En las entregas dos y tres puse de relieve algunas de las razones que llevaban al Estado español a mantener secuestrada la soberanía de los catalanes. Regresaremos al tema más adelante. En la cuarta entrega analizamos la operación de estado que se produjo para impedir que Xavier Trias y Ernest Maragall pactaran un gobierno independentista en la capital de Cataluña. Las elecciones municipales eran un buen ejemplo de la manera de hacer de los partidos estatales en relación con los temas catalanes. Sirvió, también, para hacer notar la capa de complicidad de varios partidos catalanes con las operaciones de estado del españolismo y también la ingenuidad política que todavía caracteriza al catalanismo independentista.

En esta quinta entrega cambiamos de registro. Les daré mi valoración de la acción más importante de contra-estado que ha hecho nunca Cataluña, al menos en los últimos 200 años: la declaración de independencia del 27 de octubre de 2017. 

Una declaración de independencia débil y mal planteada

La declaración de independencia fue, en mi opinión, una operación tan débil y mal planteada en términos conceptuales y políticos que obviamente acabó de la peor manera posible, y no hay que decir que abrió el camino a una operación de estado en toda regla, dura y con consecuencias individuales y colectivas que todavía se están pagando.

Ciutadans concentrados en espera de la proclamación de la República
Ciutadans concentrados en espera de la proclamación de la República

Con la aplicación del artículo 155 de la Constitución por parte del Senado español, en sincronía con el gobierno y varias instituciones jurídicas y judiciales, se puso en marcha una política de destrucción del independentismo y de renovación del relato españolista sobre Cataluña.  

Fue una operación de amplio alcance, diseñada concienzudamente, con resultados que incluso superaron las expectativas de los encargados de ejecutarla. Y se hizo, personalmente todavía ahora estoy convencido, con una aplicación inconstitucional del artículo 155. 

En la operación participaron el PP y el CNI, pero también el PSOE, los otros partidos españolistas, y no hay que decir que el conjunto de las instituciones del Estado. Aunque obviamente fue de una naturaleza diferente, esencialmente represiva, era la continuación natural de las prevenciones que los padres de la España democrática postfranquista habían estampado en la Constitución española del 1978 y el Estatuto del 1979 y, años después, en el Estatuto del 2006, contra los derechos nacionales de Cataluña. 

En todas ellas, la operativa del Estado mantuvo siempre el mismo objetivo: templar y limitar la voluntad histórica de autogobierno de los catalanes. En todas ellas, los hombres de estado españoles, demostraron tener muy claro qué querían. Fueron operaciones bastante trabajadas donde los representantes del Estado, franquistas, exfranquistas o demócratas, porfiaron con los delegados de los partidos catalanes, casi siempre con éxito. Sin muchas dificultades, pusieron todo tipo de cortafuegos para evitar el autogobierno efectivo de Cataluña y el reconocimiento de su soberanía.

Una operación de estado que viene de la Transición (y de antes)

Justo es decir que consiguieron una cosa extraordinaria: en ningún momento el tratamiento de la cuestión catalana obtuvo un corte nítido, limpio, rotundo, con el pasado. Para decirlo de otro modo: ni siquiera la transición en un estado democrático logró que la cuestión catalana fuera tratada democráticamente. Y, pasados casi 50 años, continuamos igual. Las elecciones del 23 de julio de 2023 han mostrado una renovada unanimidad de los partidos españolistas. Todos se han afirmado en el mismo principio: un referéndum, la fórmula democrática por excelencia, no es ni será posible para resolver democráticamente la cuestión catalana. Lo dicen Vox, el PP, el PSOE y Sumar. Posiblemente, es lo único en lo que todos están de acuerdo.

En el fondo es lo mismo de siempre. No ceder un milímetro de soberanía a la nación de los catalanes. En el siglo XIX y en el siglo XX, los hombres y las mujeres de estado consideraban que la soberanía de los catalanes era suya. Concesiones y conllevancias, las que el pueblo catalán arrancara, pero la soberanía era intocable. Transcurrido un cuarto del siglo XXI, todo continúa igual. Derecha e izquierda están de acuerdo: la soberanía de los catalanes es propiedad del Estado.    

Hay que recordar que en 1979 los hombres de estado españolistas hicieron todo lo que estuvo en su mano para desnaturalizar el autogobierno catalán. Primero con un Estatuto descafeinado y a continuación con el hallazgo mágico que fue el café para todo el mundo, es decir, autonomía para todo el mundo y limitada a la baja para todo el mundo, naciones históricas, provincias e incluso, algunas ciudades.

El café para todo el mundo: descafeinado y de pésima calidad  

Fue una gran y exitosa operación. De resultados excelentes para el Estado y pésimos para Cataluña. Para Cataluña el café resultó descafeinado, de pésima calidad y lleno de trampas de futuro que han ido haciéndose evidentes a lo largo de los últimos cuarenta años. El autogobierno se ha visto permanentemente minorizado con un gobierno muy mal financiado, un Parlamento sin capacidad legislativa real, y un aparato judicial siempre dispuesto a limitar la autonomía. Con estas condiciones, sinceramente, creo que el pueblo catalán no es consciente de lo que le ha supuesto el déficit fiscal, el incumplimiento, las inversiones o la congelación crónica del presupuesto ordinario de la Generalitat.

Se tiene que reconocer que el grosor del catalanismo aceptó la Constitución y el Estatuto del 79. Durante los años 80 asumió con estoicismo el café para todo el mundo y el progresivo laminado de la autonomía. El catalanismo aceptó la apariencia de soberanía formal y de los adelantos que supusieron respecto a la dictadura. En general, dio por válido que autonomía, por muy descafeinada que fuera, era un paso adelante, que el café para todo el mundo era también una expresión de solidaridad de Cataluña con los otros pueblos de España, y que más bien pronto que tarde se reconocería y se aceptaría que Cataluña era una nación. De hecho, el catalanismo se hizo suya la idea que el café para todo el mundo suponía entreabrir una puerta, que la consolidación de la democracia abriría del todo y por siempre jamás. 

Pero no, ni la democracia ni Europa no garantizaron la devolución del derecho de soberanía a los catalanes. La trampa autonómica se solidificó. Ha pasado casi medio siglo y ya podemos decir en puridad que el estado monárquico autonómico ha petrificado en manos del estado el derecho de soberanía de los catalanes, ha minorizado la calidad del sistema institucional que administra el país y ha hecho perder en Cataluña fortaleza democrática, oportunidades de prosperidad y elevadas dosis de bienestar. 

La progresiva percepción de este hecho comportó la frustrada operación de contra-estado, o cuando menos, de renovación del Estado, que se pretendió con el Estatuto del 2006. Fue el último intento catalán de conseguir un autogobierno efectivo dentro del Estado español. La sentencia del 2010 del Tribunal Constitucional contra aquel Estatuto sentenció la aceptación del modelo autonómico por parte de gran parte de los catalanes. Con aquella sentencia, los miembros del tribunal pusieron de relieve que el Estado continuaba considerándose el propietario de la nación de los catalanes. 

El 27 de octubre del 2017 iba de todo esto: de hecho, pretendía poner fin a todo esto. Muchos catalanes hacía años que buscaban una solución a como el Estado llevaba la cuestión catalana. Muchos catalanes ya no querían reformar el Estado, habían optado para salir. Así lo habían confirmado el día 1 de octubre. Aquel día, tenía que materializarse la independencia y, por lo tanto, el derecho a la soberanía. Era el momento de rematar la operación de contra-estado más radical que nunca habíamos desplegado los catalanes en siglos. 

Alcaldes, diputados independentistas y el Gobierno celebran la proclamación de la República
Alcaldes, diputados independentistas y el Gobierno celebran la proclamación de la República el 27 de octubre del 2017

En la conciencia de muchos catalanes, el que estaba a punto de pasar había empezado años atrás, y se enlazaba con precedentes extraordinarios, como por ejemplo la consulta del 9 de noviembre del 2014, la ley del referéndum y la ley de transitoriedad jurídica, aprobadas el 6 y 7 de septiembre de 2017, o lo prodigioso referéndum del día 1 de octubre y la parada del país del 3 de octubre. 

Desgraciadamente, a la sesión del 27 de octubre de 2017 se llegaba con el españolismo muy radicalizado y un independentismo claramente dividicho. La visión españolista incluía un número significativo de catalanes. Los más beligerantes eran los hombres de estado. Si la independencia se imponía, se consumaba la destrucción de su universo de poder.

«Hemos tenido mucha paciencia, pero basta ya»: palabra de catedrático

«Sy vosotros hueso marcháis nuestra España se acaba; miedo tanto, dato miedo enterado, hasta aquí hemos llegado, hemos tenido mucha paciencia, pero basta ya, la soberanía de los catalanas se nuestra y se ha terminado lo jueguecito». Así me lo había manifestado, incordiado, un reconocido catedrático de una de las universidades de Madrid, miembro destacado de una de las múltiples instituciones públicas que habitan la gran capital. Tenía una mentalidad del PP, a pesar de que a mí siempre me había dicho que se declaraba simpatizante del PSOE; por encima de todo me hacía notar su íntima amistad con muchos catalanes y su conocimiento de Plan, «qué maravilla de escritor», y su admiración de la Cataluña «abierta, emprendedora y amable, esa Cataluña avanzada que se ponía al frente de España y marcaba lo paso reformista e innovador. Pero esta Cataluña de ahora no, lo juego ha terminado, la soberanía se de las Cortes y si queréis la independencia convenced a todos los diputados del Parlamento y del senado español, así lo dice la Constitución».

Y, en todo caso, el que no decía la Constitución, lo interpretaban los servicios de inteligencia del Estado. Hacía unos días, fuentes vinculadas al CNI no se estaban de explicar cómo iría la respuesta del Estado a una declaración de independencia. Habían preparado la respuesta a varios escenarios con un 155 ligero, un 155 llevar y un 155 con asalto en el Parlamento incorporado, si las circunstancias lo requerían. Todo dependía del que el Parlamento hiciera aquella tarde. A Madrid lo tenían claro y estaban unidos. 

Los catalanes, en cambio, estábamos divididos y cada uno ponía su matiz particular en el debate sobre que había que hacer. había que no querían sentir a hablar, y los que lo anhelábamos veíamos las cosas de manera muy diversa. Personalmente, dudaba que la dirección política del país, dividida como estaba, hubiera podido diseñar una estrategia vencedora y, en consecuencia, tampoco veía a la sociedad catalana suficiente cohesionada. Desconfiaba de los radicales simplistas, sobre todo de aquellos que aseguraban que había que echar por el derecho, porque el país estaba maduro y el Estado, después del 1 de octubre, estaba derrotado. 

Lo único que me parecía cierta era que la base social del independentismo había logrado su máximo histórico y que cualquier iniciativa que se tomara tenía que preservarlo. También era verdad que muchos independentistas sentían que era el momento de decidir, que algo tenía que pasar. Y la misma pregunta flotava en mi jefe cada hora de aquellos días: será nuestro Gobierno capaz de acertar la política que capitalizará el 1 de octubre? Dejamos de banda el activismo, basura política. Hagamos política de estado para mostrarnos a nosotros mismos y en el mundo que podemos tener un estado propio. 

Un delegado de la Generalitat a Madrid, el otoño del 2017

El viernes 27 de octubre de 2017 yo era delegado del Gobierno de Cataluña a Madrid. vivía desde hacía 22 meses. Hasta antes del 1 de octubre, mi programa diario de trabajo implicaba explicar las razones de Cataluña y poner de relieve que todos ganaríamos buscando una salida política y democrática en el conflicto. Defendía que la solución era un referéndum y no la policía. Intentaba que aceptaran la hipótesis que un referéndum favorable a la independencia, cosa que estaba para ver, en todo caso podía dar forma en dos estados más democráticos y más activamente comprometidos con la prosperidad y la justicia social.  

Costara el que costara, reiteraba tantas veces como hacía falta que dos estados eficientes y colaboradores serían mucho mejor para los catalanes, pero también por los españoles, que no un Estado único pero malavingut, incapaz de satisfacer los anhelos y los derechos de los catalanes. Me esforzaba a introducir el beneficio que un buen estado democrático podía ofrecer a los españoles. 

Hacía notar que el surgimiento del movimiento contra la España vaciada era una respuesta en un Estado ineficiente, centrado en si mismo y no en las demandas sociales, nunca dejaba de manifestar que una Cataluña independiente lucharía para forjar una alianza fraternal con la sociedad española y con Europa.

A la Delegación de Cataluña habíamos organizado docenas de encuentros entre españolistas y catalanistas. Em entrevisté con centenares de representantes de la política, la diplomacia, el periodismo, el empresariado o la cultura; tanto del PSOE, como del PP o Podemos. 

No hay que decir que el tono de las conversaciones y los encuentros cambió radicalmente después de los días 1 y 3 de octubre. La dureza del discurso del rey del anochecer del día 3 redobló la crispación hacia Cataluña. Hasta aquí hemos llegado, pero qué hueso habéis creído, dónde queréis ir a parar, iréis todos a la cárcel, recibiréis una hostia monumental y luego todavía hueso quejaréis, decían con variaciones de léxico pero no en el mismo sentido los más insignes representantes del establishment madrileño

Me di cuenta del hecho que, en realidad, su impugnación ya no giraba tanto entorno a la metafísica de la unidad, se referían en puridad al mucho que las élites tenían a perder. Si Cataluña marchaba, España sufriría, si Cataluña marchaba, su vivero de fiscalidad se acababa, y quien pagaría la fiesta? Si Cataluña marchaba, el Estado quebraba. Si Cataluña marchaba, la España vaciada se los sublevaría. Si Cataluña marchaba, la suya España se acababa. En realidad, sabían que no se acababa España, pero sí un perímetro de España, y todavía más una determinada españolidad, y sobre todo el molde ha sido excluyente que tan bien había ido a las élites y la ciudad de Madrid. 

Un banquero truca de madrugada

El domingo 22 de octubre, recibí una llamada, a tocar la medianoche. Era un banquero catalán que pasaba muchos días a Madrid. Me pidió de vernos con urgencia. Nos citamos a las ocho del día siguiente. Me explicó que la noche anterior había sido convocado de urgencia a una cena con el director del CNI y una selecta representación de la cúpula bancaria española.  

Me detalló todos los escenarios que la inteligencia estatal contemplaba para el viernes 27. Los tres dosieres que he mencionado más arriba. Me lo decía con el ruego que lo traspasara al presidente. Me insistió que ninguna de las soluciones admitiría negociar o ceder ante ninguna declaración de independencia. El Estado tenía clara la receta: era la hora de la fuerza.

Hacía días que por Madrid se notaba. El estado profundo había dejado emerger la bestia. Todos mis habituales interlocutores se mostraban rabiosos. De golpe, el barniz de la conllevancia había desaparecido y el autoritarismo se expresaba en puridad. Iban a matar, había que tener cuidado. Tenía claro que si nuestro Gobierno no regateaba con mucha inteligencia, la patada sería dura.  

Los mandatarios estatales tenían el orgullo herido, y no estaban habituados al hecho que nadie los cuestionara la autoridad y todavía menos, que los ridiculizara haciendo un referéndum, el cual siempre consideraron que sería una pantomima. Estaban dispuestos, por cualquier medio, a evitar que Cataluña fuera más allá. 

Un viaje con AVE hacia la proclamación de una independencia incierta

Cogí el AVE para desplazarme en Barcelona. Quería asistir in situ a la sesión del Parlamento de Cataluña de aquel día 27 de octubre. Era el día que se tenía que votar la DUI, en la segunda jornada de un pleno muy convulso, después de días de intentos de negociar con el gobierno español, debatiendo si se tenían que convocar elecciones o no y mientras en el Senado avanzaban los trámites para el 155. El día 26 Puigdemont había decidido hacer el pleno después de haberlo desconvocado, porque no llegaban las garantías que se esperaban desde Madrid a cambio de pararse y convocar elecciones. La reanudación del procedimiento de DUI reactiva las expectativas de muchos ciudadanos.

El gobierno del PP y senadores aplaudiendo Mariano Rajoy en el pleno en que se aprobó el 155 contra Cataluña, el 27 de octubre del 2017 / Europa Press
El gobierno del PP y senadores aplaudiendo Mariano Rajoy en el pleno en que se aprobó el 155 contra Cataluña, el 27 de octubre del 2017 / Europa Press

Pero yo venía de Madrid, y tenía la certeza que aquel día Cataluña no sería independiente. Confieso que hacía días que debatía conmigo mismo. Pretendía imponerme la convicción que era el momento, que el presidente propondría algo genial, que los partidos irían todos a una, que el mundo aceptaría la decisión de los catalanes. Trataba de ilusionarme con la idea que el país, por fin, podría materializar un cambio de escala que necesitaba, podría ejercer derechos y podría construir instituciones de mayor calidad. Podría, por fin, elevarse unos cuántos peldaños en el nivel de democracia, de justicia, de prosperidad y de bienestar. 

Quería creerlo, pero sabía de sobra que en política las genialidades no siempre acaban dando buenos resultados. Menos todavía cuando te enfrentas en un Estado como el español, revestido con los colores de la democracia, pero que por debajo continuaba llevando la camiseta azul oscuro del españolismo autoritario. 

Desunión en Cataluña y en el Gobierno frente a un Estado granítico

Era obvio que el gobierno de Madrid lo tenía todo a punto, pero, en cambio, se dudaba del plan del gobierno catalán. No tenía claro que nuestro Gobierno tuviera una percepción clara del que podía suponer un enfrentamiento con un estado como el español a la brava. L’Sido era granítico y nuestro Gobierno más bien un sorral. El follón que había mostrado el gobierno catalán desde el 1 de octubre, e incluso determinadas organizaciones cívicas, no auguraban nada de bono. Como siempre, demasiadas jefas y pocos sombreros. Todo el mundo estiraba la cuerda, pero la política catalana parecía enredada en un nudo que nadie parecía saber cómo deshacer.

Pocas horas antes de una decisión tan trascendental, el Gobierno transmitía indecisión y desunión. Transmitía la percepción que no tenía ningún plan para defender la declaración, y al menos mis interlocutores, estaba seguro, no tenían muy dimensionada la reacción del Estado. Massa gente del Gobierno, sin cimiento, decía que el Estado estaba bastante tocado, y que era el momento del empujón definitivo. Francamente, pensaba yo, en el siglo XXI, los estados no se hunden con una declaración.

Mientras el AVE consumía kilómetros, en el agradable vagón sin palabras, me venía en el jefe la trayectoria de los últimos años. La brutal manifestación del 10 de julio del 2010, las increíbles manifestaciones de los 11 de septiembre, la consulta del 14 de noviembre del 2014, el referéndum del 1 de octubre, el estallido del 3 de octubre. Eran una muestra extraordinaria de voluntad colectiva, pero estaba seguro que no era suficiente. 

Aquellas manifestaciones habían mostrado en el mundo que Cataluña estaba en la cresta de una multitudinaria revuelta ciudadana, ampliamente compartida, y sobre todo, democrática y pacífica.  

A muchos ciudadanos, también a muchos ciudadanos españoles, los costaba de entender que aquella revuelta estaba suponiendo una profunda mutación política e ideológica de la sociedad catalana. A partir del 2010, el catalanismo, hasta entonces mayoritariamente autonomista o federalista, había mutado a favor de una amplia mayoría independentista. 

Era una mutación, esta sí, histórica. Pero me preguntaba, si la política catalana y el mismo movimiento independentista, más allá de asustar como nunca el españolismo, había entendido como consolidar una mutación tan profunda, un cambio ideológico tan extraordinario. Me preguntaba si la sociedad catalana había interiorizado los beneficios de la independencia, si estaba dispuesta a avalar el país que saldría, si tenía claros los posibles sacrificios que, al menos al principio, habría que hacer. ¿Qué nivel de implicación podía esperarse del pueblo catalán ante la declaración de independencia que parecía que haría nuestro Gobierno? ¿Cuánta gente estaba dispuesta a apoyar si el Estado reaccionaba con violencia?  

Personalmente, creía, y creo, que la política transformadora gana cuando se sustenta sobre un imaginario de futuro y de pasado convincente e integrador. La indefinición sobre el futuro no ayuda a ganar el presente. Y, desgraciadamente, el nuestro estaba cargado de mucha buena fe, pero también de muchas incógnitas. 

Una cosa era movilizarse un 11 de septiembre, o acudir a votar, por mucho que la policía pegara como pegó el 1 de octubre, y la otra era apuntarse a una independencia que demasiada gente no sabía imaginar como se plasmaría el día siguiente. ¿Quién mandaría mañana? ¿Cómo? ¿Con qué recursos? ¿Con qué leyes? ¿Con qué política? ¿Qué pasaría al trabajo y en la escuela? ¿Qué sucedería con los ahorros y con los impuestos? ¿Cómo serían las instituciones de gobierno? ¿Serían bastante inclusivas? ¿Cómo harían para evitar que el país no quedara socialmente fracturado? ¿Quedaría dentro o fuera de Europa? ¿Y, por otro lado, como reaccionará el Estado? Y como nos aceptaría el mundo? 

Tenía la certeza que el proceso político que nos había llevado hasta allá, más allá de su tono pacífico y de su grandiosidad, había fallado en un aspecto especialmente relevante: no había conseguido asociar la independencia con un ideal claro de país o, todavía más, con un proyecto nítido de país inclusivo, donde cupiera todo el mundo. 

Massa incógnitas: las diferencias con la independencia de Noruega

El Parlamento estaba a punto de proclamar una República catalana, pero la república nadie se lo acababa de imaginar. Habíamos desplegado un movimiento extraordinario, pero el lugar donde quería llegar no estaba bastante dibujado y todavía menos compartido por una mayoría bastante rotunda de catalanes y catalanas. 

Acudía a la sesión del Parlamento con la certeza que los catalanes teníamos una idea demasiada neblinosa, imprecisa, del que queríamos. Y no era una buena manera de pretender ganar. Tenía presente el que me había comentado el embajador de Noruega, unos meses atrás: «Mire, puedo simpatizar más o menos con ustedes, y si quiere que le diga la verdad me cuesta de entender por qué el estado español no hace nada para resolver el conflicto con ustedes y no afronta sus demandas, pero le tengo que decir que en Noruega conseguimos la independencia porque el 90% de la población la quería y sabía qué significaba por cada cual. Hicimos un referéndum, pero en realidad habíamos ganado antes de hacerlo, porque todo el mundo quería y sabía por qué quería la independencia. Quizás estoy mal informado, pero creo que no es el caso de ustedes, al menos de momento. Ustedes no tienen una mayoría incuestionable y además tampoco saben mucho bien como la harán. Esto me dicen mis amigos catalanes. Cuando los pregunto qué saldrá de todo esto, no lo tienen muy claro. De momento, demasiado riesgo para ustedes, para España y para Europa. Además, en el mundo de hoy las cosas son mucho más complejas y deshacer un estado como el español no puede tener tantas incógnitas como tiene, ni para los españoles, ni tampoco para los catalanes».    

Aquella conversación, los primeros meses de mi vida a Madrid, me había ratificado en una idea que había comentado, sea dicho que con poco éxito, con el presidente Mas: avanzar hacia la independencia nos obliga a injertar el Proceso de un ideal de país que, convertido en un proyecto posible y alentador, convenza una gran mayoría de los catalanes

Los dirigentes del Proceso se habían preocupado de legitimar la independencia cara afuera, a través de las movilizaciones cívicas y festivas, y de hacer leyes de transitoriedad, pero cara adentro habían olvidado consolidar una conciencia de estado nuevo, diferente, mejor, alternativo, claro, limpio, centrado, inclusivo, democrático, por el cual mereciera la pena luchar y ganar. 

Siempre he pensado que, en política, las cosas que se quiere que realmente pasen primero se tienen que dibujar en la mente de los ciudadanos. Desgraciadamente, en aquel momento nadie era capaz de explicar en qué país viviríamos el día siguiente.  

Tampoco nadie detectaba las estructuras de estado prometidas, ni como enlazarlas con las estructuras autonómicas. Y, para acabarlo de adobar, no parecía que el gobierno catalán hubiera evaluado la fuerza real que disponía. 

Por aquellas cosas de la asociación de ideas recordé Antonio Gramsci. Lo habíamos leído bastante en la universidad de los años setenta, en el momento álgido del antifranquismo. Venía a decir que un combate político solo se podía ganar si se evaluaba con finesa la correlación de fuerzas y se actuaba en consecuencia; equivocarse en la hora de coger la fuerza de tu oponente equivalía a perder.     

Es cierto que en términos políticos nada nunca está del todo escrito, y que en política el riesgo es imprescindible. Pero también es verdad que en política ganar exige entender muy bien cuál es tu fuerza y no perderla. En todo caso, el octubre de 2017 Cataluña había elevado uno de los movimientos cívicos y democráticos más dinámicos e incisivos de Europa. Personalmente, creía que ganar la independencia exigía preservar la fuerza de aquel movimiento. Daba por supuesto que, en un combate directo, de gobierno a gobierno, de Generalitat a Estado, la posibilidad de ganar era escasa. 

Era consciente que la historia demuestra que hay chispas que cambien el curso de las cosas, pero hay otros que lo malogren. ¿Sería la declaración la chispa suficiente? Tenía claro que nos estábamos jugando el trabajo de los últimos cien años, y todavía más, de la última década. Intuía que la decisión del Parlamento podía fortalecer o derrumbar la enorme energía social que el proceso había condensado. Por encima de todo había que preservar el movimiento. No estaba seguro que aquella tarde conseguiríamos la independencia, pero estaba seguro que si nuestro gobierno modulaba bien podíamos hacer un salto gigantesco. En ningún caso teníamos que perder la iniciativa. No podía sacarme esta idea del jefe: todo menos perder la iniciativa.

El grosor del catalanismo había transitado del autonomismo al independentismo, había reunido un número inmenso de catalanes y catalanas, de todas las generaciones, pertenecientes a clases sociales diferentes y a sectores ideológicos diversos. Nunca el independentismo había sumado tanta gente de las clases medianas y trabajadoras, del centroderecha, del progresismo, de las izquierdas. Nunca tantos catalanes y catalanas se habían unido ilusionados con dejar atrás el Estado español. 

El ambiente embriagante de las horas previas a la declaración de independencia

De todo esto rumiaba cuando me acercaba en el Parlamento, a pie desde la Vía Laietana. Un cordón policial paraba la gente ante la estación de Francia. Se reunía un pequeño fragmento de los independentistas del país. La mayoría estaba en casa, al puesto de trabajo o de camino al fin de semana.   

El ambiente era animado pero dubitativo. Nadie tenía una idea fehaciente del que pasaría. Los que me reconocían me gritaban consignas y me hacían preguntas. A pesar de ser pocos, contagiaban una inmensa convicción. Representaban los más convencidos, los que tenían la esperanza que por fin aquel día se pondría fin al infructuoso conflicto que los catalanes arrastrábamos con el Estado. «Que el presidente no flaquee, por favor -gritó alguien- lo tenemos a tocar, podremos dedicar nuestro empujón a construir una Cataluña que merezca la pena». 

Este era el deseo que unía la gente: construir una Cataluña nueva, diferente, mejor, una Cataluña-sido, una República independiente. Era embriagante compartir la ilusión hacia el hecho que el día siguiente Cataluña podría quitarse sin el corsé que imponía el Estado autoritario y torpe que nos gobernaba.   

La sorpresa de días antes: el 10 de octubre de la suspensión

Recordé el que había vivido unos días antes, el 10 de octubre. El primer intento. Unos minutos antes estaba instalado al asiento que me habían reservado a la tribuna de invitados del Parlamento. Cómo todos, expectante, inquieto, pero a pesar de todo, ilusionado. Los rostros de los invitados reflejaban la trascendencia del momento.

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