La noche del viernes 27 de octubre de 2017, tal como había supuesto, Cataluña, desgraciadamente, no era un país independiente. Me preguntaba qué éramos y no acababa de sacar el intríngulis. De lo único sobre lo que no tenía ningún tipo de duda era que el Estado se había puesto en marcha.
De hecho, desde el 10 de octubre, el día de la proclamación de la independencia que el presidente Puigdemont dejó en suspenso —y que sería ratificada finalmente el día 27 con una votación en el Parlamento—, las llamadas telefónicas habían cruzado la cargada atmósfera de la capital del Estado. Buscaban cómo sacar el máximo provecho del
«Sabéis que si continuáis con eso iréis todos a la cárcel». Así me había avisado, con dolor en el corazón, aseguraba, un liberal españolista que conocía muy bien Cataluña por razones familiares. Mi duda era dónde harían el corte represivo. La otra consideración que no podía sacarme de la cabeza una era la interpretación que podía estar haciendo de todo el mundo, singularmente los países europeos.
Inevitablemente, los gobiernos europeos estaban tratando de interpretar qué pretendíamos los catalanes. Una de las primeras llamadas que recibí fue de un diplomático de los Países Bajos, el cual simpatizaba con la causa catalana. Me soltó una frase lapidaria: «Golpear y, a continuación, poner la mejilla no siempre acaba bien».
El mundo no entiende las decisiones de la Generlitat
Un rato más tarde un secretario de embajada, también de un país europeo y nada favorable a la decisión del Gobierno, me lo dejó claro: «Habéis optado por una vía un poco estrambótica, y parece que el gobierno [español] os tiene controlados. Habéis llenado las calles con manifestaciones maravillosas que eran admirables incluso para quienes no entienden vuestra independencia, pero no entiendo muy bien qué pretendéis ahora. Me dicen desde Exteriores que están a punto de suspender la autonomía y que habrá detenidos, pero que no cuentan que haya problemas graves en la calle y, en todo caso, consideran que la situación está controlada. ¿Qué haréis? ¿Es verdad que el gobierno catalán no ha convocado ninguna movilización?»
La República había quedado suspendida aquel 10-O hasta nuevo aviso. El sueño republicano había durado 56 segundos. El despertar fue abrupto. El gobierno catalán había materializado un gesto de malabarismo político extremo y me resultaba imposible entender cómo nuestros líderes habían evaluado los costes.
La emoción fue sustituida por perplejidad. ¿Quién controlaba el guion? Preguntas y más preguntas rebotaban dentro de mi seso y estaba seguro de que al de todo el mundo. ¿Dónde estábamos? Continuaba tratando de hacerme una idea del que podía suponer una independencia no consumada.
Qué adelante suponía? Qué significaba en relación con el 1 de octubre? Cómo capitalizaba el referéndum? A la tribuna de invitados del Parlamento, el silencio cada vez se hacía más espeso. Alguien dijo: «Es una genialidad», pero nadie lo secundó. «Un error», murmuró en voz queda alguien otro. No sabía verbalizarlo, pero cada minuto que pasaba, los rostros de los miembros del Gobierno acentuaban mi impresión sobre el hecho que nos habíamos disparado un disparo en el pie.

Desconcierto y triple paso atrás
Me vino en el jefe un texto de Vladímir Lenin, el líder comunista. Lo había leído en la universidad en setenta. El título era algo así como:
La intuición con que había llegado a aquella sesión del Parlamento de Cataluña se había materializado: desgraciadamente no había dado en una Cataluña independiente, pero el problema ahora era más grande. Todo el mundo conocía nuestras debilidades, empezando por las dudas que expresaban los miembros del gobierno catalán y su división entre los que se decantaban a favor de ratificar la proclamación o los que estaban en contra o indecisos. Todo el mundo sabía que el Gobierno no había hecho los deberes con las estructuras que tenían que poner las bases del nuevo estado. Quien más quien menos, se había dado cuenta que la correlación real de fuerzas era desfavorable al movimiento del independentismo.
Era evidente que no declarar la independencia habría sido considerado por muchos un paso atrás, e incluso una traición, pero quizás habría resultado una solución políticamente más efectiva convocar unas elecciones autonómicas, que es el que se estuvo debatiendo del 10-O al 26-O, día en que empezó el pleno que acabaría el día siguiente en la votación de ratificación de la declaración del día 10. Eso sí, tenían que ser unas elecciones con un programa republicano claro. Y una vez ganadas holgadamente, dedicar la legislatura a asegurar el apoyo de una gran mayoría de la ciudadanía a la solución republicana. Era imprescindible religar la independencia a la socialización de un buen programa republicano, avanzado, convincente e inclusivo. Quedaba mucho para hacer para que a los catalanes, y especialmente en el mundo, se entendieran los agravios que acumulaba Cataluña. Faltaba poner al alcance de Europa el compromiso de Cataluña con la UE. Había que prefigurar una propuesta de Cataluña a la sociedad española, para establecer vínculos de colaboración respetuosos e incluso, cariñosos. La independencia de Cataluña exigía madurez argumental y fiabilidad política y, sobre todo, hacía falta algo más que la declaración de un grupo de parlamentarios, hacía falta un pueblo convencido, no solo una vanguardia decidida.
Pero nada de esto. Ni dos pasas adelante, ni un repliegue táctico. Se había hecho medio paso adelante, pero más aparente y declarativo que no operativo y sólido. En realidad se estaba haciendo un triple salto atrás. Uno de los presentes a la lonja de invitados del hemiciclo me formuló una tesis en mi opinión terriblemente errónea: «Ahora nos caerá un varapalo represivo, pero si aguantamos, se acentuarán los problemas de España, y Europa nos apoyará».
La lógica de ‘cómo peor, mejor’ es un error
La experiencia me ha mostrado que, en política, al menos en el siglo XXI y en uno en torno a bienestar relativo como el nuestro, confiar en la lógica de
Estaba convencido que tal como se estaba proclamando la república, el independentismo haría una regresión. Se tendría que dedicar a defenderse, desaparecería como promotor de un proyecto de país alentador y el más probable es que perdiera parte de su perímetro y que menos gente confiara. En cualquier caso, era manifiesto que las primeras reacciones indicaban que mientras que la sociedad catalana estaba estordida, los hombres y las mujeres de estado españoles estaban más que satisfechos. Se los había abierto el cielo, ahora la iniciativa estaba en sus manos.
La cuestión políticamente más relevante era que el independentismo y el gobierno catalán acababan de perder el control de la situación. Lo
Después del 10-O, trataba de recordar algún caso como el nuestro y no lo encontraba. En el mejor de los casos la independencia estaba solo congelada, pero obviamente a la defensiva, a la espera de la trompada. En cambio, el Estado podía explicar en el mundo que el independentismo había roto la Constitución, que era un movimiento ilegal, y que no habían tenido más remedio que utilizar la fuerza, los tribunales y la policía. Insistían en el hecho que fuera como fuera, la España democrática tenía derecho a defenderse.
Esperaba, al menos, que el gobierno catalán hiciera una declaración indicando donde éramos y que tocaba hacer. Pasaban los minutos y continuaba el silencio. Nos habíamos quedado con la declaración, pero huérfanos de iniciativa. Y todavía peor, sin relato. Y además desmovilizados. Alguien me dijo que se estaba invitando a la gente que había acudido en el Parlamento a marchar a casa.
Imaginaba sus rostros, seguro que desmoralizados. La República de los catalanes solo podía llegar desde el convencimiento optimista de la sociedad civil, la columna clave en la vida catalana, así como la máxima claridad de los líderes de los partidos y, obviamente, un mínimo de empatía internacional.
Una proclamación de independencia que parecía improvisada
Nada de esto estaba presente en la atmósfera de aquellos instantes. La República proclamada sonaba a ocurrencia de última hora, a improvisación, a movimiento poruc y malavingut.
De hecho, la proclamación habría reforzado la tesis tradicional de muchos de los conocidos de Madrid:
La historia lo demostraba: en la pugna con el Estado, el catalanismo había improvisado demasiadas veces, y ahora el independentismo repetía el error. Es una constante histórica, ya tendríamos que saberlo, la improvisación siempre ha dado malos resultados y arronsar-se en el último momento todavía más. En cambio, a la otra banda, el Estado tenía el argumentario que necesitaba. El aparato estatal, la razón de estado y los hombres y las mujeres de estado estaban en marcha.
Los rostros de los consejeros y del staff eran un poema. Y ahora qué? Nadie lo sabía. Yo todavía era delegado del Gobierno a Madrid. Pensaba como tal. Tenía que decidir qué hacer el día siguiente. Recibía trucadas de la capital del reino. Todos me pedían cómo tenían que interpretar el que había pasado y sobre todo, que pasaría. Me resultaba imposible razonar cuál sería el siguiente paso del independentismo.
La política de contra estado se había puesto en un callejón donde nadie sabía ver la salida. Habíamos quedado atrapados en una decisión cándida, más influida por el debate táctico en el interior del Gobierno que no por una idea estratégica. La desunión había vuelto a condicionar negativamente. Una vez más nuestros dirigentes no habían sabido rematar, no habían sabido religar una política de contra sido vencedora.

En algún momento de los últimos años podía haber parecido que la generación de dirigentes que conducía el Proceso había perdido la ingenuidad, pero el tono de la proclamación, al menos para mí, indicaba todo el contrario. Otra vez, se había optado por un golpe de efecto más que por un golpe vencedor.
Me constaba que durante los días previos el gobierno español había recibido todo tipo de propuestas de intermediación, sabía que eran muchos los dirigentes catalanes que habían radiado a los dirigentes del PP y del PSOE los debates dentro del Gobierno, incluidos las dudas, los enfrentamientos o reproches entre unos y otros.
Las estructuras de estado eran una entelequia
Era evidente que el Estado, más allá del ridículo que hizo con las urnas que nunca encontró, y del inadmisible uso brutal de la policía el 1 de octubre, estaba al corriente de las debilidades del movimiento. Sabía, corría por todas partes, que las famosas estructuras de estado, las que se había comprometido a desplegar el vicepresidente del gobierno catalán, eran una entelequia; sabían que la unidad política independentista estaba bajo mínimos y que la movilización social no estaba ni prevista.
También estaban al caso que la sociedad catalana estaba políticamente dividida, no rota como decían los portavoces del Estado, pero sí partida por la mitad. Y todavía sabían una cosa más. Me refiero a aquellos matices que acostumbran a identificar mejor los que tocan el Estado desde dentro: sabían que la fuerza inercial del statu quo juega en su favor. En aquellas horas tenían del todo claro que ningún país importante de Europa reconocería la independencia catalana. Quién podía reconocer una República acabada de nacer pero no consumada?
Madrid sabía que se acababa de repetir un tic clásico de la política catalana: el declaracionisme. Es un tic, de hecho una práctica, que viene de lejos. Tiene que ver con el escaso poder de las instituciones propias y con la tradicional distancia de un Estado siempre excluyente y poco representativo. Las grandes declaraciones, casi siempre correctas y llenas de sentido, a menudo pomposas, pero casi siempre más tácticas que estratégicas, han estado consustanciales a la política catalana y singularmente al catalanismo.
Había vuelto a suceder. Era más fácil lanzar una declaración de independencia que no tener la templanza de proclamarla con el trabajo ya hecho para ganarla.
Proclamar la independencia sin tener una mayoría social convencida detrás era un error. Cómo era un error proclamar la independencia sin una sociedad civil comprometida con un ideal de país identificable y compartido, y por el cual estaba dispuesta a movilizarse, aunque fuera de una manera estrictamente pacífica. Cómo lo era no tener ligado cierto nivel de reconocimiento europeo.
Era fácil entender la presión que el referéndum del 1 de octubre había puesto sobre el presidente, el vicepresidente y el Gobierno. Era comprensible que un buen número de independentistas dieran por hecho que era el momento. Alguna gente se consideraba hija de aquel 1 de octubre y tenía prisa, y era incuestionable que objetivamente el país necesitaba la independencia para avanzar; pero no era menos verdad que la buena voluntad no era suficiente. Teníamos que saber que construir una República es mucho más que una declaración, es mucho más que apostar por una idea todavía abstracta. Una República nueva es el resultado de una amplia convicción de la sociedad civil, del anhelo mayoritario de un país nuevo, identificable, basado en un proyecto de estado claro, gradual y posibilista. Y, obviamente, para conseguir todo esto, hace falta una política que ponga la proa en el estado futuro, que combine estrategia y táctica. Proclamar la independencia sin diferenciar estrategia y táctica, sin unidad estratégica y táctica, no hace otra cosa que alejarla.
Los dos millones de votantes del 1 de octubre, los millones de movilizados los siete años anteriores, se quedaron huérfanos de dirección y en manos de la iniciativa del Estado. Particularmente, los dirigentes independentistas, en manos de los tribunales y la policía estatal. A todos nos tocaría de nuevo centrarnos a defender los encarcelados y exiliados.
El Senado va por trabajo y aplica el 155
Entretanto, el Senado español fue por trabajo. A las 20.26 horas del 27 de octubre, después de la votación en el Parlamento para ratificar la declaración de independencia que había quedado suspendida el día 10, pero sin que el Gobierno hacer nada para implementarla, el gobierno estatal intervino la autonomía de Cataluña. Un primer decreto del presidente del gobierno español cesó al presidente de la Generalitat y los consejeros del gobierno catalán. Cesó también tres personas que no éramos miembros del Gobierno ni parlamentarios: el jefe de los Mossos, el delegado del Gobierno en Bruselas y el delegado del Gobierno a Madrid.
No me lo esperaba. A las 20.26 horas, el presidente del gobierno español me cesó como delegado del gobierno catalán en la capital del reino. Obviamente, ni el delegado en Bruselas, ni el jefe de los Mossos, ni yo mismo, habíamos participado en las votaciones del Parlamento, pero no los importó mostrar que la represión afectaría todo el independentismo.
Había tratado con las personas que elaboraron la lista. Nunca me había escondido de manifestarlos que el Estado español que ellos conducían perjudicaba sistemáticamente los catalanes, tampoco dejé de reivindicar el derecho al referéndum, y, por lo tanto, a una solución democrática, pero nunca dejé de explicar que la voluntad de los catalanes era entenderse con la sociedad española para afrontar plegados algunos de los grandes temas que el futuro nos plantearía.

Desde la delegación había estimulado permanentemente un debate civilizado entre unos y otros, y la bondad para todo el mundo de una solución democrática, pero era la solución democrática el que más molestaba los dirigentes del PP y el PSOE y de los otros partidos españolistas. Aquello que decíamos de la ingenuidad: a pesar de saber el que sabía, me va sobtar encontrarme en la lista de cesados.
Era evidente que no tenían ninguna intención de afinar, echaban por el macho cabrío gordo, y así indicaban por donde irían las cosas. Aquello iba en contra del gobierno catalán, en contra del ninguno de los Mossos por el 1 de octubre, en contra del delegado en Bruselas por su proximidad a las instituciones europeas y en contra el delegado a Madrid por la permanente reivindicación de una solución democrática.
Cuando hice la primera lectura del decreto de cese, tuve claro que se aplicaba un 155 fraudulento, dado que en mi opinión ni siquiera seguía la pauta que fijaba la Constitución. Siempre he pensado que fue una aplicación ilegal. A estas alturas continúo pensándolo, y desconozco si el gobierno catalán consideró la posibilidad de impugnarlo jurídicamente y políticamente.
En mi opinión se aplicó la versión dura, la que en el proceso constitucional de los años setenta había sido defendida por la derecha española, pero que había sido rechazada por la mayoría parlamentaria, PSOE incluido. Ahora el PSOE aplicaba el 155 con el mismo arrebato que el PP.
A tocar las nueve de la noche, abandoné el Parlamento, alguien me aseguró que el gobierno catalán estaba cerrado en el Palau de la Generalitat. No me sacaba del jefe lo
Me preguntaba sin cesar: cómo se tenía que definir una proclamación de independencia que no parecía haber previsto la reacción del Estado del cual se quería marchar? Cómo calificar una proclamación de independencia como aquella, sin paso siguiente?
El 155 lo cambia todo
La aplicación del 155, con la represión y el desmantelamiento del autogobierno, sin un alto nivel de respuesta política y social, supuso un cambio político de primera magnitud. El independentismo, por primera vez desde el 2010, había perdido del todo la iniciativa política. La autonomía pasó en manos del gobierno central. La represión en marcha y justificada ante mucha gente. El gobierno catalán cerrado en palacio y la ciudadanía a casa sin saber qué hacer.
La paradoja estaba servida. La declaración que nos tenía que dar la independencia nos dejaba sin autonomía. La declaración que nos tenía que abrir las puertas del futuro nos llevaba a defender de nuevo la libertad y la amnistía. Para muchos, el 155 los llevó a renovar la defensa del viejo Estatuto de Autonomía, más que no la República proclamada. Confusión.
Acabábamos de regalar la iniciativa política en el Estado, pero también el relato político. Hacía tiempo que Madrid lo buscaba: el independentismo catalán, repetían, había perpetrado un golpe de estado contra el estado de derecho. Nuestro Gobierno se había situado al terreno de juego que más los convenía. Para el conjunto de la élite dirigente, la declaración, por muy congelada -y después no implementada- que fuera, tenía tantos déficits tácticos y estratégicos que supuso una bombona de oxígeno.

De hecho, la diplomacia internacional, al menos la mayoría de mis interlocutores residentes a Madrid, habían vivido con inquietud la proclamación, con aligeramiento la congelación y con satisfacción la respuesta del Estado. Justo es decir que el que más los sorprendió de aquella jornada fue que la sociedad catalana se mantuviera en casa.
A medida que pasaban las horas se me agrandaba la sensación hacia el hecho que habíamos perdido demasiado fácilmente una batalla decisiva. El Estado, que durante años había sido acorralado, tenía la iniciativa en las manos.
Una repetición del 17 de abril del 1931
En el momento clave, el Estado sabía hacerlo. La política catalana, no. Un automatismo mental me llevó al 17 de abril del 1931. Hacía solo tres días que Macià había proclamado la República Catalana. Cataluña lo había hecho antes de que a Madrid el republicanismo español proclamara la República española.
Tenía en mente la tensa conversación entre el presidente de la República Catalana, acabada de proclamar, y la delegación de tres dirigentes del nuevo Estado republicano español. En la delegación española estaban incluidos dos políticos catalanes. En una tarde de tenso debate, obtuvieron un acuerdo: se dejaba correr la República catalana para salvaguardar la República española. A cambio, la República española sugería (de hecho obligaba) la recuperación de una vieja institución medieval de autogobierno de los catalanes denominada Generalitat de Catalunya; que todo sea dicho, poca gente sabía qué había sido.
El 17 de abril del 1931, ya oscuro, más o menos en la misma hora que el gobierno de la Generalitat del año 2017 decidía como se salía, Macià, acompañado otros dirigentes de ERC, comunicaron a la ciudadanía, desde la balconada del Palacio, en la plaza de San Jaime, que la República catalana, agermanada con la española, acontecía la Generalitat de Cataluña. Los pocos asistentes que esperaban en la plaza aplaudieron. Poca gente sabía qué suponía aquella claudicación, como tres días antes no habían entendido por qué razón Companys y Macià habían proclamado, a pesar de ser del mismo partido, dos alternativas de República diferentes.
El año 1931, de la crisis de la monarquía brotaron la República Catalana, y de la República catalana, a través de un juego de manos, reapareció la vieja institución medieval de la Generalitat. El año 1934, el presidente Companys proclamó el Estado catalán y pocas horas después él y su gobierno quedaron detenidos.
Siempre el mismo, siempre repitiendo errores, siempre desunidos, siempre con las ideas menos claras del que exigía derrotar el Estado. Ahora, 86 años más tarde, los catalanes lo habíamos vuelto a intentar. Habíamos proclamado una República que habíamos congelado a velocidad supersónica y después dejado sin activar. Quizás estaba, pero yo no tenía presente ningún precedente similar. Prácticamente, ningún ciudadano estaba en la calle, nadie los había convocado. Nuestro gobierno estaba dedicado a decidir como administrar la inmediata represión.
Pensé en cada una de las personas del Gobierno. Muchos amigos y todos muy conocidos. Traté de imaginar las circunstancias de cada cual. Trabajo, pareja, hijos. Era legítimo tener miedo a la reacción del Estado. Era legítimo arriesgar. Incluso, era legítimo equivocarse. Me rebotaba dentro del seso la sentencia de Max Weber: el mundo está lleno de nobles afanes de los cuales a menudo resultan los peores estragos. Pero los errores se pagan y sabía que nuestros dirigentes y sus familias los pagaríamos más que nadie, pero también sabía que todos los catalanes pagaríamos una cuota.
Era claro que las energías que tendríamos que dedicar a recuperarnos de los efectos de la represión nos sacarían densidad de progreso y de bienestar, y, en cambio, daría en el Estado carta blanca para continuar operando en Cataluña desde el autoritarismo y el españolismo. Nuestra política está llena de nobles afanes, pero todavía más de notables errores. Y no ha sido casi nunca una cuestión de temor, más bien ha sido históricamente una cuestión de ingenuidad y, hasta un punto, de soberbia política. Nuestros afanes son legítimos y quizás llegarán a concretarse, pero la historia demuestra que los afanes legítimos requieren políticas efectivas. Alguno de nuestros dirigentes creía que habiéndose abrazado a una vicepresidenta del gobierno español había suficiente para pasar el trámite. Algunos otros creían que a los hombres y mujeres de estado se los podía vencer con la analítica y la práctica del activista.
Pues no, ahora sabíamos que no. Pero todavía faltaba mucho para entender que en un Estado solo se lo vence con estrategias de contra estado, que en cualquier caso, tenían que ser muy eficaces, muy pensadas, muy bien comandadas por dirigentes caudales y unidos, y obviamente, con mucha gente detrás.
En un instante la República se congeló
En un instante, Cataluña había pasado de ser una autonomía dentro del Estado español en una República independiente. Y a continuación de República independiente a un artefacto congelado, que de hecho, restituía
Continuaba aferrándome a la posibilidad que el gobierno de Cataluña, el presidente, el vicepresidente, alguien, tuviera previsto un plan de acción, más o menos secreto, para dar sentido y continuidad a la proclamación. Recibía trucadas de algunos periodistas y conocidos de Madrid. Todos me preguntaban el mismo: qué habéis hecho exactamente? Proclamando habéis dado la excusa en el Senado español. El Senado ha suspendido, al amparo del artículo 155 de la Constitución, la autonomía de Cataluña. Qué tenéis previsto?

No podía responder nada mínimamente convincente. Tenía del todo claro que el 155 era solo la punta del iceberg de una estrategia de fondo que el Estado venía manteniendo desde hacía años: centralizar, judicializar y reprimir. Lo desplegaré en los capítulos siguientes.
Hacía un par de días que había pedido al consejero de la Presidencia, Jordi Turull, que se esperaba que hiciera desde la delegación de Madrid en el supuesto de que decidieran proclamar la independencia. Si aprobáis la declaración de independencia, sería bueno saberlo; al menos a Madrid convendría algún gesto consecuente. Si decidís convocar elecciones autonómicas, también habrá que reforzar el discurso entre los líderes sociales y comunicativos.
La respuesta del consejero, con prisas y sin querer entrar a fondo, no fue alentadora, pero me permitió intuir el que tenía en mente nuestro Gobierno: «Lo único que puedes hacer desde Madrid es decidir si dimites antes o después de la proclamación. El que es seguro es que ellos
No sabía qué sería el paso siguiente, pero desgraciadamente, tenía claro que el gobierno catalán tampoco lo sabía. Las instituciones catalanas estaban en el limbo, pero había quedado claro que nuestro gobierno había cedido la iniciativa política en el Estado y este no sería condescendiente.
Allá éramos. Independientes, pero congelados. Crecía un ostentoso sentimiento de perplejidad. El Gobierno había hecho el silencio. Ninguna instrucción. Es indudable que la buena política institucional empieza con una comunicación adecuada, pero como calificar una proclama sin comunicación? Seguramente la razón era muy simple y lamentable: nuestro Gobierno no tenía nada a comunicar.