Ya sé que algún purista me dirá que lo de Marine Le Pen no es lo mismo exactamente que lo de Vox. Sí, conozco las aparentes diferencias. Pero, sobre todo, las similitudes. Europa, comprensiblemente, mira hacia Ucrania y no hacia las elecciones francesas de este domingo. Y esas elecciones tienen no poca importancia para los que somos vecinos del sur. ¿Se imaginan una Francia en la que alguien como Le Pen ejerce el enorme poder que tiene el presidente de la República? A mí, lo que más miedo me da es que eso significaría un aliento para Putin, por más que doña Marine ahora trate de distanciarse del autócrata ruso.
Pero igualmente me horroriza que una victoria de la mentada doña Marine selle una alianza activa con la formación española Vox, que comanda Santiago Abascal y en la que anidan gentes que, en un debate parlamentario, son capaces de comparar a Pedro Sánchez con Hitler o al ministro de la presidencia, Félix Bolaños, con Goebbels.
Mal vamos cuando se pierde hasta el sentido de la proporción, hasta las esencias de la estética y de la lógica. Si el diputado ‘ultra’ no sabe lo que significó el nacionalsocialismo no es digno de representar ni siquiera a los votantes de su partido. Si lo sabe, aún menos. Incluso Abascal, ese que reprocha a Zelenski que hable en el Parlamento español de la matanza de Gernika y no de la de Paracuellos, debería instar al abandono de su escaño de ese parlamentario al que alberga en sus filas, de cuyo nombre no quiero acordarme aquí para no dar a ese tipo más publicidad. Claro que a lo mejor el señor Abascal también comparte que un político demócrata que a él no le gusta es como Hitler: debería habernos dejado claro que no piensa tal barbaridad.
Estamos, sí, en la pérdida de valores. Cuando una periodista, con la que tengo la desgracia de confrontarme a veces en una televisión pública, opina que seguramente quienes bombardearon Gernika no eran tan malos, ni los bombardeados tan buenos, y esa periodista, afecta a Vox por cierto, sigue pudiendo expresar estas burradas, algo muy malo está ocurriendo en nuestra sociedad. No es cuestión de derechas o de izquierdas: es que nos estamos acostumbrando al horror, a la visión de los cadáveres a los que la propaganda de Putin quiere convertir en actores que simulan estar muertos. Y ver tanto horror, tanto sufrimiento, tanta mentira descarada –¿o es que el ministro ruso de exteriores, el nunca sonriente Lavrov, piensa que alguien le cree?– nos acostumbra a la demasía, a lo que sería surrealista si no fuese horrible.
Que un líder político, por muy ultraderechista que sea, pueda minimizar lo que ocurrió en Gernika –donde, por cierto, murió un lejano familiar mío—y sea capaz de reprochar al héroe ucraniano que mencione aquella matanza, me causa una irreprimible vergüenza. Como me la causa que alguien desdeñe aplaudir, aunque sea por mera educación, la intervención del líder ucraniano en las Cortes. Porque si minimizamos aquello inmortalizado por Picasso –y conste que por supuesto me horroriza también lo que ocurrió en Paracuellos: todas las vidas valen lo mismo–, el siguiente paso será la indiferencia ante lo que ocurre en Ucrania, o ante lo que ocurrió en Siria o en tantas barbaries repartidas por el mundo y que la inoperante Organización de las Naciones Unidas acepta con la cobarde resignación de los hechos consumados.
Quizá preferiría a otro jefe del Estado en Francia antes que a Macron. Pero, puestos a elegir entre su opción y la que representa quien parece ser su principal contrincante, le daría mil votos, si los tuviese. Porque lo otro, aquí, en casa, significa Vox, que es ese partido cuyo representante y futuro vicepresidente en Castilla y León, en su primer discurso en la noche electoral, dijo que los periodistas somos ”unos lacayos”. Seguro que Putin piensa lo mismo. Y doña Marine. Quédate, Macron, que te perdonamos.