Sí, me encanta leerme, cada quince días, aquí, en este espacio cedido por El Mon, en catalán. Aún no soy capaz de escribirlo yo mismo –llegaré a hacerlo, me he prometido–. Me encantaba también, he de decirlo, leerme en portugués, en francés o en inglés cuando fui corresponsal de medios diversos en Lisboa, Ginebra o Toronto, que es ciudad, por cierto, perfecta y pacíficamente bilingüe. Me siento, en ese sentido, internacionalista, signifique eso lo que signifique en estos momentos, y me cuesta entender el exclusivismo, la confrontación y el cierre de fronteras lingüísticas, el retorno a esa Babel que, en el fondo, nunca hemos abandonado del todo.

Imprudente como soy, meto la cabeza en este barril de pólvora. Sé que mis opiniones chocarán frontalmente con las de muchos lectores de este periódico, al que constantemente agradezco su acogida, sabiendo, como saben –no es difícil comprobarlo, sospecho–, que no comparto muchas cosas de su línea editorial. Escribo y hablo en bastantes medios de cuya línea discrepo y que discrepan de lo que digo. Me he resignado a que me toleren como a un bicho raro –no es, por cierto, el caso de este periódico–, una guinda roja, azul o rojigualda, en mundos bipolares, enfrentados. Escribir y que te dejen escribir allá donde no comparten tu opinión, incluso donde la línea es la contraria, es muestra de tolerancia que debería proliferar mucho más. Rara avis, en todo caso.

Me duele ver judicializado un derecho, el de que cada cual hable como le venga en gana y eduque a sus hijos en consecuencia. La intervención de los jueces, se trate de lo que se trate, siempre redunda en una mayor animadversión entre las partes y, me temo, en un cierto recorte, no niego que a veces justificado, de la libertad: mal asunto cuando los litigios llegan a los tribunales.

Pero me duele aún más ver cómo desde esa política testicular que nos anega, en la que todo se hace por cullons –en castellano suena peor–, se descalifica al discrepante, al que quiere ser diferente, o se lanzan anatemas contra los que tratan de aferrarse y valorar lo suyo. Hay hasta quien predica un “artículo 155 permanente” para “sujetar” la “rebelión catalana”. Menos mal que la inmensa mayoría de la sociedad española abomina de estos halcones.

Pero no hay términos medios en esta guerra en la que estamos embarcados: es lo mío o lo tuyo, y no hay componendas. No hay que dejar heridos en el campo de batalla idiomática, dicen, y entonces se te lanzan a degüello desde una u otra trinchera. Y así ocurre luego, que hasta somos incapaces de concertar un campeonato deportivo de alcance internacional. Y no crea usted que esto último nada tiene que ver con el asunto del que estoy tratando. Mal nos entenderemos en cualquier terreno si empezamos por crear un conflicto lingüístico.

Algunos creemos que, en este diferendo, ambas partes tienen razón y razones. Pero la razón se va perdiendo cuando se prefiere el clarín bélico a la argumentación. A veces me siento perdido en mitad del camino, en el kilómetro trescientos, oyendo, desconcertado, el estruendo de la batalla. A veces da la sensación de que hay que buscar el enemigo principal en, por ejemplo, Madrid. O, desde el otro lado, en Barcelona, en una guerra sin cuartel. Me gustaría creer que una de las dos partes tiene toda la razón y, sin embargo –seguro que algún lector me llamará pactista, o tibio, o ambiguo–, sé que no es así. Lo peor no es tener solo una parte de la razón: lo peor es creerte en exclusiva en posesión de la verdad, no ceder ni una parte de la verdad a los otros.

Hay que hablar. Creo que es urgente hablarlo entre los dos vértices. Encontrar un lenguaje anímico común. Me cuesta entender la moratoria impuesta al encuentro entre Pedro Sánchez y Pere Aragonés, en el que habrían de tratarse algunos temas más además del Catalangate, luego agravado artificialmente con el Moncloagate, por si no hubiera habido suficientes dislates. Empieza a haber demasiados temas pendientes, pudriéndose, y no me gustaría que esto acabase necesitando un intérprete para que los dos interlocutores, sentados frente a frente en mesas en las que se colocan cada vez más distanciados, como hace Putin, acepten que pueden llegar a entenderse.

No quiero lisonjear a nadie, y con nadie trato de congraciarme (me parece que es obvio), pero reitero lo que escribía al comienzo: me encanta leerme en catalán, que es lengua en la que, poco a poco, progreso. Cada día me siento más volteriano, suponiendo que fuese Voltaire el autor auténtico de la frase: “Yo, que aborrezco lo que usted dice, daría la vida para que usted pueda seguir diciéndolo libremente”. En cualquier idioma, añado yo. Debo andar algo torpe hoy, pero confieso que no acabo de comprender este conflicto lingüístico, absurdamente planteado, desde arriba, en porcentajes o en reales decretos. Como si el lenguaje, que plasma hacia el exterior nuestro pensamiento, no fuese un patrimonio exclusivo de la persona, como si hubiera que parcelarlo y no dejarlo volar en libertad.

Comentaris

  1. Icona del comentari de: Gonzalo a juny 02, 2022 | 20:55
    Gonzalo juny 02, 2022 | 20:55
    Fernando, te van a poner de vuelta y media estos "demócratas". Mejor no leas los comentarios. Entenderías mucho de la hispanofobia que padecemos los catalanes de bien.
  2. Icona del comentari de: Carles a juny 03, 2022 | 12:17
    Carles juny 03, 2022 | 12:17
    Bien hablado Fernando. El catalán es una lengua preciosa que hay que cuidar, proteger y alimentar. Ojalá no fuera rehén de políticas identitarias y supremacistas que buscan enfrentar a hermanos. También te honra escribir en un periódico de ideas que no son las tuyas y de tratar de bajar el nivel de odio que genera el veneno del nacionalismo en general. Si bien no comparto una postura pusilánime del gobierno central frente a etnonacionalismos irrendentistas, debe haber diálogo y acercamiento para conquistar las mentes y los corazones.

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