Barcelona y el mar. Hoy parece una relación inseparable, casi obvia, como si la ciudad hubiera nacido siempre con kilómetros de arena abiertos al paseo, a las familias, al turismo y a los bañistas. Pero esta postal mediterránea es, en realidad, fruto de una transformación reciente. Hasta los años noventa, el litoral barcelonés era otro mundo: ocupado por vías de tren, chabolas, fábricas y edificios que rompían cualquier sueño de baño urbano.
Con los Juegos Olímpicos de 1992 como gran excusa, Barcelona se abrió al mar. Ganó arena, ganó modernidad, ganó imagen internacional. Pero, en este proceso, también perdió rincones cargados de vida, de identidad y de memoria colectiva. Tres de estos espacios —los Banys Orientals, las chabolas del Somorrostro y el Ramal de Marina— desaparecieron para siempre bajo la presión urbanística y olímpica.
Este es el relato de tres desapariciones que explican, mejor que cualquier libro de historia, cómo una ciudad puede reinventarse… y al mismo tiempo borrar partes de su pasado.
Els Banys Orientals: un símbolo de libertad y modernidad
Eran elegantes, majestuosos y casi exóticos para la Barcelona de finales del siglo XIX. Los Banys Orientals, inaugurados en 1872, se convirtieron rápidamente en un referente del ocio barcelonés. Inspirados en la arquitectura árabe, con sus formas geométricas y un aire misterioso, este balneario era mucho más que un lugar donde bañarse: era un símbolo de modernidad y progreso en una ciudad que empezaba a crecer sin parar.
Durante décadas, los Banys Orientals fueron el espacio por excelencia del veraneo urbano. Acudían familias, aristócratas y clases populares que querían sentirse parte de aquella Barcelona que miraba al futuro. Pero había un detalle que hacía de este lugar algo aún más especial: durante la dictadura franquista, se convirtió en un espacio reservado exclusivamente a mujeres.
Para muchas barcelonesas, los Banys Orientals eran un refugio. Un rincón donde poder disfrutar del mar con libertad, sin las miradas de censura de una sociedad que limitaba la expresión femenina. Allí, el agua y la arena se convertían en sinónimo de resistencia silenciosa.
El final, sin embargo, llegó el 22 de noviembre de 1990, cuando las excavadoras derribaron el balneario para dar paso a la gran transformación del litoral. La estructura cayó ante la indiferencia de unos y la nostalgia de otros. Hoy, casi nadie recuerda que, en ese mismo tramo de la Barceloneta, se alzó uno de los balnearios más famosos del Mediterráneo.
El Somorrostro: del chabolismo a la memoria
Hoy, cuando caminas por la playa del Somorrostro, todo parece diseñado para el disfrute: chiringuitos modernos, surfistas deslizándose sobre las olas, familias tendidas en la arena. Pero hace solo unas décadas, este mismo espacio era otro mundo.
El Somorrostro fue uno de los barrios de chabolas más grandes y densos de la ciudad. Entre los años 40 y 60, se calcula que vivieron allí más de 10.000 personas. Familias enteras levantaban sus casas de madera y chapa sobre la arena, en condiciones precarias y a menudo insalubres. A pesar de todo, el Somorrostro fue un barrio con vida propia, con su cultura, su comunidad y sus historias.
De allí salió, por ejemplo, la legendaria Carmen Amaya, que llevó el flamenco y el nombre del Somorrostro por todo el mundo. Aquel barrio, a pesar de la pobreza, fue también una cuna de talento y resistencia.
Pero el chabolismo era visto como una mancha para la Barcelona que quería mostrarse al mundo. A partir de 1964 comenzaron los primeros desalojos, y con la llegada de los Juegos Olímpicos, el proceso se aceleró. A finales de los años 80 y principios de los 90, el Somorrostro ya había desaparecido bajo la arena que hoy pisamos.
Como gesto simbólico, el Ayuntamiento recuperó el nombre de playa del Somorrostro en 2010. Pero la verdad es que, bajo los pies de los bañistas, se oculta aún la memoria de un barrio olvidado, invisible en las postales turísticas.
El Ramal de Marina: la ciudad rota por el tren
Hay una generación de barceloneses que todavía recuerda cómo las vías de tren cortaban literalmente el paso hacia el mar. El Ramal de Marina, que unía la línea Barcelona–Mataró con la estación de Francia, era una barrera metálica que separaba la ciudad de su litoral.
El ruido de los trenes era constante. Las vías, llenas de óxido y polvo, se convertían en un símbolo de una Barcelona industrial que vivía de espaldas al mar. Para los vecinos de la Barceloneta y el Poblenou, el tren era más una condena que un servicio: les robaba el paisaje y les condenaba a vivir detrás de una muralla de hierro.
El 31 de mayo de 1989 circuló el último tren por el Ramal de Marina. Pocos meses después, las vías fueron levantadas y el trazado se borró para siempre. En ese espacio, antes inhóspito, se levantó la Vila Olímpica y la Ronda Litoral, convirtiendo la frontera en un nuevo eje urbano que abrió Barcelona al mar.
El Ramal de Marina desapareció, sí, pero su recuerdo aún late en la memoria de aquellos que lo vieron cada día como una herida abierta entre la ciudad y el agua.
La Barcelona que gana y la Barcelona que pierde
Es fácil dejarse llevar por la postal actual: playas llenas de vida, turistas que disfrutan del sol, un paseo marítimo que es orgullo e imagen de ciudad. Pero, detrás de esta transformación, hay un precio.
Barcelona ganó mar, pero perdió memoria. Olvidó los Banys Orientals, símbolo de un verano burgués y también de una libertad femenina pionera. Enterró bajo la arena el Somorrostro, barrio de chabolas pero también de cultura y comunidad. Y hizo desaparecer el Ramal de Marina, aquella barrera de hierro que, a pesar de todo, formaba parte de la identidad industrial de la ciudad.
La Barcelona olímpica se vendió al mundo como una ciudad abierta, moderna y mediterránea. Pero esta misma Barcelona borró rincones enteros de su historia. Hoy, solo quedan fotografías en blanco y negro, testimonios orales y algunos gestos simbólicos para recordar aquello que ya no existe.
¿Por qué hay que recordarlo?
Porque la memoria de una ciudad no solo se construye con los triunfos y las transformaciones, sino también con las pérdidas. Las ciudades son organismos vivos que mutan, pero cada mutación tiene costos. Y en el caso de Barcelona, el precio de ganar playas fue borrar partes enteras de su alma.
Recordar los Banys Orientals, el Somorrostro o el Ramal de Marina no es un ejercicio de nostalgia vacía, sino un acto de justicia histórica. Porque detrás de cada derribo había vidas, historias y comunidades que también son Barcelona.
La Barcelona de hoy no se entendería sin aquel gran cambio de los 90. Pero tampoco se entendería sin reconocer lo que se perdió por el camino. Cuando hoy nos tumbamos en la arena del Somorrostro, caminamos por la Vila Olímpica o paseamos por el frente marítimo, quizás deberíamos preguntarnos: ¿qué había aquí antes?.
La respuesta es la clave para entender no solo la ciudad que somos, sino también la ciudad que fuimos.