Miércoles por la mañana. Librería Altaïr de Barcelona. La Junta de Òmnium se reúne con la prensa para anunciar el último Premio -el quincuagésimo- de Honor de las Letras Catalanas. El honorado ha sido esta vez el escritor Josep Piera. El año pasado Piera llegó a la ronda final, pero al final el jurado se decantó por la escritora Antònia Vicens. Este año el finalista ha recuperado la tanda y se ha impuesto. Vicens es mallorquina. Piera es valenciano.

No es, ni mucho menos, la primera vez que un valenciano gana el premio de Honor. El 1974 fue Manuel Sanchis Guarner; el 1975, Joan Fuster; el 1978, Vicent Andrés Estellés -que cerraba así la santísima trinidad literaria-; el 1987, Enric Valor; el 2004, Joan Francesc Mira; el 2014, Raimon; el 2017, Isabel-Clara Simó. Con Piera, pues, siete escritores y una escritora del sur de la Sénia. Ocho de cincuenta. Fuster estaría orgulloso. Él solo anhelaba que los valencianos se situaran junto a los otros escritores “catalanes” al mismo nivel. Con la misma consideración. Lo reivindicaba. A menudo, con vehemencia; a veces, amargamente.

Pero este año la entrega incluyó un elemento controvertido. Después de hacerse público el nombre de Josep Piera, nacido a Beniopa (comarca de la Safor), un portador anónimo entró con una paella. El escritor saforenc respondió con ironía y laconismo: “Ah, blanqueta, pero vale. No le han puesto azafrán”. Y con esto, el chasquido. Como siempre, en las redes. Un montón de gente indignada por “la folklorada”. ¿Cómo es que la junta de Òmnium ha caído tan bajo? La paella es “una nota de mal gusto”. «¿Por qué, si tiene que ser así, el año pasado nadie saludó la ganadora del Premio de Honor con sobrasada y ensaimadas?”.

La indignación se extendía como pólvora entre los valencianos, que reprochaban al Òmnium actual haber caído en picado: “Han hecho aquello que ninguno de sus predecesores había perpetrado cuando se trataba de valencianos!”. ¿Es esto? ¿Es exactamente esto? Tan abajo ha caído Òminum, que son capaces de saludar a un premiado valenciano con la típica paella? ¿Había horchata y fartons de postres?

La mayoría de los indignados, no obstante, desconocían que Josep Piera ha hecho bandera, de la paella, en una parte de su obra. Que Piera ha escrito Los arroces de casa (2000) y El libro dorado: la historia de la paella como no se ha contado nunca (2018). El primero, un gran ejercicio de nostalgia sensorial. El segundo, un intento canónico, casi catedralicio. Quizás el título es una concesión al mercado, pero no desmerece el contenido. Josep Piera en esta segunda obra escarbó y encontró datos y documentaciones desconocidas en el entorno de la historia de una herramienta que llegó con la industrialización, a pesar de que algunos la remontan a las cuevas del Parpalló.

La entrada de la paella a la librería Altaïr, pues, no pedía la música festiva y fácil del paso-doble valenciano del maestro Padilla. Era un reconocimiento a alguien que se lo ha trabajado, que ha querido hacer divulgación, que los ha vivido -el plato y sus circunstancias- con pasión y placeres. No se trataba de un gesto idiota promovido por indocumentados o por catalanes displicentes que lo estacan hasta el mango cuando se trata de “valencianets”. No. Era una pequeña fiesta. Un homenaje justo y razonable.

Esto -la paella de Piera-, no obstante, es pura anécdota. Las reacciones a la anécdota constituyen la categoría: la incomprensión y la arrogancia de parte de la sociedad catalana respecto a los otros territorios con los que comparten lengua. Una parte superficial, si se quiere, de esta sociedad, que no solo frivoliza cuando se trata de valencianos, pero, que, en todo caso, no mantiene una actitud madura ante una cuestión que incluso pueden abordar con seriedad y solvencia cuando se reduce a los límites estrictos del Principado. Incomprensión y arrogancia, por un lado. De la otra, una piel excesivamente fina entre una parte de la sociedad valenciana -la más implicada lingüísticamente, culturalmente e incluso nacionalmente con “los catalanes”-, que a menudo cae en el síndrome de Calimero: “Los soberbios catalanes no nos entienden, nos ningunean, no nos quieren”.

El episodio de la paella -la paella blanca- de Josep Piera, delata esta categoría. La incomprensión que perdura entre pueblos que han extremado ignorancias o desconfianzas. En un contexto -el autonómico español- que, paradojas forzadas, los ha acabado alejando más, a raíz de una situación que cierra “comunidades” entre ellas y solo las abre al “acervo común” cuando se trata de la lengua y la cultura castellanas. “Lo que nos une y aquello que nos separa”.

Durante décadas Joan Fuster se constituyó en la conciencia crítica -entre valencianos y, más todavía, catalanes- para romper tanta incomprensión. El premio de Honor de las Letras Catalanas nunca se resignó a aceptar y alargar los tópicos, la situación subalterna derivada de siglos de colonización cultural. Es cierto que fue todavía más allá y, cuando pedía el respeto necesario, lo planteaba entre individuos que no solo comparten lengua y literatura, sino también nación. El fusterianismo -y que el escritor de Sueca me perdone el atrevimiento de considerarlo ideología- no se salió. En la segunda intención, nada. En la primera, poco. Si bien es cierto que la realidad actual -al menos en determinados sectores- no es ni mucho menos la que se había impuesto desde que se agotó el periodo considerado “de Renaixença”.

La paella de Josep Piera es un toque de alerta. Conviene aprovecharlo. Ocho valencianos han ganado el premio de Honor de las Letras Catalanas, pero el gallinero -y la platea!- todavía se alborotan cuando un gesto que pretende ser de reconocimiento y homenaje se considera de desconocimiento y ultraje. Queda mucho de Fuster aún por desgranar. Y en todo caso, desbrozaríamos camino si esta paella blanca también sirviera para que alguien más conozca a Josep Piera y acabe leyendo alguno de sus llibros. Todos, bien de azafrán.

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