Recomenzamos. Ha pasado apenas un mes y da la impresión de que entramos en una nueva galaxia, una nueva vida. Porque todos tenemos la sensación de que iniciamos algo que puede parecerse a una nueva era política, pero también económica y social. Hemos gastado el mes de vacaciones por excelencia disfrutando al máximo (en lo posible, que no es poco), quien haya podido hacerlo. La politización, siempre a flor de piel en el país, ha descendido algo, creo, para dar paso al goce coyuntural y, ahora, escribo cuando septiembre se afinca en las hojas del calendario, a la preocupación: ya no cabe escudarse en la momentánea ‘alienación’ –déjeme expresarlo así—del ‘veraneo’.

Este –hablo, si usted me lo permite, de España—es un país que bascula entre lo calcinado por los mayores incendios en más de medio siglo y los agujeros del hielo de granizadas como pelotas, de tamaño tampoco conocido en décadas. Un país de contrastes extremos al que habrá que meter en el cauce de los dictados europeos, al que hay que embridar con la vía de la negociación en el sentido más extenso e intenso. Y que tiene que sobrevivir a la campaña electoral más larga que se recuerda: al menos catorce, quince, meses nos quedan para las urnas en las elecciones generales, y solamente ocho meses para unas municipales y autonómicas –donde toque celebrarlas—que seguramente van a significar un giro en el mapa del poder.

Pregunto a quien corresponde, pensando en esta columna que retomo tras un mes de reflexivo silencio, dónde queda, en este contexto, la negociación entre el Gobierno central y el Govern catalán. Alguien que tiene, pienso, capacidad para decirlo me contesta que ”estamos mucho mejor que hace cinco años, cuando hubo que imponer la aplicación del articulo 155 de la Constitución, cuando se encarceló a los líderes independentistas, cuando la tónica era represión y confrontación frente a inflexibilidad y tozudez”. Y es cierto, pienso. Lo que ocurre es que de nuevo la provisionalidad se adueña de los diseños territoriales y la pereza y la falta de ideas se enseñorean de los despachos oficiales. Hay una patente falta de entusiasmo por adentrarse en la búsqueda de soluciones, de respuestas: ¿cómo se van a conmemorar desde ‘esta’ Diada hasta el quinto aniversario de lo ocurrido en el triste mes de septiembre de 2017? ¿Qué cuestiones se pueden negociar y cuáles no? Solo oigo silencios. Y es que la mera respuesta a estas simples preguntas es hoy algo comprometido, difícil. Nadie quiere saber muy bien cómo afrontar el inmediato porvenir, el de los próximos meses. Así que del medio y largo plazo ya ni hablamos.

Resulta harto complicado asomarse a la cabeza de nuestros representantes, entre otras cosas porque en esas cabezas solo habita el ansia de ganar unas elecciones, mantenerse en el poder, no de solucionar unos problemas que quizá, y aquí sigo a Ortega, no tengan soluciones definitivas, solo provisionales. Iniciamos de esta manera el curso más complicado no de un lustro, porque, en efecto, la situación es mejor sin duda, pienso, que en 2017, pero sí el más incierto. Mucha calma, no poca reflexión, habrán de derrochar nuestros políticos de uno u otro signo para evitar que se abra la caja de Pandora, que es un recipiente que, nos cuenta la mitología griega, contiene todos los males del mundo, que escaparán al exterior cuando la caja se abra.

Si le digo la verdad, no soy capaz de grandes optimismos en esta hora de retorno de un ‘ferragosto’ que ha sido bastante feliz y despreocupado para ser sustituido por un septiembre quizá infeliz y, sin duda, enormemente preocupado. Y no diré yo que lo que en los cenáculos políticos madrileños llaman, perezosamente, el ‘problema catalán’ sea el principal de los males que destapó la curiosidad lerda de Pandora, claro. Pero abandonarse a un irresponsable ‘rajoyismo’ de permitir que los problemas se pudran evitando afrontarlos con voluntad de diálogo y de negociación –que no digo, conste, que Pedro Sánchez sea Rajoy, ni Aragonès Quim Torra—sería uno más de los elementos contenidos en esta tormenta perfecta en la que, entre el infierno de los incendios y el hielo de las pelotas de tenis del granizo, estamos metidos.

Lástima, maldito septiembre, que ya no sea posible seguir mirando al horizonte infinito, sin aristas, del mar desde la playa. Lástima que haya que hacer acopio de leña para afrontar el invierno que, no solo en política, sino hasta en lo meramente climático, amenaza con helarnos el corazón– Y perdón por dejarme caer a mí mismo no sé si en lo apocalíptico del pesimismo, pero sí, quizá, en lo ‘pandórico’ del machadismo, que ve venir lo inevitable sin saber cómo frenarlo. Seguiremos, ay, oyendo hablar de la puñetera caja, ya lo verán. Quizá por primera vez en mi vida, me gustaría equivocarme.

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