo la capital política, tiene que ser también la capital económica y cultural del Estado. Hacer crecer a Madrid, debilitar a Cataluña; invertir en Madrid, desinvertir en Cataluña eran y son, en realidad, vasos comunicantes.

Evidentemente, nunca lo reconocerán, pero concentrar riqueza y poder a Madrid es el diapasón que sirve para afinar todas las otras políticas. Un día le pregunté a un secretario de Estado de Infraestructuras que pasaría si Cataluña no hiciera la brutal transferencia fiscal que hacía en el Estado. Su respuesta fue al menos sincera: «Probablemente, observaríamos vuestro deseo de vivir solos de otra manera, aunque la unidad de España es sagrada»
Sea como fuere, mientras la represión y los jueces fueron descabezando el movimiento independentista, las políticas centralizadoras de poder, economía y cultura continuaron, con más comodidad que nunca, mientras los catalanes nos dedicábamos a intentar paliar los efectos personales de la represión política.
La autonomía catalana, dramáticamente mal financiada, se convirtió, todavía más, en un actor muy secundario en el tablero económico. Solo hay que recordar la operación de desmantelamiento de los centros de decisión de las grandes empresas catalanas y el traslado a Madrid de la mayor parte. Tan solo hay que tener presente como Madrid ha vuelto a poner bajo la alfombra el insostenible déficit fiscal catalán. Es bueno tener en cuenta el incumplimiento sistemático de las inversiones en infraestructuras en Cataluña. Ningún catalán se escapa del trato fiscal punitivo que recibimos en relación con Madrid. Y no hay que decir que hay que mirar con detalle como se han distribuido los fondos europeos post-Covid.
El relato del PSOE: tomadura de pelo retórica
Más recientemente, el relato socialista sobre España insiste en una pretendida cocapitalidad Barcelona-Madrid. Tomadura de pelo retórica. Tendremos oportunidad de hablar de ello. Está basada en una ecuación de aportaciones estatales entre ambas capitales que se encuentran en las antípodas.
Durante los últimos años, el relato del PSOE-PSC respecto a Cataluña se ha configurado, según repiten todos sus portavoces, en la idea de que la cuestión catalana es, en realidad, un conflicto entre catalanes. Los catalanes, en realidad, insisten, no tenemos un problema con el Estado, tenemos un problema entre nosotros y, obviamente, para resolverlo hay que ponernos firmes –afirman– y perseguir independentistas. La derivada, no pública, pero sí real, implica destruir liderazgos políticos y sociales, malograr la cohesión social, trasladar la economía productiva a Madrid, anihilar la lengua, la cultura y la identidad de los catalanes. Fragmentos de todo esto se han ido produciendo en Cataluña a lo largo de los últimos años, al menos hasta este mes de agosto, en plena digestión de las consecuencias de las elecciones generales.
La débil respuesta del independentismo a la represión
Pero no avancemos tan deprisa. Entretanto, después del 27 de octubre, una vez iniciada la fase aguda de la represión, ¿qué hizo el independentismo? ¿Dio una respuesta suficientemente contundente a la represión? ¿Aprovechó las contiendas electorales autonómicas o municipales? ¿Mejoró la unidad? ¿Qué pasó con la fugaz Crida?
Pienso que no podemos estar especialmente satisfechos de cómo fueron las cosas. De cómo han ido hasta hoy. Está claro que no se ha intentado hacer un examen crítico y autocrítico mínimamente exigente. Ni siquiera hemos sido capaces de superar el tradicional espíritu criticón que caracterizaba a la política catalana, y a los partidos o entidades independentistas.

Evidentemente, no se asumió que el octubre de 2017 habíamos sido políticamente derrotados. Tengo la convicción de que a medio plazo la derrota es menos derrota si se sabe admitirla, especialmente si la causa es justa, como lo es la nuestra. No fue afortunado el enroque que hizo el independentismo después del 27 de octubre. Un batacazo como el que se recibió exigía rehacer estrategias, incorporar y renovar personas, acoplar organizaciones. Se continuó trabajando igual que antes, pero ahora focalizados en la represión. Nadie supo, pudo o quiso poner en práctica un diseño estratégico nuevo, bajo el criterio de dar sentido a la república no implementada y al estado catalán futuro, en un contexto en el cual se hacía imprescindible aprovechar todas las oportunidades, especialmente las que brindaban las elecciones municipales, autonómicas o generales que el calendario electoral ponía a disposición.
Obviamente, no se rehizo, ni se ha rehecho, la unidad imprescindible. Todavía menos se han puesto sobre la mesa propuestas para reconstituir el movimiento pensando en la base del país. Tampoco se ha repensado el modelo de movilización que era posible, que hacía falta y hace falta en las actuales circunstancias.
Y de cara al exterior, pregunto, ¿qué se ha hecho? ¿Se ha desplegado, más allá del trabajo del presidente Puigdemont y alguno otro exiliado, una política europea e internacional coherente que haya relacionado lo que hicimos con lo que queremos hacer y por qué?
De cara a la sociedad catalana, lo que es seguro es que no hemos aprovechado estos años para rearmar la idea de un estado propio con de republicanismo moderno, social, avanzado, virtuoso, que conecte con aquello que desean la mayor parte de los catalanes. Como tampoco se ha intentado trasladar a la ciudadanía que Cataluña, con un estado como es debido, sin utopía, podría convertirse en un buen referente de progreso, justicia, prosperidad, bienestar, democracia y solidaridad.
Incluso, se ha dejado pasar la pandemia sin ni siquiera tratar de interpretar bien qué significó en términos políticos y sociales.
Errores políticos que los dirigentes del independentismo no quieren asumir
Tal como lo veo, en casi todas estas cuestiones trascendentes la actuación política ha sido más negativa que positiva. A nadie puede sorprender, por lo tanto, que la extraordinaria revuelta social que Cataluña protagonizó a partir de 2010 –con un número fantástico, inusual, histórico, de catalanes– haya perdido fortaleza, impulso, densidad, dimensión y convicción. Aquella revuelta no ha perdido su sentido, y en consecuencia, mantiene una base social notable. Pero en 2017 recibió un notable varapalo que vertió sobre nosotros una copiosa dosis de chasco. No solo por los efectos de la represión, no solo por las expectativas frustradas, sobre todo por nuestros propios errores políticos, por mucho que nuestros dirigentes no quieran asumirlo.
Era lógico que después de la bofetada represiva que puso en marcha el artículo 155 el movimiento hiciera hincapié en tratar de reducir, tanto como pudiera, los efectos de las penas de prisión o de inhabilitación dictadas y en solidarizarse con los exiliados y perseguidos para intentar paliar los efectos personales de la represión. Pero, ni teniendo esto en cuenta, podemos decir que acertó en la respuesta al Estado.
En todo caso, lo que es seguro es que desde entonces el independentismo ha ido a remolque de la iniciativa estatal. Incluso la voluntad de los partidos españolistas de convertir la revuelta catalana en un conflicto entre catalanes ha hecho fortuna, al menos entre sectores de la izquierda catalana (y también española), y ha facilitado la pasividad de las democracias europeas e internacionales.
Lo que resulta más sorprendente, visto retrospectivamente, es el desperdicio de las varias contiendas electorales. Tengamos presente que el 21 de diciembre de 2017, en la aplicación del artículo 155, el presidente español convocó elecciones autonómicas. Recordemos que a pesar de que la mayoría parlamentaria todavía fue de los partidos independentistas, fueron a las urnas incomprensiblemente divididos, incapaces de subscribir un documento programático común, a pesar de ver como iban cayendo dirigentes apartados por la Audiencia Nacional. Quedó primero en escaños el partido de Ciudadanos. El dirigente del PP Albiol no se abstuvo de proclamar un recurrente
El desastre de las municipales de 2019 en Barcelona
Tampoco las elecciones municipales de mayo de 2019 fueron aprovechadas por el independentismo. Los dirigentes se encontraban en la prisión o en el exilio. Después del zarandeo de las autonómicas de diciembre de 2017, las municipales eran una oportunidad extraordinaria. Era hora de reactivar el movimiento y buscar una gran victoria del independentismo. Era la oportunidad de hacer una especie de 14 de abril de 1931.

Era imprescindible mostrar que el independentismo, a pesar de la represión, estaba vivo, había que pensar en términos de contra estado. Paradójicamente, una vez más, cada partido fue a lo suyo. Viví personalmente el caso de Barcelona. De manera incomprensible, el independentismo no trató de asegurarse el gobierno de la ciudad, de la capital y referente del país. Ganó ERC, pero el mal resultado de Junts, que se presentaron con una candidatura más pensada en clave de partido que no de ciudad, impidió una suma ganadora. El principal reproche era que ninguno de los dos partidos había intentado negociar una candidatura vencedora. El resultado de las urnas dejó espacio al españolismo, encabezado por Manuel Valls, para dar forma a una operación de estado, apoyada económicamente por varios empresarios catalanes y el aparato estatal y mediático. No fue obstáculo para que la izquierda comunera de la señora Colau, a pesar de su verbalismo contra la derecha, aceptara los votos para obtener la alcaldía. Fue evidente, aunque nadie quisiera admitirlo, que la desunión, una vez más, había impedido que la capital de Cataluña fuera gobernada por el independentismo. Del mismo modo que quedó claro que el izquierdismo de los Comunes se alineaba sin pudor con la derecha más españolista.