La crisis del Silicon Valley Bank, en los Estados Unidos, y la de Credit Suisse, en Europa, ha vuelto a abrir un debate -como pasa con la mayoría de los debates- que a menudo y de manera recurrente solo se ha cerrado con retórica y medidas realmente muy poco efectivas. Las imprudencias que han llevado estas dos entidades -de características muy diferentes- a la intervención de los gobiernos han insinuado un momento de pánico que solo la acción decidida de las administraciones ha salvado esta vez. Los efectos de la quiebra de Lehman Brothers todavía colean en la memoria del sistema financiero internacional.
A diferencia del que hipotéticamente habría pasado si en lugar de Joe Biden el presidente de los Estados Unidos hubiera sido Donald Trump, el sector bancario de los Estados Unidos habría superado esta última prueba con una efectividad constatable. Al menos, por ahora. Biden se apresuró a proclamar que los directivos responsables de la quiebra del Silicon Valley serán tratados con “la máxima dureza” -una circunstancia que, por cierto, no se dio en España cuando se hundió el sistema de cajas de ahorro-, que la administración no podrá salvar los inversores de la entidad, pero sí los impositores, a través de la Corporación Federal de Seguro de Depósitos, y que su gobierno revisará y endurecerá la regulación en que se enmarca el sector.
Para la cultura de los Estados Unidos las decisiones que ha tomado el presidente Biden pueden ser consideradas una intromisión excesiva. Pero es esta intromisión la que puede salvar del pánico, no solo el sistema bancario norteamericano, sino también el internacional. Y todavía más en un momento en que, como consecuencia de todos los factores sociales, políticos y económicos que se han ido encadenando desde el estallido de la covid y a raíz de la guerra de Ucrania, los observadores llevan meses anunciando una crisis «devastadora».
Para constatar el acierto de las declaraciones y las decisiones del presidente de los Estados Unidos, solo hay que dar un vistazo a la reacción de los inversores internacionales. Los vaivenes que se han encadenado a raíz de la quiebra de Credit Suisse ilustran la volubilidad -la ligereza- de estos agentes. Cuando se supo la situación de la entidad sus valores se desplomaron, pero remontaron rápidamente al día siguiente con la decisión de intervención del gobierno suizo. Si todavía alguien espera cierta prudencia entre los inversores -ni que sea para evitar males mucho más acusados-, se equivoca.
La quiebra de Credit Suisse no es competencia de los responsables de la regulación bancaria en la Unión Europea. Aunque esto no les ahorró los efectos perversos. Las prevenciones del Banco Central Europeo por ahora han sido prudentes y efectivas. Esto es una bendición para el sistema español, en manos de unos gobernantes absolutamente irresponsables, que no han prevenido los grandes errores del sector bancario -sobre todo, en manos públicas-, que no han sabido castigar los excesos de sus directivos, como ha anunciado ahora el presidente Biden, y que han condenado la sociedad a enjugar con sus impuestos unas pérdidas millonarias. La regulación de las autoridades políticas y monetarias españolas, sin el filtro europeo, ha demostrado históricamente ser arbitraria y clientelista. Un auténtico despropósito.