Si no hay sorpresas, la nueva ley catalana del taxi incorporará una novedad: exigir a los profesionales del sector un conocimiento mínimo del catalán (un B1, nivel elemental). Es un requisito modesto, casi simbólico, pero que al mismo tiempo refleja hasta qué punto la lengua del país necesita leyes y normas para garantizar unos derechos lingüísticos que hace solo unas décadas parecían irrenunciables. El texto legislativo prevé que cualquier persona que quiera conducir un taxi en Cataluña tenga que demostrar que puede entender y expresarse mínimamente en catalán para atender a los clientes sin vulnerar sus derechos lingüísticos. Un ‘Bon dia, on vol anar?’ vital.
Pero también frágil. Porque esta victoria de Élite Taxi y Plataforma per la Llengua nos muestra la cara B de una lengua que, a pesar de ser oficial y tener un estatus legal teóricamente garantizado, necesita un mandato explícito para ser reconocida en servicios tan cotidianos como tomar un taxi. Y aún más, que es la sociedad civil quien más batalla para protegerla.
Conseguir pedir en catalán que te lleven a la calle de Còrsega sin tener que deletrear el nombre no es una curiosidad folclórica o un capricho de barretina, responde a una discusión mucho más profunda sobre el futuro del catalán y el asedio constante que recibe desde diversos frentes. El nacionalismo español ha convertido la lengua catalana en el objetivo político y judicial número uno, consciente de que es prácticamente el último bastión que queda en pie de la nación. Y que el catalán es una herramienta cohesionadora y de ascensor social como ninguna otra que debe destruirse para evitar que la disidencia -o el sentimiento de pertenencia a un pueblo- se extienda.
Cada paso adelante en la protección del catalán es impugnado, cuestionado o llevado a los tribunales, ya sea en la enseñanza, en la administración o en los medios de comunicación. Y que sea necesaria una ley para que un taxista no te pida que pongas en el GPS la dirección a la que quieres ir o que no sea capaz ni de decir buenos días es un síntoma de la fragilidad del catalán en su propio territorio. Cuando se vote esta nueva ley se dará un paso adelante, y se tendrá una fotografía más de hasta qué punto la normalidad lingüística es una batalla diaria.