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El acuerdo comercial UE-Chile: una nueva traición europea al campesinado

El ministro de Agricultura del Estado español, Luis Planas, quiere que los exportadores alimentarios de fuera de la UE se miren al espejo. El actual titular del departamento de Moncloa encargado de la alimentación es, como mínimo en sus discursos públicos, un firme defensor de una competencia internacional en igualdad de condiciones. En sus reuniones con el campesinado -ya encendido incluso antes de las protestas comenzadas a principios de febrero- Planas reivindicaba las conocidas, de hecho, como cláusulas espejo para los tratados comerciales. Las adendas legislativas que el ministro prometía a las organizaciones del campo español tendrían que servir, según el ministerio, para garantizar que los alimentos cultivados afuera de la Unión que llegan a sus mercados lo hagan con la misma calidad sanitaria y ambiental. Por el cuidado de los consumidores; pero también para evitar el dumping de precios que denuncian los productores locales: si un tercer país no tiene que implementar inversiones en fitosanitarios más avanzados, o al hacer sus cosechas más sostenibles, puede vender más barato, y su producto arrastra toda la cadena de valor a la baja. El compromiso era firme, y así lo demuestra el primer tratado comercial que Bruselas ratificará en años: un acuerdo con Chile -que el Parlamento Europeo votará la próxima semana- que retira cerca del 100% de los aranceles de los productos europeos al país andino, y hace lo mismo con más de un 65% de las ventas chilenas a Europa. El tratado, según los documentos oficiales de la Comisión, «cubre el clima, el medio ambiente, la biodiversidad, la energía, los océanos (…) y los sistemas alimentarios sostenibles». Solo a primera vista, pero, los campesinos catalanes han encontrado la trampa: «El cumplimiento de las cláusulas no es obligatorio, en ningún caso la UE puede sancionar el otro país», lamenta, en declaraciones en este diario, el secretario de organización de Unió de Pagesos Carles Vicente.

El acuerdo, justo es decir, es marcadamente progresista si se compara con anteriores instancias, especialmente en términos de sostenibilidad ambiental y sanitaria. Como explica en este diario el profesor de la UPF Joan Miró, a pesar de que no son vinculantes, la sola existencia de cláusulas que mencionen la seguridad alimentaria o ecológica «es mucho más de lo que históricamente se suele encontrar en los tratados comerciales de la UE». Ahora bien, el campesinado exige a las instituciones un paso más: acuerdos que obliguen los productores a cumplir no solo con los estándares de la Organización Mundial del Comercio -que atan a todos los exportadores-; sino los mucho más garantistas que impone Bruselas. En este sentido, las organizaciones campesinas exigirán los grupos parlamentarios del Eurocámara que voten en contra de una resolución que ya ha sido aprobada por los 27 -bajo la presidencia de turno española de la UE, de hecho-, pero que todavía tiene que pasar por el legislativo comunitario. «Nos encontramos con la entrada de productos de fuera a precios bajos, y dejan los productos nacionales en inferioridad de condiciones. Es claramente un problema», diagnostica el profesor de Economía de la UOC Joaquim Clarà.

Solo la inclusión, incluso no vinculante, de estas consideraciones en todo un tratado comercial como el chileno -uno de los grandes exportadores latinoamericanos hacia el Estado, como recuerda Clarà- supone una pequeña victoria para el campesinado. La inclusión de regulaciones rígidas en un acuerdo transnacional es difícil, apunta Miró, en cuanto que «en ningún estado le gusta este nivel de entrismo en su soberanía». «Todo es negociarlo, pero sería una concesión muy grande por parte del gobierno local», prosigue el profesor de la UPF, que recuerda que la posición relativa de la UE en el comercio mundial es ahora menor que no en las décadas pasadas y, por lo tanto, «antes podía pedir unas cosas, ahora otras». Las dificultades administrativas, pero, son ajenas a los campesinos. Desde la Unión, de hecho, afean la actitud de la CE, y reprochan que promocione el pacto con Chile como una suerte de punto de inflexión para el sector alimentario. «Que no hagan pasar gato por liebre cuando las cosas que dicen no son ciertas», remacha Vicente. Los campesinos llegan más lejos, sentenciando que «este tratado no puede ser la puerta para los que vengan, porque continuarán haciendo lo mismo». «No garantiza nada y no tiene que ser ejemplo por nada», profundiza el secretario.

Más allá de la tinta sobre el papel, justo es decir, implementar normativas de este talante sería extremadamente complejo. En primer lugar, como argumenta Miró, «cuando un producto pasa la frontera, es muy difícil fiscalizar como se ha producido». Es decir, la dedicación de recursos para vigilar que un productor chileno -o de cualquier otro mercado exterior- cumpla normativas europeas sería gigantesca. Y los respectivos estados, justo es decir, a menudo no cuentan, principalmente porque no hacen falta inversiones para garantizar el cumplimiento de normas que no son suyas. Cómo recordaba Clarà, de hecho, la Agenda 2030 va en este sentido: no solo haría falta una unidad legislativa que controle los alimentos por los mismos estándares por todas partes; sino también dotar todas las administraciones de herramientas para asegurar el cumplimiento de la ley.

Imágenes de tractores cerrando la segunda entrada de Mercabarna en la protesta del martes, 13 de febrero del 2024 / Júlia Catarineu
Imágenes de tractores cerrando la segunda entrada de Mercabarna en la protesta del martes, 13 de febrero del 2024 / Júlia Catarineu

Globalización de la agricultura

Si bien las fuentes consultadas se muestran críticas con la situación del campesinado a Europa, las previsiones para los próximos años no son muy halagüeñas. «El sector agrícola se está globalizando; y está muy claro que acuerdos como este no benefician los sectores locales», analiza Clarà; apuntando que «vayamos hacia una situación con países claramente productores y países claramente consumidores» -en clara división internacional del trabajo norte-sur-. Es cierto que, ante las tendencias globalizadoras y las tensiones geopolíticas que parece que marcarán la presente década, Europa está estableciendo sus barricadas. «Se ha construido un arsenal de instrumentos importantes, pensando en la competencia china y norteamericana», describe Miró, que reconoce que hay una tendencia hacia el «proteccionismo, en algunas cosas». El sector agrario, pero, no parece serlo, y otros intereses industriales comunitarios se imponen por encima de los del campo.

La balanza exportadora de Chile así lo indica. El país latinoamericano es un vendedor de primeras materias: en primer lugar, según la OMC, de minerales, como por ejemplo el cobre y los al·lògens, claves para la soberanía tecnológica europea. En segundo, pero, aparece la alimentación: según la organización sin ánimo de lucro estadounidense Food Export, la economía chilena destaca en la venta internacional de varias ramas de la alimentación -entre las que constan dos que afectan especialmente Cataluña: el cerdo y la fruta fresca-. Así, el mercado chileno facilita los productos que también quiere promocionar el campo local; mientras que compra derivados industriales, especialmente en el sector del automóvil. No va, de hecho, el único país europeo que consta entre los principales socios comerciales de Santiago es Alemania. Y en Berlín, constata Miró, «gusta poco todo el que sea proteccionismo, porque quiere importar». Vicente hace una lectura similar: los miembros de la Unión con menos intereses agrarios y posiciones industriales más avances se han impuesto. «Hay una apertura grande en muchos ámbitos; hay el interés de países europeos, no tan agrarios, que ya los va bien un tratado muy aperturista».

Los intereses son diferenciados, porque los mercados son diferentes. Mientras que los países mediterráneos «viven de la demanda interna» -y, por lo tanto, buscan fronteras comerciales más sólidas-; el norte busca exportar, mientras que el este valora por encima de todo la inversión extranjera, hecho que los añade en el tren del aperturismo. También la estructura del campo explica las diferencias. Tal como recuerda Clarà, de hecho, no todos los productores del Estado sufrirán materialmente si se aprueba el acuerdo comercial. «El daño lo notarán los pequeños productores; ahora, para las grandes empresas agrícolas puede suponer un fuerte impulso exportador»; en cuanto que la retirada de Aranceles es masiva. «Vamos hacia una globalización mucho disparella», reitera el profesor de la UOC: una gran industria anchamente beneficiada por el comercio global, a coste de una pequeña producción lastrada por las decisiones de los grandes mercados. «Es la lógica de todo tratado comercial -reconoce Miró-, hay sectores que ganan y sectores que pierden». El rol de las administraciones, pues, es asistir a los perdedores con «mecanismos compensatorios» que faciliten el hecho de «navegar la vez». El experto pone el ejemplo de los Estados Unidos, donde los efectos perniciosos del comercio global sobre el campesinado se palian con «fondo de reconversión y financiación de programas de políticas activas de formación». Es decir, no tanto salvar toda la agricultura y la ganadería como asistir al salto de los trabajadores hacia sectores que cuenten entre los ganadores de la globalización.

Los representantes de Unión de Campesinos, con el coordinador nacional Joan Caball al frente, en una reunión con el secretario general del ministerio de Agricultura / Unión de Campesinos
Los representantes de Unión de Campesinos, con el coordinador nacional Joan Caball al frente, en una reunión con el secretario general del ministerio de Agricultura / Unión de Campesinos

Futuro «poco halagüeño» para el campo

Con todo, las voces expertas ven posibilidades exiguas de solución del conflicto a favor del campesinado. Si bien tanto Miró como Clarà reconocen que el campo español, así como el francés -dos ejemplos de sectores «políticamente significativos»- han conseguido gestos por parte de las administraciones comunitarias, los intereses contrarios son demasiado potentes. El profesor de la UOC, de acuerdo con el que votará el Eurocámara la próxima semana, no ve cláusulas espejo en el futuro. Y en el futuro inmediato hay, de hecho, un acuerdo mucho más grande: el del Mercosur, que ya hace décadas que se negocia con las resistencias especialmente de Francia y sus aliados. El elisi, apunta Miró, «hace años que intenta evitar el tratado» con las potencias latinoamericanas, y los socios «empiezan a estar un poco cansados». Si los efectos de una apertura comercial con Chile, «que son 20 millones de habitantes», ya serán profundos sobre el campesinado local; no hay que aventurarse mucho para pensar que los de la asociación comercial de potencias de la América Latina, «que son 200 millones», serán exponencialmente más profundos.

Desde las entidades campesinas, pero, apuestan para mantener la presión en el campo y la calle. Este mismo fin de semana, desde Unión de Campesinos se han enviado misivas a la representación política en Bruselas para exigir el voto negativo al tratado con Chile; mientras que, se compromete Vicente, «continuarán las movilizaciones». Sin ir más lejos, y en protesta contra este acuerdo específico, el principal sindicato del campo catalán ya ha convocado concentraciones a la frontera con Francia para el próximo martes. El secretario, lejos del pesimismo de los análisis expertos, asegura que las manifestaciones y tractorades ya han conseguido concesiones por parte de los varios gobiernos. En la salida de una reunión con el secretario general del ministerio de Agricultura Fernando Miranda, Vicente explica a Mundo Economía un cambio de actitud sustancial. A finales de enero, recuerda, «me reuní con los mismos, y no tuvo nada a ver». «El ruido se ha hecho, y se están escuchando las cosas. Ahora hay que presionar porque Europa se meta más», concluye.

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