La inflación ha sido un lastre sobre las rentas del trabajo catalanas desde la pandemia. La crisis de precios que comenzó en 2021, impulsada por los aún presentes cuellos de botella causados por la covid y por una inestabilidad geopolítica inédita en las últimas décadas -al menos en las principales potencias occidentales- es la protagonista de la pérdida de poder adquisitivo de las mayorías sociales que denuncian tanto sindicatos como organizaciones empresariales en los últimos tiempos, y que tan difícil parece de solucionar de forma coordinada. La respuesta institucional a la situación ha sido más que tradicional: los principales bancos centrales escalaron durante 2022 y 2023 sus tipos de interés en busca de un enfriamiento económico intenso que redujera las presiones de precios. A riesgo de causar una recesión -un riesgo aún presente, especialmente en los países centroeuropeos- el BCE, la Fed, el Banco de Inglaterra y sus homólogos han presionado el botón rojo de la política monetaria como herramienta de control de la espiral inflacionista, una estrategia que la academia heterodoxa lleva tiempo denunciando como poco útil -especialmente en crisis provocadas por la oferta, como ha sido la última, y no por la demanda-. Ahora, un estudio de varios expertos del instituto emisor de Frankfurt encuentra algunos límites a esta política: solo un 33% de los productos que forman parte de la inflación subyacente -la que descuenta los energéticos y alimentarios, los más volátiles del conjunto- son sensibles a las subidas de tipos. Es decir, la capacidad de reducir costos de forma significativa del encarecimiento del dinero se limita a un tercio de los ítems estudiados.
El documento, firmado por las expertas Anastasia Allayioti, Lucyna Górnicka, Sarah Holton y Catalina Martínez Hernández, dibuja líneas muy claras entre el tipo de bienes y servicios de consumo general que ven sus precios reducidos gracias a la política monetaria, y cuáles no lo hacen: según las economistas, «los productos y servicios de naturaleza discrecional -es decir, aquellos menos necesarios, de carácter contingente en los hábitos de compra de los usuarios- son más sensibles a las bajadas de tipos». Es decir, un encarecimiento del crédito como el que ha liderado la presidenta del BCE Christine Lagarde muestra efectos más llamativos sobre el consumo de aquellos productos que no forman parte de las necesidades básicas de un núcleo familiar, con precios ya más elevados. También, por motivos evidentes, afecta el costo del tipo de ítems de la cesta vinculados a préstamos al consumo: coches, alta tecnología o vacaciones y otros viajes largos. La explicación para estos últimos es extremadamente lineal: la falta de crédito hace que el mercado de lujo, o de costos elevados, se ralentice sustancialmente, lo que obliga a los oferentes a reducir sus costos para reactivarlo. Estos dos tipos de productos, lamentan las autoras, «son más comunes en las cestas de la compra de hogares de mayor poder adquisitivo», aquellos que ya tienen garantizadas necesidades más básicas.
Así, productos como la ropa de alta gama, los vehículos de motor o las tecnologías de consumo están entre la corta lista de productos -de entre los más de 70 grupos que Eurostat estudia para sus datos de precios- que muestran claros efectos deflacionistas como resultado de las subidas de tipos de interés. El 33% que sí se abarata cuando el crédito es más caro parece, según los datos recogidos por las economistas, sesgado hacia los ciudadanos con mayor poder adquisitivo. Bajo la categoría de «bienes altamente sensibles» a la política monetaria, también se incluye el transporte aéreo de pasajeros, así como los cruceros y otros viajes marítimos; los paquetes vacacionales o la joyería y los relojes de lujo. Otro pequeño grupo de productos son «moderadamente sensibles»; es decir, ven sus precios reducidos a un ritmo más bajo, pero aún significativo, cuando el dinero es más costoso. El salto de accesibilidad es claro: en este segundo grupo se incluye el acceso a la cultura, el transporte ferroviario y por carretera, los bienes deportivos o los utensilios del hogar. Finalmente, aquellos bienes más necesarios están bajo el título de «no sensibles». El documento, por tanto, lista los ítems no alimentarios de primera necesidad entre los que no ven reducido su precio cuando los tipos suben: los servicios médicos privados, la educación, los productos farmacéuticos, los libros o las herramientas para la reparación del hogar son ejemplos típicos de los puntos que aparecen en esta última lista. También lo hacen las telecomunicaciones, los seguros o los servicios financieros; o versiones más baratas de mercados muy sensibles, como las bicicletas o la ropa de baja gama.
De esta manera, según el documento, la política monetaria parece una necesidad a la hora de controlar unos mercados desbordados, si bien los efectos parecen notarse más en los bolsillos de las familias con mayor poder adquisitivo. No tanto por una dedicación política concreta como por un efecto matemático: el precio del dinero, el costo agregado de solicitar un crédito, es un factor a tener en cuenta al hacer un gasto discrecional, no vinculado a cubrir una necesidad inmediata. Ahora bien, los medicamentos, la ropa básica o el acceso a la educación no tienen estos vínculos: los ciudadanos deben pagarlos de todos modos. Así, enfriar el mercado, aunque pueda ser un camino inevitable cuando este acelera demasiado, puede ser un arma de doble filo: un lastre para las rentas más bajas y un regalo disfrazado para las más altas.

¿Ha funcionado el último ciclo de tipos?
Según las expertas detrás de este artículo, a pesar de las limitaciones que encuentran en los efectos de la política monetaria sobre los productos de primera necesidad, el tiempo ha demostrado que la estrategia de los bancos centrales durante los meses posteriores a la crisis inflacionista era la correcta: la inflación en la mayoría de países occidentales se encuentra bajo razonable control, incluso por debajo del límite del 2% que marca el éxito de los emisores -es el caso italiano, por ejemplo, que ya baja del 1%; o el francés, que ronda el 1,5%-. Un factor clave para entender la buena respuesta por parte de la cesta de precios a las palancas monetarias es la coordinación: dado que la espiral de 2021 fue un fenómeno global, sin fronteras claras, la mayoría de bancos centrales occidentales decidieron aplicar intensas subidas de tipos de interés para controlarla. Para las autoras, «una política alineada globalmente podría haber amplificado el impacto sobre la inflación de estas políticas».
Las estimaciones de las economistas, por tanto, apuntan que la disfunción que los mercados estiman en el corto plazo puede volverse problemática. Frankfurt y Washington, según las lecturas que hace el mundo inversor, podrían desacoplar a partir de 2025 sus decisiones: mientras que el BCE continuará el camino de la flexibilidad, las condiciones económicas que podría generar la política comercial del presidente electo Donald Trump apuntan a una frenada por parte de la Fed -si no nuevos aumentos de tipos, en caso de que el IPC estadounidense vuelva a dispararse-. Queda por ver, por tanto, cuál es el efecto del programa cuando no entra en vigor en todas partes al mismo tiempo.
Atención con la comida
El carácter volátil del sector alimentario lo expulsa a menudo de los cálculos de los principales bancos centrales. La cifra más relevante para las previsiones inflacionistas del regulador, la inflación subyacente, descuenta los movimientos de la cesta de la comida, precisamente porque sus usuales sacudidas no dejan ver las tendencias más estables, que marcan el camino a un futuro más lejano. Ahora bien, varios expertos apuntan que esta lectura podría estar equivocada. Un estudio del Banco de Inglaterra firmado por los economistas Nikoleta Anesti, Vania Esady y Matthew Naylor apunta claramente en este sentido: los datos del texto demuestran -mediante la combinación de entrevistas individuales y datos macroeconómicos agregados- que el precio de la comida es el que más pesa sobre las previsiones de inflación de los consumidores generales. Es decir, los shocks producidos por el sector alimentario delimitan las previsiones de gasto de las mayorías sociales.
Así, la mayoría de compradores tomará decisiones de consumo de acuerdo más con las etiquetas del supermercado que con los movimientos tectónicos del sistema de apreciación. Y lo hará, además, durante más tiempo: «la respuesta a los precios alimentarios no es solo más fuerte, sino también más persistente en el tiempo», aseguran los expertos, hecho que sugiere que los bancos centrales deberían replantearse parte de su sistema de prioridades. Según los autores, «los reguladores monetarios deberían estar más atentos a los precios alimentarios» al tomar sus decisiones de gobernanza; «y no mirar solo la subyacente». «Descartar la comida podría llevar a infravalorar la persistencia de las expectativas de inflación y, en consecuencia, la inflación misma», concluyen.