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Mal asunto cuando en una democracia se multiplican los conflictos entre los poderes clásicos de Montesquieu. La sentencia del Tribunal Constitucional anulando los efectos del estado de alarma decretado durante la pandemia por el Ejecutivo de Pedro Sánchez es una muestra más de un enfrentamiento (grave) entre un Tribunal y un Gobierno. Un enfrentamiento en el que el Parlamento no jugó el papel que hubiera sido deseable: propiciar un encuentro entre las fuerzas políticas para consensuar las medidas legales destinadas a combatir algo tan inédito como esa pandemia. Creo que fallaron el Ejecutivo (y los partidos en la oposición), el Judicial (hay mucho que hablar sobre el errático comportamiento de algunos jueces) y también el Legislativo, que no ha sabido, podido o querido ser la sede del debate político.

Rechazo, pues, culpar en exclusiva al Ejecutivo –que, desde luego, abusa del decreto-ley y no rehúye trampas a lo que sería el mejor sentido democrático— de una situación que haría volver con desaliento a la tumba a un  Montesquieu resucitado. También hay que examinar con cuidado el comportamiento de los jueces, que se enfrentan a no largo plazo a una desautorización europea incluso a la sentencia del ‘procés’, que tan en cuestión ha puesto a la maquinaria judicial española, dividida, por otro lado, casi ante cada decisión de confinamiento o de toque de queda por el auge del Covid. Y ahí está ese pesado silencio del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial, claramente enfrentado al Gobierno de Pedro Sánchez, tras el bofetón del Ejecutivo a su dictamen contrario a los indultos a los presos condenados por ese ‘procés’.

Así, encontramos al Gobierno batallando soterrada y subterráneamente con el Supremo y el CGPJ, con el Constitucional y hasta con el Tribunal de Cuentas, que no es propiamente un órgano judicial, pero sí un discutido elemento institucional de control del Estado. Algo, pues, no está funcionando correctamente, cuando aún colean los debates sobre si lo del ‘procés’ fue sedición o rebelión (la diferencia está mal tipificada en el Código Penal, a mi juicio), sobre los indultos o sobre la legalidad o no del fondo de la Generalitat para hacerse cargo de las sanciones económicas derivadas de ese mismo ‘procés’. El Estado no esperaba lo ocurrido aquel octubre de 2017 y resulta obvio que no ha sabido darle una respuesta adecuada, ‘judicializando’ excesivamente su respuesta al desafío. Faltó política y sobraron tribunales.

De la misma manera, se comprende que la excepcionalidad de una situación como la pandemia requería, sí, medidas excepcionales. Pero obviamente deberían haberse consensuado y coordinado en mayor medida.

Y es aquí donde entra el papel de un Parlamento que parece haber abdicado de su obligación de ser el arquitrabe de una democracia. Ni se ha debatido bastante en el Congreso y en el Senado ni, cuando se ha hecho, ese debate ha tenido un carácter mínimamente elevado ni, por supuesto, constructivo. Y no atribuyamos a la pandemia el escaso rendimiento parlamentario: seis años, seis, lleva sin celebrarse el debate del estado de la nación, el más importante de los que tienen –tenían—lugar en las Cortes. Debo señalar el escaso papel desempeñado por la presidenta de la Cámara Baja a la hora de revitalizar la vida parlamentaria: al contrario, doña Meritxell Batet, que ostenta la tercera jerarquía en el protocolo del Estado, más bien ha contribuido a aguar el rol del Legislativo, en beneficio del Ejecutivo, y ha llegado a mantener serias controversias con el poder Judicial, maniatado porque su mandato hace más de dos años que expiró, sin que las fuerzas políticas sean capaces de llegar a un pacto para renovar el gobierno de los jueces.

Las Comunidades Autónomas se han coordinado mal y el Gobierno central no ha acertado plenamente ni en los mecanismos legales, ni en los institucionales, ni en los sanitarios para hacer frente a una situación que, es cierto, ha sacudido a todos los países del mundo, pero sin afectar al entramado institucional de la mayor parte de las democracias. Y ahí radica la diferencia: en España, ese entramado, comenzando por la Jefatura del Estado, ha quedado dañado en distinta medida según de qué institución se trate. El Gobierno, al que hay que reconocer una voluntad por ‘hacer cosas’ en todos los ámbitos de conflicto, que, como se ve, no son precisamente pocos, no ha sabido responder del todo bien ante grandes retos como fundamentalmente han sido, ya digo, el ‘procés’ o la pandemia, cada uno por su lado.

Causa estupor que, contra lo que ha ocurrido en una mayoría de países de la UE, el Gobierno central español no haya sabido coordinar sus esfuerzos –ya digo que obvios y en muchos casos hasta meritorios—con las fuerzas de la oposición, y viceversa. Un dirigente socialista me comentó que “da la impresión de que Pedro Sánchez solo entiende por negociar hacerlo con Esquerra Republicana de Catalunya”. Bueno, si al menos esa negociación acabara de manera satisfactoria para ambas partes, algo habríamos avanzado. Pero eso, como es apabullantemente obvio, es también imposible.

No, no voy a hablar nuevamente, como se hizo algunos meses atrás, de Estado fallido. España, con todos sus problemas, no lo es. Pero sí es un Estado que reclama muchas más mejoras y avances que un mero cambio de caras de ministros, sobre todo cuando alguno de esos cambios no se ha explicado suficientemente. Aunque ya se sabe, claro, que las explicaciones, ni a los periodistas y ni siquiera a quienes le fueron fieles en esta azarosa coyuntura, no son el punto fuerte de Pedro Sánchez. Así que hoy más que nunca hay que preguntarle: Quo vadis, Pedro?

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