El día siguiente al 27 de octubre de 2017, sábado 28 de octubre, fue un día especialmente áspero, difícil, de mal digerir para el independentismo. Había entrado en fase defensiva. Un profundo desconcierto se iba apoderando de las bases del movimiento, al mismo tiempo que un silencio espeso recubría los movimientos de los miembros del gobierno catalán. De repente, casi sin darnos cuenta, el Procés había quedado a merced de la iniciativa del Estado. Nadie del lado independentista sabía aventurar como acabaría todo aquello, más allá de dar por hecho que de nuevo la represión condicionaría la vida política en Cataluña.

El Estado sí que sabía cómo quería que acabara todo aquello. La ofensiva policial y judicial había empezado, y todo hacía pensar que sería dura. Hacía diez días que una juez de la Audiencia Nacional había enviado a Jordi Sánchez, líder de la ANC, y Jordi Cuixart, líder de Òmnium, a la prisión, acusados de sedición. No era difícil suponer que la suerte de los miembros del gobierno catalán sería la misma. 

La madrugada del día 28 de octubre, al menos yo, y con quién había conversado tampoco, no conocíamos que el gobierno catalán, los partidos y las entidades cívicas hubieran diseñado ninguna estrategia conjunta. Daba por supuesto que el gobierno de Cataluña estaba a punto de marchar al exilio, pero no estaba claro. La última información que circulaba era que algunos consejeros defendían quedarse y asumir pasar por la Audiencia Nacional, y que fuera lo que los dioses quisieran, aunque todo el mundo daba por supuesto que los jueces querrían prisión. A mí me parecía inverosímil que no se hubiera consensuado una estrategia conjunta, al menos sobre como afrontar la represión, pero lamentablemente, incluso en este punto, la unidad había resultado imposible.

Carles Puigdemont saliendo del Parlamento el 27 de octubre del 2017, después de votarse la independencia que nunca se ha implementado / Europa Press
Carles Puigdemont saliendo del Parlamento el 27 de octubre del 2017, después de votarse la independencia que nunca se ha implementado / Europa Press

A primera hora me puse a responder las preguntas que se acumulaban en los chats de mi móvil. A las ocho, recibí una llamada imprevista de una emisora de radio. Salí al paso como pude. Insistí en que la aplicación del 155, tal como la estaban haciendo las instituciones estatales, era ilegal y en realidad se estaba produciendo un golpe del Estado autoritario contra la misma Constitución española y la voluntad democrática de los catalanes. Hablé aparentando convencimiento, pero en realidad no tenía idea de qué estrategia había decidido el gobierno catalán, en el supuesto de que hubiera decidido alguna.

Cesado como delegado de la Generalitat en Madrid por el 155  

Por otro lado, en el primer decreto de aplicación del 155 había aparecido mi nombre. Tenía que asumir que, por lo tanto, el gobierno español me había desposeído del cargo de delegado del gobierno de la Generalitat en Madrid. Es verdad que no esperaba estar entre los primeros, de forma que me había quedado sin trabajo y sin salario. Teníamos por encarar un desafío colectivo mayúsculo, nos habíamos quedado sin instituciones autonómicas, y personalmente tenía un reto también importante: encontrar trabajo y un salario. Me preguntaba dónde pondría la raya el gobierno español a la hora de vaciar de altos cargos la Generalitat y hasta qué nivel llegarían las represalias de la administración autonómica.

En cualquier caso, aquel fin de semana tenía que volver a Madrid, cerrar el apartamento donde vivía, recoger papeles y al menos despedirme de la gente de la delegación y algunos amigos y conocidos. Y, por alguna razón misteriosa, tenía ganas de dar un hasta la vista amistoso a la ciudad. Me había pasado veintidós meses conociéndola, a base de largas caminatas, de visitas a las principales instituciones y de un no parar de conversaciones con todo tipo de gente. 

Me gustaba el Madrid-ciudad, cuanto más la conocía más me parecía una especie de molde perfecto de las ventajas que le da a una ciudad tener detrás un estado bien dispuesto. Obviamente, me irritaba el Madrid-estado. El Estado hacía de Madrid una aventajada, privilegiada, discriminada a favor. Lo hacía a base de concentrar la fiscalidad y la riqueza producida, muy especialmente por los catalanes, desde hacía siglos. El Madrid-ciudad vivía del Madrid-estado 

Los dos Madrid no eran, ni son, la misma cosa, pero quienes viven ahí acaparan los beneficios indirectos de la riqueza y el poder que el Estado administra. En la ciudad se traduce en forma de oportunidades de trabajo y de rentas disponibles, por encima de la media española, de los impuestos bajos y del tipo de bienestar general que genera saberse protegido por un estado que cuida de tus intereses. 

El Madrid-estado te muestra una cosa que a los catalanes nos ha costado históricamente de captar: la importancia de poseer un buen estado. Estamos tan habituados a luchar con un mal estado que acostumbramos a enfrentarlo con respuestas políticas a menudo simplistas y resignadas.

La colección Thyssen como ejemplo 

Sí, paseando por el Madrid-ciudad constataba que paradójicamente aquella ciudad era muy de los catalanes. Todavía ahora, cuando visito la Fundación Thyssen o el Prado, o transito por el aeropuerto o me desplazo con el AVE, o reviso las políticas que despliega cualquier de los ministerios, no dejo de ver lo que los catalanes hemos abocado ahí. No es aquí el lugar donde extenderme, pero pondré un ejemplo, de los centenares que podrían ponerse. 

Fachada del Museo Nacional Thyssen Bornemisza a Madrid / Europa Press
Fachada del Museo Nacional Thyssen Bornemisza a Madrid / Europa Press

En un estado mínimamente equitativo, la colección Thyssen estaría en Barcelona. Todo el mundo sabría que quién hizo todo el posible porque aquella colección se estableciera en el estado fue el alcalde de Barcelona Pasqual Maragall. Entonces, a finales de los años ochenta, era ministro de Cultura Javier Solana, un hombre del PSOE del entorno de Felipe González. Cuando Maragall le comunicó la propuesta y le pidió la ayuda económica del Estado para instalar la colección en Barcelona, el ministro respondió con un golpecito en la espalda: «Hombre Pasqual, ¿cómo vamos a invertir tanto dinero en Barcelona y nada en Madrid?». El desenlace ya lo conocen: la colección se compró con una extraordinaria aportación de dinero del Estado y se encuentra instalada, prácticamente entera, en el paseo de Prado. 

En este tipo de cosas pensaba en el primer paseo que daba en Madrid como delegado de la Generalitat destituido por el presidente del gobierno español. El Madrid-estado es esencialmente extractivo, el Madrid-ciudad es su principal proyecto en positivo. Era la sede de las élites políticas, sociales y económicas, era donde abocaban la parte sustancial de las fiscalidades extraídas de Cataluña. 

En definitiva, era la misma élite que impedía que los catalanes se sintieran representados por el Estado, la misma que se negaba a admitir un estado compartido, de tipo federal, la misma que había acabado con el Estatuto de 2006, la misma que negaba la independencia de Cataluña por imperativo divino, la misma que rechazaba un entendimiento cordial entre el Estado y Cataluña, la misma que se negaba a admitir que España pudiera llegar a admitirse como un estado plurinacional. La misma que había hecho imposible que España jugara la liga del siglo XXI con una ecuación de ciudades tipo Milán-Roma o Nueva York-Washington. 

Me encontraba en Madrid, pues, cerrando una etapa profesional y política. Me había nombrado el gobierno de Cataluña cuando todo todavía parecía posible, y me había destituido el gobierno de España cuando era fácil deducir que habíamos retrocedido varios pasos atrás. No tenía ninguna duda: habíamos perdido una batalla, pero la independencia de Cataluña continuaría siendo un objetivo imprescindible. Madrid mostraba a todo el mundo que quisiera mirar que el Estado no tenía ninguna intención de cambiar. 

La enconada defensa de la unidad española que brotaba de la capital del imperio quería decir que las élites estatales no querían perder poderes y privilegios, y en paralelo, el dilema de nuestro gobierno, prisión o exilio, nos tenía que abrir definitivamente los ojos: la política independentista tenía que hacerse de otro modo. 

Empieza la represión

Era evidente que la urgencia inmediata sería la contra-represión. En Cataluña los medios de comunicación continuaban dando noticias sobre los movimientos de nuestros líderes. El gobierno catalán mantenía un silencio político espeso. No había ninguna señal operativa. Todo continuaba quieto, excepto la represión. Muchos esperaban que alguien anunciase algún tipo de estrategia, seguramente de repliegue táctico. Cataluña estaba en una situación muy delicada y había que actuar con inteligencia, unidad, coherencia y decisión. La iniciativa había pasado a manos del gobierno del Estado, pero había que esperar que el gobierno catalán pusiera en marcha tantos cortafuegos como pudiera. 

Obviamente, cada hora que pasaba crecía la preocupación por la suerte de los miembros del gobierno catalán. Trataba de imaginar sus sentimientos y el estado de las familias. Por mucha convicción que tuvieran, transitar de ser miembro del gobierno autonómico de tu país a ser perseguido por la justicia no es sencillo. Estaba seguro de que todos los hombres y mujeres de aquel gobierno mantenían la serenidad que les daba la fuerza de los ideales. Pero seguro que muchos pensaban, como lo hacía tanta gente, en los millones de palabras, las manifestaciones, las reuniones, las elucubraciones y las esperanzas que se habían dilapidado en las últimas jornadas. Seguro que no podían sacarse de la cabeza el chasco y la impotencia que sentía la tantísima gente que con tanto de entusiasmo había protagonizado desde el 2010 una revuelta ejemplar. Seguro que pensaban por qué razón el voluntarismo democrático de dos millones de catalanes se había traducido en aquella derrota. 

Pasados los años, todavía me cuesta de entender por qué razón, más allá del 1 de octubre, las cosas se hicieron de aquella manera. No hay que decir que mantengo el máximo respeto personal por cada uno de los dirigentes del independentismo. Reconozco, al menos a la gran mayoría, la más grande de las dignidades personales, y también el derecho a equivocarse. Pero quizás a estas alturas ya habría estado bien cierta reflexión sincera sobre todo aquello.

Es sabido que en política los errores casi siempre se pagan. A estas alturas continúo pensando que en aquellos días se cometieron graves errores políticos. No dudo que todo el mundo puso lo mejor de sí mismo, seguro, pero el sentido político falló. El Estado, casi sin despeinarse, había recuperado la iniciativa política y el independentismo de repente estaba contra las cuerdas. Han pasado los años y no hemos hecho ninguna revisión de aquello. Es cierto que la política actual ha introducido una variable poco edificante: nunca ningún dirigente se equivoca. Pueden errar la ciudadanía, las encuestas, el calor o el frío, pero nunca las direcciones de los partidos o las organizaciones. 

Aquel sábado 28 de octubre del 2017, poca gente supo cómo defender la independencia de Cataluña. No se nos había convocado a defenderla. Tampoco se nos había anunciado cuál era el paso siguiente con la República aprobada por una votación en el Parlamento –diecisiete días después de haber sido proclamada por el presidente y suspendida– pero no implementada. No era sencillo saber cómo defender una independencia no consumada. 

Aún ahora me sorprende, por ejemplo, que nunca se designara un soto gobierno, o gobierno a la sombra, para dar continuidad al movimiento. Teníamos que mantener cierta capacidad de reacción, de respuesta. Tenía la sensación de que muchos dirigentes pensaban que nuestra declaración sería suficiente para inhabilitar el Estado, o quizás pondría en marcha un automático rescate de Europa. No hay que decir que ningún país europeo mostró la más pequeña inclinación por reconocer la independencia no consumada de los catalanes. 

Puedo asegurar que los días posteriores los dirigentes del Estado se frotaban las manos con satisfacción. Tenían la percepción de que nosotros mismos habíamos bloqueado la capitalización del referéndum del 1 de octubre y la fuerza de la revuelta que durante siete años había protagonizado gran parte de la ciudadanía. 

Yo, personalmente, en realidad, sentía que como en tantos otros momentos de la historia, habíamos hecho un magnífico juego de medio campo, pero en el momento de la verdad, en la hora del chut decisivo, habíamos enviado la pelota fuera del estadio. Y ahora todas las pelotas las tenía el Estado. De repente, al menos así lo percibía, habíamos perdido gran parte del capital político acumulado desde el año 2010. 

El 155 envió a los juzgados, a la prisión o al exilio a los principales dirigentes y a muchos ciudadanos comprometidos. El 12 de febrero de 2019 empezó el juicio contra los líderes independentistas que habían decidido quedarse en Cataluña. El 14 de octubre recibieron sentencias durísimas y inhabilitadoras. Recibieron citaciones judiciales más de cuatro mil catalanes y catalanas. El puñetazo represivo que muchos catalanes demócratas habían considerado que Europa no permitiría se había consumado. Los exiliados, con el presidente al frente, tuvieron que iniciar una lucha muy descompensada en los tribunales europeos. 

El tribunal de Sala contra el proceso, esta mañana
El juicio contra los líderes del Proceso por la independencia, en el Tribunal Supremo

Con gente en la prisión, con gente en el exilio, sin un soto gobierno más o menos capaz de coordinar las respuestas, con unos organismos cívicos divididos, la desorientación del movimiento y el chasco de la gente fue creciente. Se confirmó la desunión y desmovilización del movimiento. Las penas fueron máximas y las reacciones voluntariosas, pero mínimas.

Sorpresa en Madrid por la colaboración que encontraron en la Generalitat

Sin soto gobierno, uno de los aspectos más sorprendentes del momento posterior a la aplicación del 155 fue la facilidad con que el Estado controló la autonomía catalana. Se decía que los gobernantes estatales tropezarían con la gestión de las conselleries. No conocían la administración catalana y los ciudadanos notarían enseguida la incapacidad del Estado para gobernar la administración catalana. Paradójicamente, nada de esto sucedió. Las personas, políticas o funcionarios, designadas para traspasar la gestión lo hicieron con tanta predisposición que incluso los altos cargos estatales quedaron gratamente sorprendidos. Uno de los contactos de Madrid me dijo: «Los del gobierno están encantados. Pensaban que por desconocimiento no podrían hacer funcionar la Generalitat, temían un boicot de los funcionarios, pero todo lo contrarío, están encantados con los que se han quedado, parece que quieren hacerse perdonar, incluso los políticos que no están en la cárcel se comportan como si no hubiese pasado nada. Su nivel de colaboración fue máximo. Siempre resultáis imprevisibles».

Poca gente interpretó qué significaba tanta comodidad, más allá de la voluntad de muchos servidores públicos de no complicarse la vida. En realidad, la situación evidenciaba un hecho que no queríamos admitir: el Estado, antes del 155 ya había conseguido que la autonomía catalana fuera poca cosa. Se había convertido en una gran gestoría de las cosas que al Estado no le preocupaban mucho, o que poco interés tenía a gestionar, como por ejemplo la sanidad o la educación, dejando de banda, está claro, la lengua. En realidad, con un controlador desde Madrid había suficiente para hacer política autonómica. 

Entretanto, las propuestas políticas del independentismo cada día que pasaba eran más dispares y erráticas. Nuestros líderes parecían tener más predisposición hacia el activismo reactivo que por la política unitaria y proactiva. Sea como fuere, y aunque obviamente no todos los líderes se comportaron con igual intransigencia, bien es verdad que la desunión todavía creció entre el independentismo. Me referiré a la unidad con más detalle en una de las entregas siguientes.

Los errores de fondo: más sentido de partido que de país     

En todo caso, irse de un estado, poner en marcha uno nuevo, especialmente en el momento del siglo que estábamos viviendo, exigía política de alta precisión, de gama alta, de notable sentido de contra-estado, y todavía más de sentido de estado propio. Y ninguno de estos atributos ha adornado la política catalana a lo largo de los últimos cuarenta años. Más bien al contrario, se han ido acentuando muchos de los tics tradicionales que la política catalana arrastraba desde siempre: más activismo político que sentido de estado; más sentido de partido que de país.  

Sin pensamiento de estado propio no hay posibilidad de pensamiento de contra-estado y, por lo tanto, de materialización de un posible estado nuevo. Y sin pensamiento de estado nuevo es imposible hacer evidentes, incluso entre los mismos catalanes, las razones objetivas de su necesidad. Cuando una nación no tiene el estado que necesita, tiene que construir pensamiento de estado, tiene que socializarlo, tiene que injertarlo de las virtudes que supondrá para la gente. Pensamiento de estado es animar a la ciudadanía con el potencial transformador que poseerá el nuevo estado. Es pensar y mirar el estado de una manera nueva. Los catalanes tenemos que ir hacia delante, sin olvidar la experiencia vivida, encadenados a un estado represivo y extractivo. Tenemos que construir un estado moderno, democrático, representativo, social, emprendedor y distribuidor de equidad.

Dice Homero a La Ilíada que «las palabras conmueven, pero los ejemplos arrastran». Me pregunto qué buenos ejemplos de renovación de pensamiento hemos tenido por parte de la política catalana en estos años de represión. ¿Alguien ha hecho un análisis crítico del que ha pasado? ¿Alguien ha hecho algo para acabar con el estigma de la desunión? ¿Alguien ha intentado proponer un modelo de movilización que sea eficaz? ¿Alguien ha pretendido ponerse al frente de una reflexión serena sobre como vencer un estado como el español? 

A menudo recuerdo una de las primeras conversaciones que tuve, a finales de enero de 2016, un par de días después de llegar a Madrid como delegado del gobierno catalán, con un representante del Estado español. Me ayudó a ratificarme en una idea que arrastraba desde hacía años: los catalanes hemos sostenido la creencia que la política madrileña estaba guiada por una razón irracional y arcaica que en realidad no ha sido nunca cierta. Me había dado cuenta negociando con el aparato del Estado, fuera como concejal de Barcelona o como consejero de la Generalitat: detrás de la aparente irracionalidad de la unidad española, según decían por designio divino, en realidad había un sentido muy práctico de concentración de riqueza y de poder. Y por mucho que los catalanes tendíamos a ignorarlo, el Madrid-estado mantenía unas políticas estratégicas sobre Cataluña mucho más trabajadas y definidas de las que los catalanes éramos capaces de interpretar.  

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