El 2024 parecía haber consolidado el cambio de modelo turístico que proclamaba el mundo hotelero catalán. A pesar de que no se volvió a romper el techo de viajeros, la capital del país recibió a más de 15,5 millones de personas, y rozó un umbral simbólico relevante: el de los 100 euros en gasto por visitante y día. Menos visitantes, pero más valor económico generado; el sueño del sector, que busca ajustar sus rentabilidades a los límites físicos y sociales de la ciudad. El camino, sin embargo, es más tortuoso de lo que indicaban las primeras cifras: en el primer semestre de este año, ha aparecido un agujero en la lógica de la industria. Según el último informe Situación Cataluña de BBVA, el gasto de los visitantes extranjeros creció a un ritmo mucho más moderado que en los años anteriores. De hecho, Barcelona es el territorio donde más se ha enfriado el consumo directo de los foráneos: acostumbrados a aumentos del 20% año tras año una vez recuperados de la pandemia, entre enero y junio de 2025 el aumento se ha quedado en un escaso 5%. «Esto apunta a una contribución menos intensa del turismo al crecimiento del PIB» tanto en la capital como en el conjunto del Principado.
Una variable complementaria, la de pernoctaciones de viajeros extranjeros, ya ha tomado el camino contrario: lejos de crecer a los ritmos usuales, pierde cerca de 2,5 puntos en comparación con el mismo período del año anterior. En el conjunto del año, según datos del INE, todavía se detecta un aumento de la contribución económica de los turistas extranjeros, pero es limitado, de un 0,2% interanual. Y, de hecho, entre enero y mayo se detectaron descensos sustanciales, de entre el 3,8 y el 7,1%. En paralelo, Barcelona ha visto que algunos de los factores de su crecimiento económico se han enfriado en comparación con los de otras capitales catalanas: la región metropolitana es «menos dinámica» a la hora de crear nuevos puestos de trabajo, apuntan en BBVA, que el resto de zonas urbanas del Principado. Expertos consultados por Món Economia identifican diversas variables coyunturales que pueden explicar este fenómeno; pero también un mal estructural que sufren los territorios que dependen del turismo como lo hace Barcelona -supone aún un 14% del PIB local-: «hay unos rendimientos decrecientes en el turismo, y unos costos sociales que el sector no internaliza«, diagnostica el economista Oriol de Marcos.
Es decir, hay una serie de recursos -desde el capital inversor al suelo urbanizable; pero también la mano de obra o los locales comerciales disponibles- que, si se dedican al turismo, no impulsan otras ramas de la economía. Otras ramas que, como apunta la experta y miembro del colectivo de economistas Espai Zero Vuit, Marta Ribera, aportan más en términos relativos a la economía de la ciudad y el país. «En 2019, antes de la pandemia, el turismo representaba el 14,6% del PIB del país, pero solo el 11% del valor añadido bruto», recuerda Ribera; una dislocación que revela que la economía del visitante genera un valor menor al país que, por ejemplo, las manufacturas: en el mismo período, la industria no llegaba al 16% del PIB, pero superaba el 17% del VAB. Y esto, a ojos de la economista, comienza a notarse en las demandas sociales y el sentido de las políticas públicas: «Hay conciencia desde diversos sectores de que es necesario reducir la dependencia del turismo, porque ha llegado a unos niveles económicos en los cuales ya no se puede aumentar el rendimiento». De hecho, un reciente estudio elaborado por el economista y exsecretario de Economía durante el Gobierno de Pere Aragonès, Miquel Puig, defiende que el peso del turismo sobre la economía catalana debería retroceder hasta el 7% en 2030 para alcanzar los objetivos de reindustrialización. En términos de aportación económica, el documento es claro: la productividad del secundario prácticamente multiplica por cinco la del turismo -3% de las manufacturas por 0,62% de los servicios al visitante-. «Es posible un peso de la industria del 25% del PIB, pero no es verosímil estar a la vez muy especializados en turismo», argumenta.

La fuerza centrípeta del turismo como inversión, a juicio de De Marcos, genera un problema social esencial. Según el economista, se trata de una industria «parcialmente desconectada» del conjunto del tejido económico de la ciudad. «Si viene un inversor industrial extranjero, y trae una tecnología de fuera que aquí no tenemos, transmite conocimiento y capital al país. Esto con el turismo no ocurre: es una inversión estéril», lamenta. Es decir, el capital que ve rentabilidad en el sector turístico barcelonés aterriza en forma de compra de edificios o de «locales para montar restaurantes de brunch o empanadas argentinas», ironiza el economista; inversiones que no crean valor para el conjunto de la sociedad más allá de las ganancias que generan al empresario en cuestión. «Si hubiera una mayor integración social, todavía habría problemas, pero veríamos el sector con mejores ojos», sostiene. Esta lejanía con las economías de los ciudadanos justifica parte de las críticas que recibe el sector, a juicio del economista: «la pandemia demostró que no se pagaba un gran precio por perder el turismo, como sí ocurría en otros casos, como la industria manufacturera o la alimentaria».
El peligro del «turismo de valor añadido»
De nuevo, el argumento del sector turístico para defender la viabilidad a largo plazo es el de la nueva base social del sector: con menos visitantes de mayor poder adquisitivo, se harían mejores aportaciones a la economía a cambio de menos recursos y una menor congestión de la ciudad. Para Ribera, hay una trampa en este razonamiento, que recoge el reciente informe de Situación Económica de la Cámara de Comercio de Barcelona: «cuando hablamos de traer visitantes con más capacidad de gasto, de desestacionalizar el turismo, no hablamos de reducir la gente que traes y repartirla durante el año: realmente, hablamos de aumentar donde todavía hay márgenes». Según el documento de la corporación económica, la consecuencia de este nuevo modelo turístico es, de hecho, aumentar la actividad durante la temporada baja sin tocar la de la temporada alta.
Durante los meses del verano, detectan los expertos de la Cámara, «el grado de ocupación de las plazas hoteleras está estabilizado en máximos»; pero fuera de los tradicionales meses turísticos «continúa aumentando el grado de ocupación». Esto demuestra, como ratifica la economista, que «la desestacionalización es una nueva vía de crecimiento», y no una herramienta para redistribuir el turismo de forma más sostenible. «Convertirán una dependencia puntual durante el verano en una total, durante todo el año», critica. Esta tendencia, además, niega el carácter coyuntural de la caída en las aportaciones totales del sector, en tanto que la afluencia se mantiene, pero no así el gasto.
Intensivos en camareros
La desconexión que leía De Marcos en la actividad turística también pesa sobre el factor trabajo. Otras ramas de la economía -la manufactura, pero también los servicios profesionales- ofrecen mejores perspectivas laborales a los trabajadores que buscan atraer. Los servicios al visitante, sin embargo, mantienen una «preponderancia muy elevada de contratos en malas condiciones». Ribera es aún más contundente, y argumenta que toda la industria se sostiene, sin remedio, sobre la «precarización de la mano de obra». «Barcelona ha crecido turísticamente a través de precarizar, y no hay manera de hacer que las empresas sean más productivas, porque al final el trabajo es el que es», sentencia.

Una dependencia elevada de este tipo de empresas, pues, limita la capacidad de gasto de los ciudadanos, en un momento en el que, como apuntan tanto BBVA como la Cámara, el consumo interno es especialmente importante para mantener la salud económica del país. En este sentido, De Marcos argumenta que una medida como un salario mínimo interprofesional catalán, más elevado que el del resto del Estado, podría ayudar a paliar los efectos perniciosos del turismo e incluso a transitar hacia un modelo de mayor valor añadido. «Un SMI bien pensado ayudaría. No es una medida suficiente, pero sí sería útil para evitar este fenómeno que algunos llaman dumping social», defiende.
Un cambio de ritmo
Menos consenso hay en torno al camino a seguir para limitar el peso del turismo a favor de otros sectores más valiosos para el entorno social. A juicio de De Marcos, parte del problema radica en que no se han incentivado las inversiones en la industria o la innovación. «Montar una fábrica implica muchos quebraderos de cabeza. Para cambiar el modelo, necesitamos la vieja cantinela: menos regulación y menos impuestos», aduce. Es decir, unas condiciones más favorables para que el capital prefiera dedicarse a la manufactura, la innovación o la tecnología, y no a la industria hotelera. Habría que añadir a esta alfombra roja a los inversores una regulación laboral más exigente; una que la economía productiva -más valiosa- esté en disposición de cumplir, pero que erosione aquellas actividades más precarias. Por su parte, Ribera ve esencial ayudar a que se activen aquellas ramas de la economía que cubren directamente las necesidades de la ciudadanía. «Industrias de la salud, de los cuidados, la industria alimentaria», enumera.
En paralelo, ambos expertos reivindican fórmulas para gravar la actividad turística y, de esta manera, obligar a las empresas a que internalicen las externalidades sociales y económicas que generan -es decir, que aporten al erario público por todas aquellas brechas que crean en la economía-. A juicio de De Marcos, se ha «infravalorado la utilidad de la tasa turística» como palanca de freno para el crecimiento del sector. «No es complicado: si quieres menos de algo, tienes que subir el precio», sostiene. Ribera es más crítica con la medida, y especialmente con cómo esta se está aplicando en Barcelona y en Cataluña. La recaudación del impuesto, reivindica, debería ir «orientada a paliar los efectos del turismo, como la escasez hídrica; o a fomentar programas de transición energética». Al contrario, la Generalitat anunció el pasado jueves que aportaría 30 millones al torneo de golf Ryder Cup, que se celebrará en 2031 en Caldes de Malavella, íntegramente provenientes de la tasa. «Al final están sirviendo para promocionar la misma industria turística», remata.