El 17 de junio de 2023 los concejales escogidos en las elecciones del 28 de mayo constituían el Ayuntamiento de Barcelona y votarían para decidir quién tenía que ser el alcalde. A mediodía empezó a correr la voz sobre el hecho de que podía haber una sorpresa. Desde hacía horas se insinuaba que al final había cuadrado una operación entre el PSOE y el PP y otros aliados y que el alcalde no sería independentista.

La verdad es que no me sorprendió. Pensé que quizás alguien todavía no se había querido dar cuenta, pero que casi todo lo que pasa en Cataluña, y obviamente en Barcelona, es una cuestión de estado. También es cierto que inmediatamente me corregí a mí mismo. A veces nos consideramos especiales y no lo somos tanto. También es una cuestión de estado todo lo que pasa a Madrid.

De hecho, hace mucho de tiempo que pienso que muchas de las cosas importantes que pasan en Cataluña y que pasan en Madrid son dos caras de la misma política de estado. Hasta aquí nada a objetar. El problema es que son cuestiones de estado tratadas con objetivos de estado radicalmente opuestos. A los catalanes nos cuesta entender esta contraposición, y los hombres de estado dicen que son fabulaciones de algunos catalanes, pero bien es verdad que no es una novedad y se inscribe en las profundidades fundacionales del Estado. En todo caso, la diferencia de trato entre Barcelona y Madrid se ha producido desde hace siglos, y ahora es un hecho de una significación decisiva en términos económicos, políticos y culturales. No nos engañemos más a nosotros mismos. Para entender qué pasa en las dos ciudades hay que empezar por comprender que el aparato estatal siempre ha mostrado un especial interés por las dos ciudades, pero por motivaciones radicalmente antitéticas. Por lo tanto, ojo cuando el Estado se acerca a Barcelona.

Madrid, proyecto primordial del Estado 

Supongo que nadie se sorprenderá si digo que, para el Estado, Madrid es el proyecto primordial, capital. Intentemos imaginar algún gran proyecto surgido del Estado qué no tenga el epicentro en Madrid, en el kilómetro cero, como les gusta decir. Recordemos que Madrid es una ciudad fundada para ubicar la corte y la administración del estado monárquico español. Tengo presente el orgullo con que en Madrid me decían que los mejores alcaldes de la ciudad habían sido determinados reyes. Tengámoslo presente: Madrid es un proyecto del Estado, de siempre, directamente asociado al beneficio y goce directo y personal de los que históricamente lo han administrado. Fue el Estado quien diseñó el molde original de la ciudad y quien ha sostenido su propia evolución. Y es por eso que Madrid ha estado y está tan impregnada de estado, con tantos conciudadanos acampados dentro o amamantados por el Estado. El centralismo de Madrid no es otra cosa que la expresión de dos cosas: un estado que se ha convertido en patrimonio de una minoría excluyente y una ciudad convertida en beneficiaria principal del mismo aparato estatal.

Izado de la bandera española en el acto institucional del día de la Constitución, en el Congreso de Diputados, el 6 de diciembre del 2022, a Madrid / Alberto Ortega / Europa Press
Izado de la bandera española en el acto institucional del día de la Constitución, en el Congreso de Diputados, el 6 de diciembre de 2022, en Madrid / Alberto Ortega / Europa Press

Barcelona, ciudad importante pero subordinada

En este esquema, es obvio que Barcelona juega un papel importante, pero radicalmente diferente. Evidentemente, el tipo de estado que es el español no la ve como la gran ciudad que es, como la capital de una nación con derechos, intereses y anhelos propios. La ve asociada a la producción de las rentas fiscales que necesita para funcionar. La ve subsidiaria y subordinada. No le interesan los anhelos de quienes viven aquí, le preocupa que cumpla su rol aportador de riqueza a las arcas fiscales que administra, en nombre de todos, pero decantadas a favor de su territorio preferente. Se ve en la necesidad de controlarla y asimilarla.

La capital catalana partió de un molde diferente. Se forjó mucho antes, por el esfuerzo de la gente que ha vivido en ella, gente muy diversa a lo largo del tiempo. Por este motivo, se reconoce que Barcelona es sobre todo su sociedad civil. Una sociedad civil que ha visto en el Estado gobiernos distantes, socialmente despreocupados y fiscalmente extractivos, con los que siempre ha tenido que luchar.

Por eso, es la ciudad de las contradicciones sociales, de los manifiestos, de las manifestaciones, de las revueltas y de las alternativas al Estado español. Por eso es opositora, es una piedra en el zapato. Por eso, la pugna entre el Estado y Barcelona se ha repetido tantas veces a lo largo de la historia.

Barcelona es el territorio de la sociedad civil, Madrid es el territorio del Estado. A causa de este hecho, la sociedad civil barcelonesa y catalana ha estado casi siempre incómoda con el Estado, hasta el punto que de ella han brotado las alternativas de contra-estado más radicales a favor de abrirlo, de modernizarlo o de salir de él.

Madrid es una isla al servicio de los intereses de los servidores públicos y de las grandes corporaciones privadas que se ha ido injertando en él. Una isla de intereses, introvertida, volcada en sí misma, cada día más rica, más poderosa, más indiferente a todo lo que no es ella misma. Así lo manifiesta la afortunada expresión de la España vacía, la España que se queja de como la capital la vacía, de como el Estado ha generado una espiral de concentración de riqueza y poder político y mediático; de como la capital es cada vez menos representativa y menos democrática, de como la capital colecciona la riqueza que tendría que ser de todos. Observen quién gana las elecciones en Madrid.

En todo caso, Madrid es una de las grandes paradojas, para mí también la gran estafa, de la democracia española: no ha dejado de incrementarse la centralización y la burocracia pública, se ha multiplicado la interacción entre el sistema estatal y los negocios privados madrileños (con el trasfondo de la corrupción escasamente puesta bajo la alfombra) y, por mucho que pasen los años, Madrid continúa beneficiándose en cantidad suficiente de aquello que nadie quiere oír: el brutal déficit fiscal e inversor que mantiene el Estado en Cataluña.

En síntesis: Madrid es el proyecto en positivo del Estado; Barcelona es el proyecto en negativo. Madrid es para el Estado la gran capital global, Barcelona es la cocapital subordinada, pero imprescindible, no en vano suministra gran parte de las rentas fiscales que el Estado administra, distribuye o usa en beneficio del poder.

El papel de los partidos en la discriminación entre Madrid y Barcelona

Es una manera de entender ambas ciudades. Lo han compartido la mayor parte de los partidos estatales a lo largo del tiempo. Lo comparten, con los matices que queráis, el PP y el PSOE. Los dirigentes catalanes del PSC y del PP lo saben, pero no hacen cuestión de ello. Hasta el Estatuto de 2006, el PSC compartió el llamamiento del catalanismo a favor de una política de estado más equitativa entre Barcelona y Madrid, pero hace unos años decidió aceptar la subordinación de la capital catalana a los designios del Estado.

En el último mandato municipal (2019-2023) el PSC introdujo una maliciosa trampa conceptual que, como el Guadiana, aparece y desaparece a menudo: dicen que defienden la cocapitalidad del Estado entre ambas ciudades. Una cocapitalidad que da risa, obviamente engañosa, drásticamente escorada a favor de Madrid. Podríamos poner centenares de ejemplos, pero solo hay que observar las cifras de inversión estatal entre ambas metrópolis: vergonzosas en el caso de Barcelona, generosamente sobrealimentadas en el caso de Madrid.

La triangulación de partidos que hizo alcalde Collboni

El episodio del 17 de junio en el Saló de Cent de Barcelona, la triangulación de partidos que hizo alcalde al señor Collboni, forma parte del relato engañoso: ciudad de segunda, capitalidad subordinada y capital de Cataluña escondida. En todo caso, cocapitalidad ficticia y presidida por uno de los nuestros, no fuera que el gobierno de la ciudad exigiera equidad fiscal e inversora, ejerciera de capital de la nación de los catalanes y promoviera una solución democrática al pleito con el Estado.

Aquella tarde de junio, ningún partido españolista lo negó: el gobierno de la capital catalana era una cuestión de estado, como lo ha sido siempre. Esta vez había que garantizar la subordinación a Madrid y minimizar el buen resultado de las candidaturas independentistas, por mucho que ninguna de ellas había hecho ostentación a favor de la independencia.

Como toda operación de estado, es fácil suponer que la operativa se había puesto en marcha solo de anunciarse el peligro de un posible acuerdo entre Trias y Maragall para gobernar la capital de Cataluña. Se pusieron en marcha las llamadas, aquel ‘tenemos que hablar’, las reuniones y las comidas. Sin ningún escrúpulo se dijeron: ‘Está en juego España‘. Acostumbran a decirlo a menudo, por mucho que en realidad están diciendo otra cosa: está en juego el poder del estado sobre Cataluña y que nuestros intereses sigan intactos.

Más allá de sus habituales peleas, los hombres y las mujeres de estado de Madrid sobre Cataluña comparten lucros y no tardan mucho en ponerse de acuerdo. Sea como sea, hay que evitar la independencia de Cataluña, impedir un acuerdo entre independentistas, minimizar el catalán, amortiguar la catalanidad, mantener secuestrada la soberanía de los catalanes y multiplicar tanto como se pueda la aportación fiscal que hacen Barcelona y Cataluña.

Del control de las alcaldías a las cloacas del Estado, pasando por el déficit en las infraestructuras

No hace falta decir que las operaciones de estado resultan, casi siempre, opuestas al interés de la mayoría de quienes vivimos en Barcelona y en Cataluña. Ahora y siempre. Obviamente, han tenido y tienen formatos y estilos muy variados. Desde la intervención directa del rey estimulando la salida de empresas a la reiterada actuación fraudulenta de las cloacas del Estado. Desde los varapalos del 1 de octubre, a la estafa que supone el inacabable corredor mediterráneo; en beneficio, no hace falta decirlo, del corredor central-Madrid. Desde el abandono crónico de la red de Cercanías, que hace un siglo que dura, al fraude sistemático que supone el incumplimiento de las inversiones ordinarias anuales del Estado o el sistemático incumplimiento en la financiación ordinaria del presupuesto autonómico.

El comisario José Manuel Villarejo, en un momento de su intervención/ACN
El comisario ahora jubilado José Manuel Villarejo, símbolo de las cloacas del Estado, en un momento de una comparecencia en el Congreso / ACN

Son solo ejemplos, tendremos oportunidad de revisarlos con más detalle en algunos de los capítulos siguientes. Quedémonos con un hecho constatable: las operaciones de estado han sido guiadas con el afán de que nada cambie, de que el poder del Estado continúe intacto en Cataluña, de que el fraudulento relato sobre la unidad de España creado por el nacionalismo españolista siga contaminando espíritus e inteligencias.

Obviamente, está claro, la mayoría de estas operaciones amparadas por la parcialidad de las instituciones del Estado son escandalosamente ilegales y, casi todas, políticamente fraudulentas. Prácticamente, ninguna se puede argumentar por los beneficios que podía o puede aportar a la ciudadanía. Siempre la razón de estado.

En el caso de Barcelona, aquel 17 de junio, a la operación de estado le importaba muy poco si el resultado era un mandato de cuatro años de gobierno municipal débil, desprovisto de un proyecto de ciudad que no puede ser mínimamente coherente porque es el resultado de dos programas antagónicos, que darán una vez más un gobierno de mínimo común denominador, exactamente lo contrario de lo que necesita Barcelona.

Un dirigente del PP recuerda al general Espartero a principios del siglo XXI

Un día, ejerciendo de delegado del gobierno catalán, puse las cifras derivadas de los incumplimientos sistemáticos del Estado ante un dirigente del PP. Me miró, sonrió y dijo: «Tú eras historiador, ¿no?, seguro que recordarás la sentencia del general Baldomero Espartero; en el fondo tenía razón el general, por el bien de España, hay que bombardear Barcelona una vez cada 50 años. Siempre ha sido así, Barcelona es una ciudad rebelde que siempre hay que controlar».

Era un catedrático universitario y, como tantos altos cargos del entorno de las instituciones estatales, no tienen ninguna objeción en apuntarse a este tipo de razonamiento, y los dirigentes de los partidos todavía más. Barcelona es una ciudad rebelde que siempre hay que controlar.

Para ser más preciso, sin embargo, tengo que decir que la gran mayoría no habla de bombardear, a pesar de que no se pueda excluir que Vox lo proponga. En general, un buen número de dirigentes del Estado han ganado en sutilidad. El bombardeo se hace, repito, manteniendo bajo mínimos la inversión pública, extrayendo rentas fiscales desmesuradas, maltratando los usuarios de Cercanías o exigiendo a las empresas punteras que abandonen la ciudad.

En España – hablamos de ello en una entrega anterior– los que impulsan estas políticas suelen calificarse a sí mismos de hombres y mujeres de Estado. Han asumido complacidos la idea de que la soberanía no es del pueblo, sino del Estado, y ellos son el Estado. Es un razonamiento inexcusablemente autoritario, pero permite justificar el discurso del conjunto del artefacto estatal y entender por qué razón el poder en España se ejerce de una manera tan descaradamente sesgada a favor de Madrid y en contra de Barcelona/Cataluña.

Y en este nudo estamos situados desde hace años. Enlazados por operaciones y políticas que impone el aparato estatal y que por norma perjudican la ciudad y el país. Inmovilizados por un estado, podríamos decir que de parte, que debajo de la proclama democrática enmascara un nacionalismo ideológicamente anacrónico, pero beneficioso para la minoría que dice ser propietaria de la soberanía de los catalanes y del gobierno de su capital.

La enésima operación de estado sobre Barcelona

En este trance estábamos el 17 de junio de 2023. La nueva alcaldesa españolista de la capital valenciana exclamó: «Valencia es España y España es Valencia«. El mismo día el alcalde españolista de Madrid aseguró que «Madrid es España». Días antes, los líderes del PSOE-PSC o del PP habían dictaminado que «Barcelona es y debe seguir siendo española». Traducido: la capital catalana no podía estar presidida por un alcalde independentista que muy posiblemente pondría en cuestión el papel que asignan a la ciudad.

La enésima operación de estado sobre Barcelona estaba en marcha. Hacía un par de días que los diarios de Madrid indicaban la tendencia: la alcaldía de Barcelona tenía que considerarse una cuestión de estado. El tam-tam resonaba, la red de poder capitalino se había puesto en marcha.

Me vino a la cabeza lo que me había señalado, a principios del año 2017, un alto funcionario que también se denominaba a sí mismo hombre de estado: «Parece mentira, pero nunca os acordáis, o quizás no queréis acordaros, de que mientras vosotros tenéis una oficinita de cinco personas pensando en cómo hacer la independenci nosotros tenemos un ejército de 500 funcionarios, muchos abogados del estado, como yo, para evitar que lo seáis; nunca ganaréis, porque después de nosotros vienen las fuerzas de seguridad del Estado«.

Se me volvía a hacer evidente la doble pulsión del Estado en relación con Cataluña: máxima ineficiencia en la gestión de los intereses de la ciudadanía, notable efectividad a la hora de desplegar políticas de sometimiento político, cultural y económico.

Mientras seguía la sesión de elección del alcalde, me preguntaba qué Barcelona, qué Cataluña, podría haberse construido si el Estado español hubiera optado por ser inclusivo, respetuoso e inversor justo, en lugar de excluyente, asimilador, extractivo y represor. Sin duda Barcelona sería una de las mejores ciudades del mundo, Cataluña sería un grandísimo país, y no tengo duda que España podría ser el nombre de un magnífico estado, con Cataluña fuera o dentro.

No puedo dejar de cuestionarme qué ha pasado con la democracia española. El gran enigma. Muchos catalanes pensamos en los años setenta que la configuración democrática del estado supondría el definitivo respeto por la diversidad nacional, cultural y política que contenía España. En definitiva que el estado sería poco o mucho de todos. Pero no, l’Estado ha continuado obsesionado en aniquilar la pluralidad política.

Ernest Maragall i Xavier Trias, que habían pactado un acuerdo para hacer alcalde el candidato de Juntos en Barcelona, el 17 de junio, en el pleno de investidura en que se escenificó la operación para hacer alcalde Jaume Collboni / Jordi Play
Ernest Maragall i Xavier Trias, que habían pactado un acuerdo para hacer alcalde el candidato de Juntos en Barcelona, el 17 de junio, en el pleno de investidura en que se escenificó la operación para hacer alcalde Jaume Collboni / Jordi Play

Y aquella tarde del 17 de junio volvió a suceder. Como había pasado con el ataque de las cloacas del Estado a Xavier Trias en las elecciones municipales del 2014, con el voto de Manuel Valls a favor de Colau en las municipales de 2019, estaba sucediendo también con el voto del PP a favor de Jaume Collboni. Querían evitar un acuerdo entre los de los candidatos favorables a la independencia.  

Para la lógica españolista, el acuerdo entre Trias y Maragall no era aceptable. Podía ser perfectamente constitucional, bueno para la ciudad, un buen estímulo de renovación del proyecto de ciudad, pero para los hombres de estado solo importaba que Barcelona no se convirtiera en un escaparate visible de un proyecto de ciudad encabezado por el independentismo. ¿Y si resultaba que el independentismo podía dirigir el cambio de escala que la ciudad necesita y el Estado reserva a su Madrid?

Hacía falta impedir al precio que fuera que el gobierno de Barcelona se convirtiera en una palanca que pudiera potenciar la reanudación de la unidad práctica entre Junts y Esquerra. Había que poner gasolina a la operación de estado previa, la que con tanta constancia mantenía el establishment españolista desde el 9-N de 2014 para incentivar la división del independentismo.

Hablaré de ello más adelante, pero aprovecho para señalar que los partidos españolistas trabajan bien la desunión del independentismo. El 9-N del 2014 los sorprendió, pero se apresuraron a combatir la unidad. El Estado sabe poner trampas, hace lo posible por agudizar la pugna interna de los partidos catalanes. Saben cómo utilizar el poco sentido de contra-estado de la política catalana.

La alcaldía de Barcelona está en manos del PSC-PSOE, con el amable beneplácito de los comunes y del PP, y no tengan ningún tipo de duda que también de Vox si hubiera hecho falta. El Estado ya tiene las espaldas cubiertas en la ciudad rebelde. Doy por seguro que incumplirá gran parte de las obligaciones que tiene con la ciudad y que el gobierno del Ayuntamiento no lo denunciará. La sequía inversora de toda la vida se mantendrá y cuando un ministro venga en Barcelona, el representante municipal es muy probable que le hable en español, no fuera caso que se molestara. Obviamente, la imagen del rey posiblemente volverá a presidir el despacho del alcalde.

En todo caso, el principal problema de Barcelona continuará enmascarado: Barcelona crece, progresa, pero mucho menos de lo que podría, con un coste social enorme, dejando a más gente atrás de la que haría falta y desaprovechando oportunidades, porque gran parte de la riqueza que la ciudad crea es transferida por el Estado a Madrid.

Entretanto, Barcelona tendrá de nuevo un gobierno débil y muy posiblemente serán cuatro años más perdidos. Ya se habrán acumulado demasiados mandatos seguidos. La nueva coalición PSC–comunes será precaria, implicará un proyecto débil que difícilmente desplegará la modernización que la ciudad precisa. Será conformista ante las políticas estatales que lo entorpecen. Hará de Barcelona una cocapital subordinada. La ciudad continuará perdiendo posiciones y oportunidades. 

Posiblemente, esta operación de estado, como tantas otras, se olvidará pronto. Desgraciadamente, la política actual se hace sin memoria. Pero hay que esperar que en algún momento la ciudadanía se dé cuenta de que las operaciones de estado casi nunca son favorables en la ciudad. Exceptuando los Juegos Olímpicos, se encuentran pocas.

Me pregunto si los catalanes y catalanas, todos, con independencia de la solución política que prefiramos ante el problema político crónico que arrastramos entre el Estado y Cataluña, somos conscientes del mal que han hecho la suma de las operaciones de estado que se han hecho contra el país. Espartero quería bombardear Barcelona cada cincuenta años y solo hace poco más de ochenta años que se la bombardeó trágicamente.

Lo que significó la operación del 17 de junio

En todo caso, la operación del 17 de junio del 2023 señaló muchas cosas. Sobre el Estado y sus preferencias y maneras, nada que no supiéramos, pero sí que quedó claro que la coordinación entre el poder y las antenas autonómicas funciona, y que los aparatos estatales (partidos, gobierno, Congreso, Senado, altos tribunales, altos funcionarios, policía, cloacas) están más por la tarea de lo que acostumbran a pensar los catalanes, al menos en referencia a las cosas que afectan lo que ellos consideran su derecho de propiedad sobre la soberanía de los catalanes.

Xavier Trias, el 17 de junio, en el pleno de investidura en que se escenificó la operación para hacer alcalde Jaume Collboni / Jordi Play
Xavier Trias, el 17 de junio, en el pleno de investidura en que se escenificó la operación para hacer alcalde Jaume Collboni / Jordi Play

Trabajan en silencio y alevosía. Disfrutan de la candidez de los líderes políticos catalanes. En Madrid es fácil apreciarlo. El mecanismo funciona automáticamente. Una llamada telefónica, una comida más o menos discreta, un editorial en un diario nacional, como dicen en la capital, y la idea está socializada: ‘la alcaldía de Barcelona es una cuestión de estado‘. Y el pacto queda sellado. Solo queda ejecutarlo. Y esto lo harán las antenas territoriales. Son gente subordinada que disfruta del poder que les da formar parte de la red del Estado, por mucho que a menudo perjudiquen a sus propios conciudadanos. Es verdad que no siempre obedecen órdenes, muchas veces son más papistas que el Papa, saben que en Madrid el anticatalanismo da galones.

Como expone el manual, consumada la operación, unos y otros asegurarán que Madrid no ha intervenido en nada, pero que se congratulan del resultado por el bien de España. Está claro que en ningún caso no dirán a qué España o a qué Barcelona se refieren. Es lo que les conviene, y esto lo justifica todo.

También pudimos percibir hasta donde podía hincharse el cinismo que envuelve la política. «Tiene que ser alcalde quien obtenga el mayor número de votos», había clamado el candidato Collboni durante la campaña electoral, pero no los tuvo y no tuvo inconveniente en desdecirse y aceptar los votos de su principal oponente en el ámbito estatal. El PP hizo alcalde al candidato socialista.

La votación pareció innoble a mucha gente, e incrementó el desprestigio de la política. El alcalde Collboni sabía que con diez concejales no se puede gobernar Barcelona, y la exalcaldesa Colau también. Los dos tenían claro que después de las elecciones generales, pasado el verano, se encontrarían y repartirían sillas. Volverían a un gobierno como el anterior, pero a la inversa. Habrá que prever qué harán cuando falten cuatro meses para las elecciones del 2027 y quien lidere los comunes salga del gobierno de la ciudad, como hizo Collboni, para hacer campaña contra el gobierno que ha compartido.

La teniente de alcaldía del PSC Laia Bonet y la ahora ya exalcaldessa Ada Colau, de los comunes, el 17 de junio, en el pleno de investidura en que se escenificó la operación para hacer alcalde Jaume Collboni / Jordi Play
La teniente de alcaldía del PSC Laia Bonet y la ahora ya exalcaldessa Ada Colau, de los comunes, el 17 de junio, en el pleno de investidura en que se escenificó la operación para hacer alcalde Jaume Collboni / Jordi Play

Confieso que de aquella jugada, lo que más me impactó fueron los comunes. Hasta el último momento quise creer que no entrarían en el juego, que no votarían con la derecha española, ellos que son tan de izquierdas, y que tanto odian a la derecha. Erré, confieso que ya me había pasado el 2019, cuando aceptaron la jugada de Manuel Valls. Me sorprendió que acabaran votando lo mismo que el PP. Jordi Martí Grau había repetido una y otra vez que no harían ninguna cosa extraña, que no triangularían con el PSC y el PP.

Lo que indica todo ello, y en mi opinión es grave, es que para los comunes la derecha española, por muy emparentada que esté con Vox, es menos derecha y más honorable que el centroderecha catalán. Me temo que la telaraña del Estado los ha atrapado. Triangularon sin ningún miramiento. El drama, más allá del cinismo declarativo, es que la izquierda catalana insiste en considerar la cuestión de Cataluña desde la pauta arcaica que utilizaban los comunistas casi un siglo atrás. Han optado por vincular el problema que tiene el Estado con los derechos nacionales de Cataluña con un nacionalismo catalán de derechas que, según ellos, impulsa la independencia para garantizar su hegemonía dentro del país. Paradójicamente, o quizás no, el relato de la izquierda catalana comunera es prácticamente el mismo que reitera cada día el españolismo.

Más que nadie, es la izquierda catalana quien por razones de lógica política tendría que captar que la voluntad de independencia de tantos catalanes brota de la defensa contra un estado excluyente y nacionalista, españolista, autoritario y extractivo. Personalmente, me resulta incomprensible que el discurso españolista, que puedo entender de donde nace, se haya tragado las izquierdas españolas, y haya hecho un agujero tan profundo entre las izquierdas catalanas.

La cuestión catalana es una cuestión de derechos, de democracia, de justicia, de prosperidad y de calidad de vida, y es por eso que va más allá de un simplismo de clase, de clase contra clase. En Cataluña la voluntad de independencia es transversal, y especialmente participada por las clases medias. Solo hay que recordar las grandes manifestaciones del 11 de septiembre para darse cuenta de la amplia dimensión social y generacional del movimiento.

A la izquierda le cuesta de entender que quien estrangula Barcelona y Cataluña no es la lucha de clases interna, no es ni siquiera una idea genérica de España, es el Estado español y las políticas que despliega. La líder de Sumar dijo en el contexto de las elecciones del 23-J que «el referéndum en Cataluña no está encima de la mesa y solo se hará cuando previamente haya un acuerdo». Está claro, el referéndum está bajo la mesa porque el establishment madrileño lo ha puesto ahí, y el acuerdo no podrá existir nunca, porque nunca lo aceptarán.

La alcaldesa Colau siguió el juego del españolismo entre 2019 y 2023. Insistió en la falsa teoría de asimilar centroderecha catalán con los fondos buitre internacionales. El Estado le pagó el favor en 2019. Y el PSC se lo volverá a pagar incorporando a los comunes al gobierno de la ciudad. Impedir que Ernest Maragall fuera alcalde en 2019, y Xavier Trias en 2023, imposibilitar que el independentismo obtenga una victoria significativa, desde 2017, cotiza bien en el mercado político madrileño. Estropear una posible metamorfosis unitaria del independentismo se paga doble. Poner el PSC, de nuevo, en la centralidad de la política catalana, tiene premio extraordinario.

El independentismo recula y el españolismo avanza

Justo es decir que, por otro lado, las elecciones municipales, las segundas desde el 27 de octubre de 2017, permitieron constatar las dificultades del independentismo. Esquerra Republicana sufrió una sacudida notable sin consecuencias políticas aparentes. Hablaremos de ello en una entrega posterior, pero la realidad es que el independentismo recula y el españolismo avanza.

En general, el independentismo expresó una vez más su ingenuidad política ante las operaciones de estado. Muchos de sus dirigentes consideran el Estado más tocado de lo que realmente está y, en cambio, no ven venir la agresiva política que lleva hacia Cataluña, sea la cara amable socialista, la cara dura popular o la cara todavía más dura de Vox.

Tocaría empezar por reconocer que si algún día quieren disponer de un estado a la medida de las necesidades del pueblo catalán, dirigido por mujeres y hombres demócratas, que nos representen, honestos y buenos servidores públicos, antes tendrán que aprender a diseñar estrategias adecuadas de contra-estado. Y para empezar seguramente será necesario admitir que si la política de estado es compleja, la política de contra-estado lo es infinitamente más.

Lo que es seguro, es que la política catalana, de contra-estado, o incluso la autonómica, no puede ser ni tan ingenua ni tan desgarbada. Debe encontrar la manera de reconvertirse. Necesita dotarse de una renovada estrategia, más democrática, más precisa, más colaboradora. Necesita una política más clara y sincera, capaz de renovar el ideal de un país mejor que el que tenemos. Hay que imaginarlo y lucharlo. Y construir un país supone hacer despegar un estado republicano, al servicio de los derechos de autogobierno, de democracia, de justicia, de prosperidad y bienestar de los catalanes y catalanas.

En cualquier caso, una política eficiente de contra-estado exige un cambio profundo en la política catalana. Oponerse a la capacidad coercitiva del Estado español exige una mayoría indiscutible. Precisa también socializar un proyecto de estado alternativo, ampliamente consensuado, nítido, posibilista. Pide injertar la acción del gobierno autonómico, gradual pero claro, con el ideal republicano futuro. Y lo ideal, ya lo saben, debe desplegar un proyecto de país democrático, justo, próspero y acomodado que interese y dé esperanza de futuro a la gran mayoría de catalanes.

Ciertamente, componer el rompecabezas no es sencillo. Exige entender que política de contra-estado y política de estado propio son miembros de la misma ecuación. Necesita objetivos claros en cada parte. Necesita más pensamiento de estado y menos activismo. Por mucho que a la política catalana le cueste pensar en términos de estado.

Poco o mucho, una de las dos caras del enigma va quedando desvelada. El Estado quiere a la Catalunya que le aporta fiscalidad y tratará de no perderla al precio que sea. Pero hemos dicho que la otra cara somos nosotros, nuestra dificultad para pensar en términos de estado.

Mientras observaba el espectáculo de aquella jornada del 17 de junio, mientras se constituían los ayuntamientos de todo el país, daba por supuesto que al día siguiente nadie haría lectura crítica de las decisiones tomadas por las direcciones de los partidos políticos catalanes. Por alguna razón, a última hora de esa jornada no podía sacarme de la cabeza el 27 de octubre de 2017.

Aquella noche, en la sede del Parlamento autonómico, tomó forma una de las más importantes operaciones de contra-estado que jamás haya diseñado Cataluña. Solamente unos instantes después se puso en marcha, en el Senado español, con el apoyo del conjunto de las instituciones estatales, una operación de estado contra la declaración de independencia de Cataluña, que de hecho se convirtió en una operación contra el independentismo. La operación de contra-estado no logró su objetivo, para ser claros podríamos decir que fracasó. La operación de Estado alcanzó sus objetivos, podríamos decir que triunfó, por mucho que algunos dirigentes insisten en no reconocerlo.

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