No es ningún secreto que Europa tiene el objetivo estratégico de liderar el esfuerzo global hacia la descarbonización. Bajo este paraguas se sitúan decenas de iniciativas concretas, desde la prohibición de vender coches de combustión de aquí poco más de una década hasta el mercado de pago por emisiones de CO₂ industriales, pasando por las duras regulaciones de eficiencia energética a nuevas promociones urbanísticas o a los productos que se vienen al continente, particularmente de electrónica. Este liderazgo ya muestra frutos a nuestro presente: la mayoría de industrias europeas tienen mejores cifras de circularidad, eficiencia y emisiones que los competidores otras geografías, mientras que la penetración del vehículo eléctrico a muchos países de Europa se encuentra entre las más elevadas del mundo, así como el grado de independencia de combustibles fósiles para la generación eléctrica y climatización.
El dilema actual tiene que ver con el coste a pagar por este liderazgo. La velocidad a la cual ha incrementado el grado de exigencia ambiental a las industrias locales no ha sido acompañado de medidas de equilibrio aplicables a las importaciones, lo cual ha implicado externalizar de facto la producción de determinados productos que antes se fabricaban a Europa hacia otras geografías donde el grado de respeto ambiental es todavía inferior. Algunos sectores productivos, como la inyección de plástico o la industria de la moda, han abandonado el continente casi por completo sin que esta deslocalización se haya reflejado en un cambio en los hábitos de consumo de los europeos, con lo cual tan solo se han trasladado los puestos de trabajo y las externalidades negativas hacia otra región.
Por otro lado, más recientemente hemos constatado como la estrategia energética desordenada y errática ha desembocado en un grave choque inflacionario porque no dispone de una política madura de contingencia ante problemas geopolíticos en Rusia.
¿Cómo afrontamos la próxima década? Si la Unión Europea opta para recompensar el sobreesfuerzo de las empresas y ciudadanos locales protegiendo la potencial competencia desleal otras regiones con una menor sensibilidad ambiental, como pretenden hacer mecanismos como el arancel de carbono a frontera para las importaciones, el riesgo es de avanzar hacia un pseudo-proteccionario: las economías que mantienen relaciones comerciales con Europa probablemente impondrán aranceles como respuesta, lo cual nos llevará hacia una UE más cerrada y tendiendo a la irrelevancia en el tablero global. El miedo que los mecanismos de compensación en frontera, ideados para proteger el tejido productivo propio que soporta la fiscalidad verde, sean vistos como un arancel encubierto y se responda con nuevas restricciones de importación de productos europeos a otros lugares también está frenando el despliegue de los mencionados mecanismos de compensación, dejando a las industrias europeas al precipicio de la baja competitividad.
Por el contrario, si la estrategia es la de mantener una visión amplia sobre el libre comercio a pesar de los desajustes en la velocidad de descarbonización, el agravio comparativo en costes internos – con fiscalidad verde y elevadas exigencias ambientales – respecto a los costes otras regiones – sin fiscalidad verde y con regulación ambiental laxa – será insoportable para el tejido productivo. La disyuntiva no tiene fácil solución.
En definitiva, la paradoja europea es que, disfrutando de la victoria moral de la ambición más grande en la lucha contra la crisis climática, el precio a pagar sea una pérdida de tejido productivo difícil de digerir. Es prioritario revisar el sistema de incentivos para garantizar que esta victoria moral no implique una renuncia en el estado del bienestar ni una transferencia de riqueza hacia otras geografías menos avanzadas en sostenibilidad, de lo contrario será un esfuerzo inútil. Solo ganamos todos si conseguimos que todas las economías mundiales reduzcan las externalidades negativas – hay un solo planeta, el mismo para todos. Tendría que ser prioritario acompasar la velocidad de descarbonización entre las diversas grandes potencias mundiales, por lo cual los foros como la cumbre anual de Davos, el G7 o los grandes acuerdos climáticos tendrían que tomar un mayor protagonismo más allá de la actual dinámica de brindis al sol. De lo contrario, el precio del hecho que Europa lidere el camino hacia la neutralidad en carbono consistirá a asumir grandes costes sociales y económicos desproporcionados con relación en las otras regiones que beberán de nuestra experiencia; en otras palabras, habremos actuado de conejitos de indias para el resto del mundo.